Como Margarita, pensó.
La vengativa reina francesa de Shakespeare, que apareció por vez primera en la primera parte de Enrique VI, seguiría susurrando maldiciones en Ricardo III, durante los acontecimientos que se sucedieron después de la muerte de la Margarita histórica. Permanecería allí, movida por su venganza y malicia, cual fantasma sacado de una obra de Séneca.
—Me gusta la quietud —dijo.
No era cierto. Estaba casi seguro de ello, pero era todo lo que le iba a decir.
—¿Daniella y usted discutieron por dinero?
—A Daniella siempre se le dio mejor el aspecto público de la profesión —dijo. Todavía permanecía meditabunda, pero parecía estar más presente, más allí—. Las entrevistas y las firmas de libros y las apariciones televisivas. En Estados Unidos la adoraban, con su acento tan marcado y su casa ancestral. No me importaba, yo prefería no ser el centro de atención. Pero los viajes, levantarse para hacer entrevistas para radios con importantes diferencias horarias, tener que sonreír constantemente a las cámaras… fue demasiado para ella. O más bien comenzó a notarlo más que antes. Tenía la sensación de estar haciendo la parte dura del trabajo.
—¡Pero usted era la que escribía los libros! —dijo Thomas.
Elsbeth Church rió y Thomas sintió que se le erizaba el cabello a la altura de la nuca. Fue una risa cómplice, brutal, que salió de las profundidades de su garganta.
—Sí, pero escribir es solo una de las partes que hacen que un libro sea un best seller, especialmente cuando se es un escritor famoso —dijo—. Daniella sentía que su perfil público era mucho más importante para nuestras ventas que los contenidos de los libros. En cierto modo tenía razón. Muchos buenos libros no generan dinero, pero pon la foto de una estrella en la portada y contrata los servicios de un negro que escriba la biografía de un antiguo presentador de televisión, deportista o político, y podrás ganar millones. El rostro de Daniella, con aquellos ojos tan extraños y particulares, valía más dinero que miles de palabras.
Thomas casi se había olvidado de los ojos de Daniella, uno verde, otro de un extraño violeta. Incluso muerta resultaban inquietantes. No quería ni imaginar cómo habían sido cuando estaba viva.
—Pero usted no estaba de acuerdo —dijo, apartando el recuerdo con un escalofrío.
—Fue lo que podría llamarse un salto de fe o de principios. Yo sabía que en términos reales, en lo que llaman términos de mercado, ella probablemente tuviera razón. Pero sigo pensando que un libro debería importar por lo que hay en su interior, en sus frases, no por cómo se vende.
—Así que se separaron y ella no volvió a vender ni un libro.
—Irónico, ¿no cree? El mercado la adoraba, pero también adoraban esa autoría bicéfala: Blackstone y Church. Los editores acudieron en tropel a ella, pero cuando vieron lo que había escrito se echaron atrás. «Demasiado arriesgado», dijeron, sobre todo teniendo en cuenta que ella les exigía un anticipo considerable. Triste. Cuando me enteré de su muerte, lo primero que pensé es que se había suicidado. Daniella deseaba tanto triunfar.
Todavía parecía distante, como un sonámbulo o alguien que estuviera bajo los efectos de la hipnosis, pero le resultaba a su vez menos extraña y alienada. Quizá se debía a estar en el coche en vez de en aquel extraño y desolado lugar. Quizá se estaba acostumbrando a ella.
—¿A Daniella le gustaba Shakespeare? —preguntó Thomas.
Church vaciló. Tenía la mirada fija en la carretera empapada por la lluvia.
—No especialmente. ¿Por qué?
—Nada, pensaba que, ya sabe, un escritor que vive tan cerca de Stratford…
Thomas dejó la frase sin acabar, pero ella no dijo nada.
—¿Ha oído alguna vez hablar de Trabajos de amor ganados? —preguntó.
—Perdidos —dijo ella.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Thomas, entusiasmado.
—Es Trabajos de amor perdidos, no Trabajos de amor ganados.
—Oh —dijo Thomas—. Fallo mío.
—Ya hemos llegado —dijo cuando la casa de piedra se divisó entre la lluvia—. No voy a invitarlo a entrar.
No le dio ningún motivo y a Thomas tampoco se le ocurrió ninguna objeción.
—En otra ocasión, quizá.
—Quizá. ¿Puede abrir el maletero, por favor?
Thomas la miró sin comprender.
—Mi bicicleta —dijo.
—Oh —dijo Thomas—. Sí, claro.
Buscó a tientas la palanca y oyó que se abría el maletero. Se dispuso a salir, pero ella lo agarró por la muñeca con su fina pero fuerte mano. Thomas parpadeó y se quedó totalmente inmóvil cuando ella lo cogió del brazo y lo miró al rostro.
—Puedo hacerlo yo —dijo—. Soy una mujer muy capaz.
—No lo dudo —dijo.
—Guarézcase de la lluvia.
Se dio la vuelta, salió del coche y el cabello mojado se le pegó en la cara. Percibió de nuevo aquel aroma animal, a almizcle, y pensó: «¿Quiénes son, que no semejan habitantes de este mundo estando en él?».
Thomas compró una cizalla en una tienda de bricolaje, similar a un hangar en Warwick Road, y a continuación condujo hasta Castle Lodge y durmió como no había dormido desde que salió de Estados Unidos.
A la mañana siguiente se dio un festín con el «desayuno inglés completo» obligatorio de la señora Hughes y comprobó la hora de llegada de Kumi. Tenía tiempo más que suficiente para ese asunto en la ciudad antes de ir al aeropuerto a recogerla. La cizalla seguía en el coche. Con un poco de suerte no la necesitaría, pero al menos iba preparado.
Desde la carretera, la casa de Daniella Blackstone parecía igual que siempre. El castillo, sin embargo, le resultaba más perturbador, aunque quizá se debiera a tan gris día o al recuerdo de su última visita. El coche del administrador no estaba. Thomas se dirigió al aparcamiento del castillo y lo dejó estacionado allí.
Fue caminando a la casa. La cizalla se balanceaba dentro de la endeble bolsa de plástico de la tienda, así que tuvo que asirla bien para evitar que se rasgara. A escasos cien metros de la casa trepó por un muro de piedra, pasó al trote entre los árboles y atravesó el prado hasta acceder a la parte trasera del edificio. Un grupo de chimeneas señalaba la ubicación de la cocina y a su derecha vio un pequeño postigo de madera pintado de verde brillante: la trampilla del carbón. Se la encontró cerrada con candado, tal como había esperado, pero la chapa tenía herrumbre y estaba trabada. Dudaba mucho que siquiera la llave pudiera abrirlo.
La cizalla rompió el candado por dos partes. Thomas miró a su alrededor antes de abrir la trampilla. Había pasado de ser un curioso y un maleducado a un delincuente de tomo y lomo.
Será mejor que tengas razón en esto, pensó.
Reconocía que resultaba un tanto exagerado. No es que necesitara pruebas para demostrar una teoría. Ni siquiera contaba con una teoría. Solo un pálpito que no suponía más que el total convencimiento de que se le había pasado por alto algo importante.
La trampilla chirrió al abrirse. Estaba oscuro en el interior y olía a moho y a humedad. La puerta se hallaba al nivel del terreno exterior, pero en el interior quedaba a unos dos metros del suelo de la carbonera. Thomas se deslizó de espaldas, bajó todo lo que pudo, intentado sin éxito cerrar del todo la trampilla tras de si, y a continuación saltó, dejando la cizalla fuera.
Se quitó el polvo del carbón de las manos y miró la rendija acusadora de la portezuela. Si alguien que conociera la casa pasara por allí, vería que la trampilla estaba abierta. Buscó algo con lo que poder cerrarla del todo, pero concluyó que no sería capaz de hacerlo sin cerrar desde el exterior, así que subió por las escaleras de piedra que conducían a la cocina.
La puerta estaba abierta y a Thomas le alegró no tener que forzarla, como si así su delito fuera menor. En la pared había un armario con llaves. No tenían etiquetas, pero sabía cuál era la que necesitaba. Al igual que la mayoría de las demás, era larga y antigua, pero había perdido el brillo por la falta de uso.
La habitación de la señorita Alice, pensó, imitando la voz del administrador.
En la sala de estar se detuvo delante del retrato de Jeremy Blackstone con su uniforme de la primera guerra mundial y aquella sonrisa que denotaba una gran seguridad en sí mismo. A continuación subió con rapidez los dos tramos de escaleras que llevaban a la habitación que había estado cerrada durante su última visita.
La llave se encontraba algo oxidada, pero giró. Entró y cerró la puerta tras él.
No estaba seguro de qué se había esperado, quizá un santuario de polvo y telarañas a lo señorita Havisham, pero no fue el caso.
Era una habitación luminosa, aireada, sin polvo, con ventanas en tres lados con vistas a los campos desde una importante altura, y aunque efectivamente era una especie de torrecilla propia del siglo XIX, también era la habitación de una adolescente, de aproximadamente 1982. Había una camiseta blanca de la selección de fútbol inglesa con rayas rojas y azules en los hombros colgada en la puerta. Había un folleto de una manifestación contra la guerra que iba a celebrarse el dieciocho de mayo en Reading. También tenía un cartel contra Thatcher y otro adornado con símbolos de la paz y el acrónimo CDN: Campaña para el Desarme Nuclear. La guerra en cuestión, cuyo fin se celebraba, era, a juzgar por un recorte de The Guardian de junio de ese año, la guerra de las Malvinas.
Aquel lugar parecía una cápsula del tiempo. Otro periódico del diez de julio informaba del allanamiento del palacio de Buckingham por parte de un irlandés en paro que había logrado llegar hasta la habitación de la reina y se había sentado a hablar con ella durante diez minutos antes de que sonaran las alarmas. En lugar privilegiado, sobre la cama de la chica, había un póster de la portada del álbum de XTC English Settlement, el contorno blanco y curvado aunque inconexo de un animal (¿un caballo?) en contraste con el fondo color verde. Thomas lo contempló y recordó el interés de Escolme en la banda y el cedé que había visto en lo que había creído que era su habitación de hotel.
Pero había resultado no ser la habitación de Escolme, sino la de Blackstone, y el cedé era casi sin lugar a dudas suyo: un recuerdo de su hija que llevaba consigo allá donde fuera. Thomas se percató de que se estaba moviendo despacio y en silencio, no porque estuviera pendiente de la posible llegada del administrador, sino por respeto. La normalidad de la habitación (con sus animales de peluche en la cama, su ropa desfasada en el armario abierto, la bisutería en el tocador…) hizo que se sintiera más intruso todavía de lo que se había sentido cuando había roto el cerrojo de la trampilla del carbón.
Sin embargo, iba a profanar algo más. Lo había visto tan pronto como había entrado, pero había observado primero el resto de la habitación con la esperanza de que aquellas paredes le dieran la información que no quería tener que buscar ahí. Se inclinó hacia una fotografía que había en el escritorio: cinco chicas juntas. La del medio era sin duda Alice Blackstone. Tenía los ojos violetas de su madre, aunque en su caso los dos eran del mismo color. También había cierta altivez en ella, un perfil ligeramente aristocrático que podía haber sido frío y duro, pero que no era así. Estaba riendo, rodeando con los brazos a las otras chicas. Thomas se preguntó cuánto más habría vivido desde que esa foto fuera tomada.
Durante unos instantes vio a la chica (y quizá a aquellas que estaban en la foto con ella) intentando salir del colegio lleno de humo, pero apartó esa imagen de su cabeza y, en ese mismo instante, fijó su mirada en el diario colocado sobre la cama.
Respiró profundamente.
—Lo siento —susurró.
Entonces lo abrió y comenzó a leer.
Thomas dejó el diario tras leer treinta entradas pertenecientes a los primeros seis meses del año y a continuación todas las entradas de junio, que finalizaban bruscamente el día dieciséis. El resto del diario estaba vacío. Se sentó en la silla del escritorio en silencio y solo sintió ausencia (la de ella) y fracaso (el de él).
No había nada de valor en el diario. Era un catálogo de trivialidades: quién iba a salir en el Top of the Pops, qué películas echaban por la tele, quién estaba saliendo con quién, qué ropa se había comprado o quería comprarse, alguna que otra opinión política. Era una serie de instantáneas de la vida de una chica inglesa de dieciséis años, de clase media. Una chica normal y corriente. De vez en cuando había destellos de intelectualidad (algunas referencias vacilantes a libros que estaba leyendo; desde James Herriot a Charles Dickens) expresadas con la compleja mezcla de bravuconería pretenciosa y gran entusiasmo tan propio de la adolescencia y tan familiar para Thomas, pues sus estudiantes también eran así. A esa edad, los escritos de Thomas probablemente hubiesen sido muy parecidos (hablarían menos de ropa y más de deportes, pero por lo demás prácticamente iguales). Alice se preocupaba de su cuerpo, de su pelo, pero probablemente no menos que la mayoría de chicas de su edad, aunque Thomas no sabía qué era lo que había sido lo normal en Inglaterra por aquel entonces.
Alice tenía una letra gruesa y cursiva llena de florituras, y todos los puntos (ya fueran los de final de oración como los de las íes) eran círculos diminutos. Su vocabulario era insulso y plagado de jerga, y todas las cosas parecían entrar en tres categorías: «mierda total», «mola» (la mayoría de las veces) y los menos frecuentes «guay», «fabuloso» y «excelente». Muchas cosas «estaban tiradas», refiriéndose a la vez a que eran sencillas y divertidas, y las experiencias menos satisfactorias estaban señaladas con «Oh, tragedia».
A pesar de esos trazos mínimos de su personalidad, lo que realmente desprendían esas páginas era una sensación de comunidad: un grupo de chicas de instituto cuyos nombres o motes aparecían incluso en aquellos días en que Alice no las veía. «No voy a ver a Pippa hoy», escribió. «Nos hemos reído mucho, pero Liz estaba en la peluquería y no ha podido venir a comprar la utilería.»
¡Comprar la utilería!
¿De qué podía tratarse? ¿Discos? ¿Ropa? La pretensión de comprar «utilería» era ridícula y a la vez enternecedora. Eran niñas jugando a ser adultas.
«Debs y Nicki se han pasado todo el día en Bruno: cuando Pippa y yo salimos de la tienda de fotos seguían aún allí y ¡solo habían pedido dos tazas de café entre las dos!» «Fuimos a limpiar el caballo, pero Liz, Debs y Nicki no han podido venir. Lo que se han perdido. Ha sido genial. Más que genial.»