La idea de que alguien sí lo hiciera, no obstante, era una cuestión totalmente diferente. Thomas consideraba que Trabajos de amor ganados no contenía nada nuevo y asombroso que fuese a hacer que los cimientos académicos se tambalearan, pero cada vez estaba más convencido de que había personas que opinaban lo contrario.
Antes de cambiar el disco, el camarero puso Senses Working Overtime de nuevo. Al final de la canción Thomas pudo oír los graznidos de cuervos y grajos en la pista de acompañamiento, y le sorprendió cuán local era ese sonido, cuán británico. No era de extrañar que a los jóvenes de la zona les hubiese gustado tanto. Pensó en Alice y Pippa escuchando las mismas canciones, hablando de ellas mientras proseguían con sus vidas.
El camarero había puesto otro álbum.
—¿Es de ellos también? —preguntó Thomas.
—Sí.
Pasó un par de canciones hasta llegar a la que quería y volvió a la barra. Thomas escuchó la canción. Era lenta y etérea con un extraño golpeteo de teclado al fondo. Era un sonido muy diferente, pero las letras poseían la misma pícara extravagancia. Decía algo acerca de ser un caballo oscuro…
—¿Elsbeth Church tuvo alguna vez una caballeriza? —preguntó Thomas al camarero cuando este fue a retirarle el plato.
—No, aunque hay mucha gente por aquí que tiene. Somos una población famosa por la cría de caballos. ¿Por qué?
—Nada —dijo. Estaba pensando en voz alta—. Leí algo acerca de «limpiar» un caballo. Pensé que quizá Pippa hubiera estado en un club de hípica. Su amiga nunca hablaba de montar en caballos, pero ahí estaba esa referencia a limpiar el caballo y… ¿Qué?
El hombre lo estaba mirando con extrañeza. Era una mirada interrogante y divertida a la vez, como si pensase que Thomas estuviera tomándole el pelo.
—¿Limpiar un caballo? —repitió.
—Sí —dijo Thomas—. ¿Qué?
—¿Limpiar un caballo —dijo el camarero—, o limpiar «el» caballo?
—Oh. El caballo, supongo. ¿Por qué?
—Vaya a la entrada.
Se la señaló con un gesto llenó de energía. Estaba riendo de manera burlona, y Thomas se volvió, preguntándose si no lo estaría echando del local.
—Y coja esto —dijo, dándole a Thomas la caja del cedé.
—¿Qué…?
—En serio —dijo el camarero—. Vaya.
Así que Thomas fue.
—No sé qué es lo que estoy buscando —dijo Thomas.
—Las fotos de la pared —dijo el camarero como si resultara obvio—. Enséñaselo, Doris.
—¿Enseñarle el qué? —respondió Doris. Se secó las manos mientras se acercaba a la entrada del pub.
—¡El caballo! —respondió el marido.
—Oh —dijo ella—. Es difícil no verlo, ahí está.
Thomas se volvió, desconcertado, y descubrió una fotografía enmarcada. Estaba tomada desde el aire, eso parecía al menos, y el fondo era de un vívido color verde: una colina. Encima había una figura blanca recortada en el césped de la ladera: un enorme y estilizado caballo, de un ancho considerable, galopando por la campiña.
—Es muy famoso —dijo Doris—. El Caballo Blanco de Uffington. Muy antiguo. Data de… ¿Se encuentra bien?
—Sí —dijo Thomas. Pero no era así. Su concepción del rompecabezas había cambiado y las piezas estaban reordenándose en su cabeza—. ¿Dónde está?
—A un par de kilómetros por allí —dijo Doris, orientándose hacia la cocina y señalando en esa dirección.
—Pusieron esa foto en uno de los álbumes que ha estado escuchando antes —dijo—. Un grupo de la zona. Probablemente no los conozca, siendo usted estadounidense…
—XTC —dijo Thomas, con la mirada fija en la foto, pero levantando el cedé.
—¿Cómo los conoce? —preguntó la mujer.
Thomas no podía apartar la vista de la fotografía de la figura blanca en la colina verde, la fuente de la portada de English Settlement que tanto Alice Blackstone como Pippa Adams habían puesto en sus habitaciones.
—A un amigo mío le gustaba mucho ese grupo —dijo.
La limpieza del Caballo Blanco formaba parte de un festejo local que se había celebrado con anterioridad. Cada ciertos años (siete, creía el camarero) la gente de las zonas de alrededor se reunían para cortar el césped y mantener así el contorno del caballo. Nadie sabía desde cuándo se celebraba esa fiesta, al igual que tampoco sabían con exactitud de cuándo databa el caballo o cuál había sido su función o propósito inicial. Había quien decía que se trataba de un reclamo de la Edad del Hierro para un mercado local de comercio de caballos, pero la mayoría de los expertos lo consideraban mucho más antiguo, databa de hace unos tres mil años, y probablemente tuviera que ver con algún culto a la fertilidad o de adoración a los animales. El camarero le había dicho que algunos chiflados sostenían que la razón por la que la mejor vista del caballo fuera desde el aire se debía a que era una especie de indicador creado por o para los alienígenas visitantes. Esta última opción tuvo su parte de verdad durante la segunda guerra mundial, cuando los habitantes de la zona se vieron obligados a cubrir el caballo con hierba para evitar que los bombarderos alemanes lo usaran como referencia de navegación.
—¿Cómo se llama esta canción? —preguntó Thomas.
El camarero había cambiado el cedé por uno de los últimos álbumes de XTC. La canción era una melodía cadenciosa e inquietantemente etérea sobre un telón de fondo de arpegios in crescendo.
—Chalkhills and Children —dijo el camarero.
—Debo irme —dijo Thomas. Cogió el cedé—. ¿Puede prestármelo? Se lo devolveré.
Thomas estacionó el coche en un aparcamiento vacío y polvoriento y siguió una señal de madera que señalaba a algo llamado «Warland’s Smithy por Ridgeway» a la izquierda del Caballo Blanco. La ruta prehistórica de Ridgeway estaba cercada a ambos lados por marañas de arbustos y árboles pequeños, con hierba, ortigas y flores salvajes, muy en la línea de la campiña inglesa. Cuando giró en dirección hacia el caballo tuvo que atravesar una verja que daba a unos pastos en pendiente, donde la única marca del camino era que el césped por donde pisaba estaba más plano. La ruta ascendía hacia la cresta, hasta la cima de la colina y la base circular (en la actualidad apenas un bulto en la tierra) de lo que había sido una fortaleza durante la Edad de Hierro.
Cuando llevaba medio camino recorrido y el frescor de la brisa lo golpeaba en la cara, Thomas se sobresaltó al notar un movimiento repentino a su izquierda. Un conejo, supuso al principio, pero era demasiado grande para ser un conejo y, cuando el animal comenzó a moverse con torpeza y sus renqueantes cuartos traseros levantaron el rocío de la hierba, vio con gran deleite que se trataba de una liebre. Pensó que seguramente allí habría habido liebres desde hacía miles de años, pues formaban parte de la cultura y mitología celta y anglosajona. Durante un instante se detuvo y contempló las colinas con su mosaico de campos verdes y no vio nada ni nadie que pudiera haber estado fuera de lugar tres mil años antes. Quizá hubiese habido más vegetación, pero supuso que las colinas no habían cambiado demasiado.
Un poco más arriba perdió el sendero y se preguntó si no se habría alejado excesivamente. La cresta de la colina seguía a su izquierda y estaba comenzando a bordearla, así que atajó por el campo hasta llegar a una alambrada baja señalizada con la imagen de un rayo. No tenía muy claro si estaba electrificada y tampoco localizaba a los animales (ovejas, presumiblemente) a los que la alambrada debía contener o evitar su entrada.
Aun así, pensó, un poco de cautela no va a matarte.
La superó con cuidado. Con la mirada fija en el alambre, pasó primero una pierna y a continuación la otra.
El ascenso era más pronunciado allí y una vez hubo llegado a la línea de la cresta, la ladera se alejaba del camino (inconfundible en ese punto, aunque siguiera sin señalizar) en una curva de tamaño considerable. Instantes después llegó a los cimientos de la fortaleza, en la cima de la colina, un muro de contención más o menos circular cual bol gigante cuyo extremo bordeaba el camino allí donde otrora estuvo la empalizada. Pero no había ni rastro del caballo.
Recorrió la cresta. El viento allí era más fuerte, tanto que le daba la sensación de que podía inclinarse hacia delante, hacia el borde, y este lo sostendría. Abajo, en un valle muy pronunciado que el camarero había llamado «el pesebre», se distinguía una carretera estrecha y negra. Y más allá había una loma con una curiosa forma de disco con la cima plana, cual mesa de juegos con fieltro verde.
«La colina del Dragón», le había dicho el camarero. Su nombre obedecía a una historia local que mantenía que allí era donde san Jorge había logrado su famosa hazaña. Thomas recordó que cierta versión de la historia estaba presente en La reina de las hadas, de Edmund Spenser, aunque desconocía si Spenser sabía de la existencia de ese lugar.
Unos pasos más y lo encontró. Estaba mirando a lo lejos, buscándolo, cuando se dio cuenta de que el terreno bajo sus pies había cambiado. Bajó la vista y contempló el blanco brillante de la piedra caliza. Desde tan cerca resultaba difícil discernir la forma completa de las líneas serpenteantes y cortadas de la figura, pero esta solo tenía un punto y se encontraba al lado del pie derecho de Thomas. No se había dado cuenta hasta aquel momento, pero había estado caminando por la cabeza del enorme caballo y en ese instante estaba sobre su ojo.
Thomas encontró una cabina en un pueblo cercano, Woolstone. Ya desde el primer momento no había tenido muy claro qué estaba buscando en aquel caballo, pero (al igual que en Hamstead Marshall Park) la tierra no parecía haber sido removida, y cuanto más lo pensaba, menos probable le parecía que pudiera enterrarse algo allí. El caballo era, después de todo, la piedra caliza que se hallaba bajo la hierba. ¿Cómo iban a enterrar algo en aquella roca sólida dos mujeres que acababan de perder a sus hijas?
—Patrimonio Inglés —dijo la voz de una mujer.
Thomas se presentó rápida y cortésmente y pasó a plantearle su cuestión.
—Estoy llevando a cabo un trabajo de investigación sobre el Caballo Blanco de Uffington, pero mi portátil ha muerto y no tengo un móvil inglés —dijo—. Me preguntaba si podía hacerle algunas preguntas relativas al festejo en el que limpiaban el caballo y sobre la estructura del mismo.
—No puedo decirle demasiado sin tener los documentos delante, pero si llama dentro de una hora, Grace ya estará aquí. Está fuera con unas investigaciones, pero ella podrá decirle todo lo que necesite saber.
Y más, sugirió la leve sonrisa de su voz.
—¿Grace…?
—Anson. Grace Anson. Le daré su número para que no tenga que llamar a la centralita.
Le dio las gracias, colgó y miró su reloj. Había un pub al otro lado de la carretera. Podía parar allí a cenar. La caminata en las colinas le había cansado más de lo que había sido consciente en un primer momento: una silla y un sándwich le sentarían estupendamente. Antes, otra llamada. Miró el número, lo marcó y tuvo que pasar por el procedimiento habitual y esperar pacientemente hasta que localizaron al sacristán.
—Soy Ron Hazlehurst —dijo la voz.
—Sí, mi amigo eclesiástico —dijo Thomas—. Soy Thomas Knight, su incordio americano.
A Hazlehurst le alegró mucho saber de él. Le preguntó por su «excursión» por el «continente» y en qué punto se hallaba en esos momentos. Thomas le contó la versión resumida y fue directamente al grano.
—Su contacto en la Sorbona, la persona que investigó los documentos de Saint Evremond para usted.
—François, sí —dijo.
—¿Ha hablado con él desde entonces?
—No, ¿por qué?
—Tan solo tenía curiosidad por saber si le había mencionado nuestra búsqueda a alguien más. Tengo la impresión de que otras personas sabían que yo estaba en la región de Champaña y lo que estaba buscando. La coincidencia de fechas no parece muy fortuita, por decir algo.
—Puedo llamarlo y preguntárselo —dijo el sacristán—. Puede que tarde algo porque vamos a comenzar el oficio de vísperas. ¿Hay algún número al que pueda llamarlo?
Thomas miró a su alrededor.
—Estoy en un pueblo llamado Woolstone. Hay un pub.
—¿Cuál es su nombre?
Thomas entrecerró los ojos para ver mejor la ya familiar imagen del cartel colocado junto a la puerta de madera del edificio con tejado de paja.
—El White Horse —dijo.
Naturalmente.
Thomas cogió su pinta de Arkell’s tostada de la barra y salió a una mesa de pícnic que había fuera del pub. Pidió el «almuerzo del labrador» a pesar de ser ya casi la hora de la cena, dio un sorbo a su cerveza y contempló el jardín, que era típicamente inglés, lleno de rosas fragrantes y un estanque de peces donde las libélulas maniobraban cual helicópteros. Allí abajo casi no había brisa, y el día había sido en comparación más cálido. Todavía sería de día durante un par de horas más, pero era una luz tenue que iba tornándose en penumbra. Tenía el jardín para él solo.
El «almuerzo del labrador» consistía en un plato de pan y ensalada junto a un excelente queso cheddar y relish. Iba por la mitad de su segunda cerveza cuando lo llamaron del bar para que cogiera una llamada.
El sacristán parecía avergonzado.
—Supongo que es culpa mía —dijo—. No insistí en la confidencialidad del asunto.
—¿A quién se lo dijo?
—No está seguro, lo siento. Era estadounidense.
—¿Hombre o mujer?
—Mujer. Joven para ser catedrática, pero para nada una novata.
Julia McBride, pensó Thomas.
—La cuestión es que a mi conocido le dio la sensación de que ya lo sabía —dijo el sacristán.
—¿Que yo iba a ir a Épernay?
—No, que la obra extraviada pudo haber sido enviada a Francia por Saint Evremond y que luego regresara a la región de la Champaña tras la revolución. Se lo contó porque estaba convencido de que ella había hecho el mismo descubrimiento.
—¿Ya estaba allí?
—Cuando llegó, ella estaba estudiando esos documentos. Fue la razón por la que comenzaron a hablar. No recuerda nada de lo que le dijo, y mucho menos lo que ella le dijo a él. Sí me ha sugerido que era bastante encantadora.
—Sí —dijo Thomas—. Puede serlo cuando quiere.
Tan pronto como acabó de hablar con el sacristán, preguntó si podía hacer una llamada y que le añadieran el coste a la cuenta.
La camarera, una bonita muchacha que parecía rusa o quizá polaca, pareció dudar, pero la dueña asintió y miró el reloj de la pared.