Lo que devora el tiempo

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Authors: Andrew Hartley

Tags: #Intriga, #Narrativa

 

En el mismo instante en que Thomas Knight vio aquellos ojos ausentes contra la ventana de su cocina, supo que aquella mujer estaba muerta. Lo que todavía no sabía era que se trataba de la misma mujer que no hacía mucho había afirmado poseer un tesoro literario de incalculable valor perdido tiempo atrás: Trabajos de amor ganados, de William Shakespeare.

A la policía no le interesan las obras antiguas, especialmente aquellas de cuya existencia dudan numerosos expertos. Pero Thomas está convencido de que la obra existe, de que está ahí fuera, en algún lugar… y que esta es de algún modo la clave para explicar la muerte de esa mujer… y quizá también otros extraños secretos.

Andrew Hartley

Lo que devora el tiempo

ePUB v1.0

Dirdam
14.03.12

Título original: «What Time Devours»

Traducción: María Otero González

Primera edición: 2009

Edición: La Factoría de Ideas, 2011

ISBN: 9788498006612

A Bill, Jim, y a todos los profesores, compañeros

y estudiantes que me han hecho amar a Shakespeare.

A mi mujer y a mi hijo,

y en recuerdo a Ira Yarmolenko (1988-2008):

«Espero que cuando vuelvas a nacer, seas un copo de nieve…»

¿Qué es amor? Amor no es siempre.

Amor es sonrisa y gozo.

Es ahora; no es mañana:

dadme, os pido, una razón para esperar.

Bésame, amor, más de mil veces,

que soy joven y la hermosura se va…

William Shakespeare.
«Noche de Reyes»

Primera parte

Pues que ni bronce o piedra o tierra o mar sin linde,

no hay brío que cruel mortalidad no tuerza,

¿cómo hermosura ante el furor que todo rinde

luchará, si no es más que de una flor su fuerza?

Oh, ¿cómo el dulce aliento del verano frente

le hará al embate de los días en balumba,

cuando ni hay torre inexpugnable ni valiente

puerta de hierro tal que al Tiempo no sucumba?

Negra visión: ¿en dónde, ay, la mejor prenda

del Tiempo contra el Tiempo encontrará guarida?

¿Qué fuerte mano a su corcel tendrá la rienda?

¿O quién que su saqueo de hermosura impida?

Ah no, nadie; a no ser que, por milagro raro,

mi amor en negra tinta esté luciendo claro.

William Shakespeare.
«Soneto 65»
[1]

Capítulo 1

Thomas Knight se quedó inmóvil, una mano en la cafetera y la otra apoyada sobre el grifo de la pila. Todavía estaba oscuro fuera y la luz de la cocina solo debería mostrar un fleco verde del tejo del patio, pero había algo más. Algo en la ventana. No estaba seguro de si lo había visto reflejado en la cafetera eléctrica o lo había vislumbrado por el rabillo del ojo, pero sabía que había algo, algo extraño. Algo que no debía estar allí.

Se quedó parado durante unos segundos, como si estuviera esperando a que ese algo se moviera, pero sabía que no lo haría y que tendría que volverse y mirarlo directamente. En esos momentos únicamente era una impresión de colores que no deberían estar allí (un óvalo pálido con pequeños toques de rojo y amarillo en marcado contraste con la oscuridad del patio), pero cuando lo mirara, tomaría forma y sentido. No quería mirar.

Se volvió lentamente, y, aunque no se sorprendió, la confrontación con la realidad casi le hizo gritar. Había un rostro de mujer apoyado contra el cristal.

Sus ojos estaban abiertos, de par en par, como si estuviera observándolo, pero Thomas no le hizo gestos para que se marchara, ni la amenazó con llamar a la policía. Había algo demasiado ausente y petrificado en aquellos ojos. No lo estaban mirando.

Estaba apoyada contra la ventana, pero su postura era un tanto extraña, y también había una mancha en el cristal: ¿sudor?, ¿maquillaje? Estaba completamente inmóvil, así que Thomas dio un desconfiado paso hacia la ventana, deseando que aquella figura resultara ser un maniquí, vestido y colocado allí como broma de final de curso por alguno de sus estudiantes con mayor iniciativa.

Pero ella era real. Dio dos pasos cautelosos más hacia la ventana. El cristal solo reflejaba oscuridad por todas partes salvo en aquel rostro apoyado contra él, iluminado por la luz de la cocina de tal modo que parecía flotar como un globo en una fiesta. Daba la impresión de estar más cerca de los sesenta que de los cincuenta. Su nívea piel, delicada y fina, parecía traslúcida. Iba muy bien maquillada, sus labios tenían un leve color carmesí que la favorecía y sus dientes eran anormalmente blancos. Pero fueron los ojos lo que más lo impresionaron. Estaban abiertos de par en par, fijos, con una expresión que bien podría ser de sorpresa.

O de terror.

Uno era de un verde turbio y apagado, el otro de un extraño tono violeta. Thomas dejó la cafetera y cogió el teléfono que tenía puesto en la pared con la mirada aún fija en el rostro inmóvil de la ventana, pero no marcó. Primero iría fuera. Necesitaba asegurarse.

La cocina tenía dos ventanas, una daba al sur (al patio trasero) y la otra al este, donde se encontraba la mujer. Thomas salió a la heladora noche y se cerró bien el albornoz cuando echó a caminar descalzo por el frío camino. Desde la parte delantera de la casa no se veía a la mujer, y solo cuando pasó el oscuro tejo que crecía en el rincón y recorrió el estrecho camino situado entre la casa y el frondoso seto de ligustros de la puerta contigua, la pudo ver. No estaba exactamente de pie, lo que significaba que era bastante más alta de lo que se había imaginado, sino que estaba desplomada sobre una de las aucubas plantadas a lo largo del oscuro cimiento. Allí, la única luz era el resplandor mate de la ventana de la cocina, que, desde el interior, había conferido una intensidad sobrenatural al rostro de la mujer. Ahí fuera, la luz solo rozaba levemente el verde y dorado de los extremos de las plantas. La mujer era poco más que la silueta de su cabeza; su cuerpo se perdía en las sombras.

Thomas se acercó hasta ella lentamente, alerta ante cualquier posible movimiento, cualquier cosa que hiciera que una naturaleza de tal rareza matutina se convirtiera en algo más mundano. Podía tratarse de una anciana demente que se había fijado en su casa por motivos únicamente por ella conocidos y que quizá al verlo se marchara farfullando de manera incomprensible.

—Discúlpeme —dijo, y cuando ella no respondió, ni se alteró, le puso la mano en el hombro.

Entonces lo supo. Sintió el frío resbaladizo del fluido en su umbroso hombro y retrocedió.

Demasiado tarde. Al tocarla, la mujer se movió. Rodó y cayó al suelo, y la luz de la ventana reveló la espantosa forma cóncava de la parte posterior de su cabeza y la sangre que empapaba su espalda como si de una capa se tratara.

Capítulo 2

Thomas ya llegaba dos horas tarde al trabajo, pero la policía seguía allí. Había vuelto a contar con todo detalle el espeluznante descubrimiento de la mañana, pero no tenía mucho más que aportar. No, no había visto a esa mujer antes, y no, el lugar donde yacía no era el mismo donde la había encontrado. Se había caído cuando él la había tocado, y lamentaba mucho haber contaminado la escena del crimen, pero no sabía a ciencia cierta que estuviera muerta…

Contó la historia dos veces, una a un agente uniformado que lo trató como a un imbécil que había comprometido deliberadamente su investigación, y otra a una agente de paisano llamada Polinski que parecía simplemente eficiente. Thomas dedujo que no sabían quién era la mujer.

—No hay monedero, ni tarjetas de crédito, ni documento de identidad —dijo la agente—. El tipo de ataque parece sugerir un atraco.

—¿El tipo de ataque? —dijo Thomas, incómodo por su propia curiosidad, pero al mismo tiempo intentando dejar entrever que él no tenía nada que ver con aquello. Thomas era un hombre grande, de más de un metro noventa y anchas espaldas. La gente que no lo conocía daba por sentado que se trataba de un hombre atlético, recio. Se había percatado de que dos policías lo observaban como si estuvieran midiéndolo, evaluando su tamaño, aunque Thomas sospechaba que algunos de ellos ya sabían quién era él.

—Parece que la golpearon por detrás con un ladrillo. Lo hemos encontrado tras el seto. Lo tienen los del laboratorio.

Thomas, ya escarmentado, no dijo nada.

Lo tuvieron allí durante cuarenta y cinco minutos más y luego le dijeron que podía marcharse. Cuando entró de nuevo en la casa para poner en orden sus cosas vio que las manos le temblaban. Se miró en el espejo. Estaba pálido, parecía un muerto. De repente le entraron náuseas y corrió al baño, pero cuando llegó allí nada ocurrió. Se quedó sentado durante cinco minutos en el borde de la bañera y a continuación bebió un gran vaso de agua helada. Se sintió mejor.

Thomas se vistió para ir al trabajo, percibiendo el silencio de la casa después de que todo el mundo se hubiera marchado y la extrañeza de ponerse la corbata a media mañana. Quería llamar a su mujer, Kumi, a Japón, solo para escuchar el sonido de su voz hasta que el mundo volviera un poco a la normalidad. Daba igual lo que le dijera. Bastante era que se hablaran de nuevo.

El sibilante reloj de pie del vestíbulo dio las once. Se lavó los dientes de nuevo, se pasó la mano por la barbilla sin afeitar y decidió solucionarlo. No estaba seguro del motivo, pero le parecía importante ir a clase con aspecto sereno y profesional, con un aspecto diferente a su estado emocional.

Quizá si todo el mundo da por sentado que se trata de un día normal y corriente, pensó, será así.

Pero no era un día corriente, y no por el cadáver de su ventana. Con el caos de la mañana, había olvidado que sus clases de primera hora habían sido canceladas y el instituto cerrado por el funeral de Ben Williams. Thomas lo recordó tan pronto como llegó al aparcamiento vacío situado detrás del instituto Evaston Township.

Soltó una palabrota, dio la vuelta y condujo hasta la iglesia metodista Hemingway en Chicago, donde Ben Williams había trabajado como voluntario en el comedor de beneficencia. El oficio religioso ya había concluido y la gente estaba saliendo en grupos, así que Thomas se quedó sentado en el coche junto a la acera con la radio apagada. Reconoció a muchos de los chicos, incluidos a unos cuantos que habían terminado el instituto cinco o seis años atrás, la mayoría de ellos negros. ¿Tanto tiempo había pasado desde que Williams había estado allí? No le parecía que fuera así, pero últimamente siempre le ocurría eso. Thomas tenía treinta y ocho años y llevaba una década dando clases en institutos. Ben Williams tenía veintitrés años; un chico popular, inteligente y amable, y un gran receptor de los Evaston Wildkits. Solo se había alistado en la Guardia Nacional porque le ayudaba a costearse la universidad. Tras su periodo de servicio tenía pensado dedicarse a la docencia, como Thomas. Hacía una semana lo habían matado en Iraq. Thomas no sabía los detalles.

Había sido su profesor de lengua y literatura inglesa. No podía recordar qué habían estudiado ese año. ¿Julio César? Tan pronto como le vino a la mente el título de la obra supo que así había sido, y recordó también que Williams se había encargado de organizar una representación de dos o tres escenas de la tragedia. Aquellos recuerdos regresaron con tanta fuerza que Thomas no alcanzaba a creer que hubiese podido olvidarlos, a ellos y al carismático chico que lo había organizado todo. Williams había representado el papel de Marco Antonio. Thomas creía recordar que habían hecho la escena del asesinato y la siguiente, quizá incluso las oraciones fúnebres, pero lo único que podía visualizar con claridad era a Ben Williams hablando a la gente de clase como si fuera el pueblo de Roma:

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