Lo que devora el tiempo (29 page)

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Authors: Andrew Hartley

Tags: #Intriga, #Narrativa

La habitación era un espejo arquitectónico de la que acaban de salir, aunque esta era roja en vez de azul, y el diseño del mobiliario no había sido concebido para una sala de entretenimiento bien iluminada, como la anterior. Era más oscura, más vivida, más acogedora, y los escritorios estaban llenos de papeles y otras cosas. Las paredes tenían numerosos cuadros (más retratos) y la credencia y las estanterías estaban a rebosar de fotos enmarcadas, en su mayoría en blanco y negro, muchas de ellas de color sepia por el paso del tiempo. Thomas las observó por cortesía mientras Tivary le daba la espalda para marcar el número de su caja fuerte.

—Le pregunté si sabía qué estaban buscando —dijo Tivary.

—Quizá —reconoció Thomas mientras miraba a la espalda del anciano.

—Muy bien —dijo Tivary. Se giró y lo escudriñó con satisfacción—. Y por su honradez será recompensado.

Se inclinó sobre el tirador de la caja fuerte y esta se abrió.

Capítulo 56

—Señor Knight —dijo Tivary—. ¿Le resulta familiar el nombre de Charles de Saint Denis, marqués de Saint Evremond?

Thomas se quedó mirando al anciano francés mientras este se erguía. Sonreía de oreja a oreja y sus ojos azules brillaban con divertida emoción. En su mano estaba una carpeta de cuero teñido con una cinta color escarlata. Thomas contuvo la respiración. Asintió pero no se le ocurrió nada que decir.

—Voilà —dijo Tivary mientras colocaba con reverencia la carpeta sobre el escritorio, observándola durante un instante para a continuación deshacer el lazo. En dos segundos los extremos de la cinta se soltaron. Tivary miró a Thomas expectante.

—Por favor —dijo.

Thomas sonrió, repentinamente nervioso, y se inclinó hacia la carpeta. Con cuidado, sosteniendo el borde entre el pulgar y el índice, la abrió.

La carpeta tenía una especie de compartimento doble. El de la izquierda contenía lo que parecía ser una carta con una letra recargada y refinada y el otro contenía un libro pequeño, del tamaño de una edición en rústica, pero mucho más fino. Un libro antiguo. Thomas supo al instante que estaba mirando un libro en cuarto de finales del siglo XVI o principios del XVII, o una muy lograda falsificación.

—¿Es…? —acertó a decir.

—Una obra de teatro —dijo Tivary—. Sí.

—¿De Shakespeare?

Los ojos de Tivary pestañearon y algo complejo se cruzó por su mente.

—No —dijo—. Véalo con sus propios ojos.

Thomas vaciló, momentáneamente abatido por la decepción, pero sus dedos cogieron con cuidado el libro de la carpeta de cuero. Leyó la portada.

—Volpone —murmuró—. ¿Volpone, de Ben Johnson?

Abrió el libro por la primera página.

—«A las más nobles e iguales hermanas —leyó en voz alta—, las dos famosas universidades, por su amor y aceptación mostrada para con su poema en la presentación, Ben Jonson, el agradecido receptor, se lo dedica.»

Se quedó mirando el libro.

—Mil seiscientos siete —dijo Tivary, al borde de la risa por la satisfacción que le había producido la reacción de Thomas—. Adquirida por Saint Evremond, empleada como fuente para su obra Sir Politick Would-Be y enviada como regalo a su señor, el rey de Navarra y Francia. ¿Ha visto la carta?

Thomas alzó la vista. Tivary había sacado el papel del compartimento y lo había desdoblado. Thomas, medio aturdido, miró la carta, consciente de que Tivary lo observaba atentamente.

Los dos compartimentos de la carpeta estaban vacíos, pero eso solo hacía que la manera en que ambos sobresalían (exactamente de la misma forma) resultara de lo más sorprendente. Aunque el izquierdo solo contenía una hoja de papel, poseía un contorno que encajaba perfectamente con aquel que contenía el libro en cuarto. A menos que hubieran cambiado periódicamente de un compartimento a otro la obra de Jonson a lo largo de más de trescientos años…

—Había algo más aquí —dijo Thomas—. Otra obra.

—Puede ser —dijo Tivary—. La carta al rey así lo sugiere. ¿Ve? —dijo mientras señalaba con el dedo la carta—. «Les livres», plural. Había otro libro en la carpeta.

—Entonces, ¿dónde está ahora? —preguntó Thomas, controlándose para no gritar la pregunta.

—Lamentablemente —dijo Tivary mientras se encogía de hombros durante al menos tres segundos—, no lo sabemos. Creemos que llegó aquí desde Versalles, dentro de la carpeta, pero entonces… ¡Puf!

Hizo un gesto: se esfumó.

Thomas sintió que su cuerpo se combaba como si una enorme presión lo hubiera estado sosteniendo y de repente esta hubiera desaparecido.

—No tenemos información acerca del contenido inicial de la carpeta —dijo Tivary—. Así que no podemos decir si el otro libro desapareció después de que llegara a nosotros, o antes.

Thomas buscó una butaca y se desplomó sobre ella.

—Más champán —dijo Tivary con el ceño fruncido—. O quizá un coñac sería más apropiado. Ha sufrido una pequeña conmoción. Una decepción, ¿no?

—No —dijo Thomas, intentando ser cortés—. Un poco, esperaba…

—Que hubiera una obra de Shakespeare en la carpeta —dijo—. De eso ya me he dado cuenta. Pero ¿por qué?

—Había pensado… bueno, no lo sé. Supongo que no importa.

—Pensaba que Saint Evremond poseía una obra de Shakespeare —dijo Tivary, aparentemente pensando en voz alta—. Eso tendría un gran valor. Pero el cuarto de Jonson también lo tiene, aunque quizá no tanto. Sin embargo, resulta obvio que no está interesado en Volpone. Así que no se trata simplemente del valor de un libro antiguo. Otros han venido en busca de esa obra desaparecida, así que hay algo especial en ella. ¿El qué?

—Pensé, y al parecer otros también lo han pensado, que podía existir una obra de Shakespeare que se había dado por perdida.

—¿Una obra nueva de Shakespeare? —dijo Tivary. Sus ojos volvieron a brillar.

—Nueva para nosotros, sí —dijo Thomas. Miró alrededor de la habitación, pues no quería que advirtiera la decepción en sus ojos—. Pero supongo que no. O si estuvo aquí alguna vez, de algún modo ha… posteriormente…

Thomas paró de hablar.

—¿Monsieur? —dijo Tivary, volviéndose para ver qué era lo que Thomas estaba mirando.

Casi en el borde de la credencia había un par de fotografías amarilleadas en un marco de plata.

—¿Quién es él? —preguntó Thomas.

—Mon grand-père —dijo Tivary, sonriendo a la imagen del hombre delgado con bigote antiguo y un cigarro—. Mi abuelo, Etienne Tivary. Murió antes de que yo naciera…

—No —dijo Thomas—. El otro hombre. El de uniforme.

Era alto. El uniforme que vestía era el de los soldados británicos de la primera guerra mundial.

—No lo sé —dijo Tivary—. Un amigo de mi abuelo, supongo. Probablemente lo destinaron aquí durante la guerra. Había barracones por toda la región y los soldados usaban las bodegas como lugares para escapar de… ¿las bombas?

—¿Los obuses?

—Sí, los obuses. Había trincheras por toda esta área. Aquí se libraron batallas durante casi toda la guerra. Fueron casi continuas. Y la línea entre los alemanes y los aliados se desplazaba constantemente. Hubo dos batallas del Marne, el río, en 1914 y 1918. Los alemanes avanzaron con rapidez al principio y ocuparon gran parte de la región, pero tras la primera batalla tuvieron que replegarse, aunque no lo suficiente como para evitar que pudieran lanzar obuses. Durante la mayor parte de la guerra, mi familia vivió en las bodegas.

—Pero este hombre está en dos fotos con su abuelo y su aspecto es diferente en cada una. Los dos están cambiados —señaló Thomas—. En esta tiene el cabello más largo, y en esta no tiene bigote. Así que se trataron durante un tiempo.

—¿Por qué otra razón iba a haber guardado mi familia esta foto?

Mientras Tivary hablaba, cogió el marco y miró la parte posterior.

—¿Le importa? —dijo ofreciéndoselo a Thomas—. Mis dedos no son tan fuertes y firmes como antes.

Thomas giró un par de cierres y retiró la parte posterior del marco, revestida de terciopelo negro. Una de las fotos no tenía ninguna fecha en la cara posterior, pero la otra tenía una sencilla inscripción en lápiz: «Monsieur Etienne Tivary avec son ami, captain Jeremy Blackstone. Janvier 1918».

Thomas observó al sonriente hombre inglés de la foto, el mismo rostro que lo había mirado desde una pintura al óleo colocada sobre la chimenea del salón de Daniella Blackstone. Ahora ya sabía la historia de la obra desaparecida, cómo había ido a parar a Francia y, trescientos años después, regresado a Inglaterra. Por fin el círculo se cerraba.

Capítulo 57

No podía estar seguro, pero Thomas sentía que en esos momentos iba por delante de sus competidores, incluidos aquellos que lo habían atacado en las bodegas de Demier, porque todavía pensaban que el libro estaba allí. Desconocía cómo descubrió el abuelo de Daniella la obra de Shakespeare y cómo había ido a parar a su familia, en Inglaterra. ¿Era un regalo de la familia Tivary, el regreso de una obra literaria inglesa a su hogar en manos de un hombre en quien había llegado a confiar? ¿O el soldado inglés había tropezado con la obra en una de sus numerosas visitas al château, quizá cuando los propietarios legítimos se habían tenido que marchar ante una batalla inminente? ¿Lo había robado sin más? Thomas lo ignoraba, y dado que todas esas personas de tan remoto periodo estaban ya muertas, no creía que fuera a llegar a averiguarlo.

Llamó a Kumi desde un teléfono color marfil del despacho de Tivary para que supiera que iba a regresar a Inglaterra y que, sí, debería comenzar a planear su viaje, si se sentía con ganas de ir hasta allí.

—Puedo dormir en el avión —dijo ella—. La verdad es que lo estoy deseando. Una copa de vino. Tranquila y en silencio. Una estúpida película o tres. Estaré bien.

—Puedo ir a recogerte al aeropuerto —dijo Thomas.

—Tengo que hacer escala en Birmingham —dijo—. Te daré los detalles del vuelo.

Tras haber colgado, Thomas le dio el número de teléfono de su casa de huéspedes en Kenilworth a Tivary, y posteriormente regresó a su hotel. Quizá la policía local quisiera hablar con él, pero hasta el momento no tenían su nombre y, dado que Thomas carecía de material que ofrecerles, confió en poder regresar a Inglaterra antes de que comenzaran a preguntar por él. Llamó a Polinski y dejó una versión resumida de lo que había ocurrido en su buzón de voz, contento de no haber tenido que escuchar su escepticismo.

Thomas no sabía qué pensar de Tivary. Le parecía confiado y a la vez digno de confianza, algo inconcebible una hora o dos antes. ¿Demasiado confiado? Tivary había dicho que Thomas había sido seguido y acorralado bajo sospecha de espionaje industrial, pero su persecución por parte de los hombres de Tivary también le había proporcionado una coartada para el asesinato de Gresham, así que una vez había quedado claro que Thomas no era un espía, la casa de champán ya no tenía ningún interés en él.

Y probablemente no quieran complicar el asesinato de un estadounidense con la agresión a otro…

Eso también. Thomas supuso que debería contarle a la policía local lo que sabía, pero tenía demasiadas ganas de regresar a Kenilworth como para soportar la idea de permanecer durante horas en alguna comisaría local intentando explicar con su francés acartonado historias de obras de teatro perdidas y un par de asesinatos en Chicago. Hablaría con la policía británica y sin duda Polinski sentiría irrefrenables deseos de gritarle, pero de eso ya se ocuparía más tarde. En esos momentos conducía a gran velocidad, mientras su mente funcionaba a casi el mismo ritmo que las ruedas del Peugeot alquilado que lo llevaba de regreso a Calais y al Canal. Thomas pensó en Tivary mientras conducía: esos ojos brillantes e inteligentes, el encanto del mundo antiguo y la esperanza de que aquel anciano fuera lo que parecía. La presentación de la carpeta medio vacía podía haber sido un mero numerito para hacer que se marchara mientras la obra perdida de Shakespeare seguía en la caja fuerte, donde él la había guardado.

Pero entonces, ¿por qué le había enseñado la carpeta? Tivary no tenía nada que ganar aportando más pruebas de que la obra había estado en posesión de su familia. Si no aparecía en ninguna otra parte, esa carpeta llevaría de nuevo a Thomas, o a alguien, al château. A menos que solo estuviera ganando tiempo, y Tivary fuera consciente de que podía sacar tajada de su secreto antes de que Thomas regresara…

A menos que, a menos que, a menos que.

Las ideas se sucedían sin cesar en la cabeza de Thomas, preguntas que suscitaban otras preguntas y que a su vez se ramificaban hacia otras cuestiones, de igual manera que las galerías de las bodegas de Demier. Pero en ningún momento soltó el pedal del acelerador, porque en su fuero interno sabía que la obra había abandonado la tierra de sus personajes de ficción y regresado al hogar de su autor. Daniella Blackstone podía haber sido muchas cosas, pero habría tenido que ser una tonta de remate para afirmar poseer una obra cuyo paradero no conociera con exactitud. Su abuelo había retornado con ella a casa. Tenía que haberlo hecho.

Los nombres de los lugares relampaguearon en su cerebro conforme conducía, y cada vez que se desviaba de la autopista veía monumentos de las guerras. Había por todas partes. Conocía los campos con cruces y estrellas de piedra, pero esos monumentos locales eran casi igual de potentes, al menos cuando uno se acostumbraba a los muchos que había. En la primera batalla del Marne, la famosa victoria anglofrancesa que frenó el avance alemán casi en París (gracias, en parte, al servicio de seiscientos coches de punto parisinos que transportaron hasta el frente a miles de refuerzos), murieron más de quinientos mil hombres, casi diez veces más que los hombres que perdió Estados Unidos durante toda la guerra de Vietnam. Y por muy terrible que fuera esa cifra, aquello solo había sido el comienzo, porque la victoria de Marne fue tan agotadora para ambas partes que lo único que pudieron hacer fue atrincherarse en sus frentes y bombardearse los unos a los otros durante los siguientes cuatro años. Los soldados estuvieron meses en trincheras infestadas de ratas y enfermedades, a menudo medio sumergidos en el agua, esperando a que el enemigo les lanzara algún gas venenoso o les arrojaran miles de obuses altamente explosivos. Luego llegarían las incursiones y ataques a las trincheras, soldados saliendo con máscaras de gas y bayonetas mientras las ametralladoras abrían fuego. Era lo más parecido al infierno que Thomas alcanzaba a imaginar.

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