Lo que devora el tiempo (36 page)

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Authors: Andrew Hartley

Tags: #Intriga, #Narrativa

—«Buenos días, primo» —dijo el anciano con una sonrisa.

—«¿Ya es tan de mañana?» —respondió Thomas de forma reflexiva.

—«Las nueve ya han dado» —dijo el anciano.

Thomas sonrió agradecido, pero no pudo recordar más.

—No sé cómo puede recordar todas esas frases —dijo—. A los turistas les tiene que encantar.

—«Ser o no ser, esa es la cuestión» —dijo el anciano mientras asentía pensativo—. «¿Qué debe más dignamente optar el alma noble…?»

—¿Tiene que memorizarlo o lo ha, ya sabe, «absorbido» con los años? —preguntó Thomas.

—«Y mi pobrecilla, ahorcada. ¿No, no, no tiene vida?» —dijo el anciano, ya sin sonreír—. «¿Por qué ha de vivir un perro, un caballo, una rata y en ti no hay aliento?»

—Sí —dijo Thomas, deseando marcharse—. El rey Lear. ¿Vio la representación en…?

—«Muero, Egipto, muero. Solo un respiro pido de aquí a la muerte hasta que de miles de besos deposite el último en tus labios.»

Thomas no dijo nada. El anciano apenas parecía consciente de su presencia. Estaba mirando a través de él, con los ojos llenos de lágrimas, y Thomas supo entonces que lo que había tomado por una rutina para contentar a los turistas era en realidad un tipo de demencia.

—Voy a marcharme —dijo.

—«Y la luz se apagó y nos quedamos a oscuras.»

—Vale —dijo Thomas mientras caminaba hacia atrás—. Lo siento. Adiós.

—«Aún queda olor a sangre. Todos los perfumes de Arabia no darán fragancia a esta mano mía.»

Thomas se escapó de allí a toda prisa.

Subió por Waterside hasta Warwick Road con brío, intentando alejarse todo lo posible del anciano, de los turistas y de los teatros. Cuando llegó a Saint Gregory’s Road, se detuvo en la esquina y se quedó quieto, con los ojos cerrados.

Necesitaba volver a casa. Quería solucionarlo todo, sí, pero más que nada quería volver a casa y encontrar a Kumi esperándolo allí. Ya no le importaba hallar esa estúpida obra, y la idea de que esta pudiera abrirse camino entre las dementes divagaciones del anciano le pesaba cual losa en el estómago.

Capítulo 73

Ya en el hotel, Thomas encontró un mensaje telefónico esperándolo. «Tengo una entrada de sobra para Noche de reyes esta noche. ¿Te vienes? Taylor.»

Quedaron media hora antes del inicio fuera del Courtyard Theatre, que era el espacio principal de la Royal Shakespeare Company mientras el Memorial Theatre era reconstruido. Por fuera parecía una especie de almacén anodino, pero era lo suficientemente fastuoso por dentro, con un escenario de gran profundidad y ancho que metía a los espectadores en la acción.

Fue una representación bonita, llena de melancolía y deseo frustrado. Viola conseguía a Orsino al final, y Olivia a Sebastián, pero ambas parecían inseguras respecto a cómo irían las cosas a partir de ese momento. Antonio era abandonado, sir Andrew rechazado y Malvolio quedaba rumiando futuras venganzas. Sir Toby se casaba resignado con María, y ella lo hacía movida por un desesperado deseo de mejorar su posición social. Al hacerlo abandonaba a Feste, el bufón, que se lamentaba ante el mundo en su canción final, una interpretación deprimente, evocadora e inquietante del «Que la lluvia es diaria».

El público se puso en pie al final y los aplausos hicieron que las vigas del techo vibraran. Thomas también se puso en pie a aplaudir.

—¿Estás bien? —le preguntó Taylor.

Estaban ya en el Dirty Duck, esta vez en un rincón tranquilo, apartado.

Thomas asintió y cogió su pinta.

—Ha sido una representación muy buena —dijo Taylor—. Feliz y triste al mismo tiempo. Conmovedora. —Estaba pensando en voz alta, organizando ideas conforme las decía—. Me pregunto qué pensarán de ella los de la conferencia. Si vienen aquí, Petersohn y compañía, ¿podemos no unirnos a ellos? Si empieza a hablar de Lacan y Derrida, juro que no respondo. ¿No te parece que esa gente es un público pésimo? ¿Que están tan inmersos en su «lectura» de la obra representada sobre el escenario que son incapaces de comprender el teatro de la misma manera que la gente normal? ¡Lacan y Derrida! Dios nos ayude. ¿Seguro que estás bien?

—Kumi tiene cáncer de mama —dijo Thomas.

Taylor lo miró boquiabierto.

—¿Kumi?

—Cáncer —dijo Thomas. Todavía le costaba decir la palabra, pero Kumi le había dicho que tenía que decirla, que la única manera de dejarlo atrás era usar la palabra como uno podría decir «mesa» o «Shakespeare». Así no se le tenía tanto miedo.

—Lo siento —dijo Taylor—. ¿Está… cómo lo lleva?

—Bastante bien, teniendo en cuenta lo que es. Ya la han operado. Parece que todo ha ido bien. Lo próximo es la radioterapia.

Taylor seguía mirándolo.

—Ha estado aquí. Le dije que te había visto y me preguntó por ti —dijo Thomas—. Hablamos de La aguja de Gammer Gurton, ¿te acuerdas?

—Ah, sí —dijo Taylor—. Las alegrías del drama académico. ¿Estás bien?

—Lo siento —dijo Thomas—. Supongo que esa obra, Noche de reyes… Quiero decir… Amor y muerte, ya sabes. Shakespeare siempre habla de eso. Y del tiempo. Que viene a ser lo mismo.

—Pérdida —dijo Taylor y la palabra resonó en su boca cual campana—. Creo que trata sobre la pérdida. La pérdida y el miedo a ella, que es casi igual de malo.

Durante unos instantes ambos permanecieron en silencio, contemplando sus bebidas.

—Ustedes dos parecen un estudio para una escultura de Rodin —dijo una mujer que se había colocado junto a ellos.

—¿Disculpe? —dijo Thomas mientras alzaba la vista.

—El pensador, versión doble —dijo Katrina Barker.

—Tiene una habilidad especial para cogerme desprevenido —dijo Thomas.

—Es mi verdadero don —dijo Barker con una sonrisa.

—Creo que mucha gente de esta ciudad opina lo contrario. ¿Conoce a Taylor Bradley? Comenzamos el doctorado juntos.

Ella le estrechó la mano y asintió. Taylor parecía que tuviese ante sí a la mismísima reina. Su rostro era una mueca de admiración, timidez y cierto terror.

—¿Y dónde está en estos momentos, Taylor?

—Oh, doy clases en Hattie Jacobs, en Ohio —dijo—. Una facultad de arte pequeña y liberal.

Barker asintió, pero resultaba obvio que no la conocía.

—¿Han visto la obra? —preguntó—. Tienen pinta de que sí. Me pareció maravillosa, ¿y a ustedes?

—Sí —dijo Thomas, contento de su respuesta—. Así es. Estábamos hablando de lo mucho que nos había gustado.

—Bueno, «gustado» no es exactamente la palabra, ¿verdad? —intervino Taylor—. Estábamos hablando de lo mucho que nos había impresionado. Creo que ha logrado plasmar la dinámica del poder doméstico, ¿no le parece? La casa de Olivia era un poco panóptica, con Malvolio modelando la autoridad que en realidad no tenía.

Thomas lo miró. Taylor estaba intentando resaltar demasiado.

—Me encantaron las cortinas —dijo ella—. Todas esas guirnaldas azules. Maravillosas.

Thomas asintió.

—Considero que reflejaban el logocentrismo y la masculinidad —apuntó Taylor.

Katrina se lo quedó mirando, intentando desempacar tan desconcertante afirmación, y Thomas intervino.

—¿Quiere sentarse con nosotros?

—Gracias —dijo. Se sentó—. Pero solo un momento. Estoy esperando a unos amigos.

Taylor la estaba mirando, ruborizado.

—He tenido un encuentro de lo más sorprendente —dijo—. Hay un anciano en Stratford, un antiguo estudioso de Shakespeare, creo, al parecer un prodigio en su tiempo. Sufrió un derrame cerebral bastante joven y ahora tiene una especie de afasia. Solamente dice citas de Shakespeare.

—Me he encontrado con él —dijo Thomas, turbado por el recuerdo.

—Lo había visto por ahí —dijo ella—. Había oído hablar de él. Pero hoy ha sido la primera vez que he conversado con él. Ha resultado bastante angustiante. Me he pasado media tarde deambulando por la ciudad para quitármelo de la cabeza.

Thomas asintió. De repente se sentía bastante disgustado.

—Es algo terrible —dijo ella—. Como el alzhéimer, supongo. La pérdida de memoria, de tu percepción de ti mismo, verte reducido a parlotear palabras de otra persona. Realmente terrible. Y aterrador. ¿Y si me ocurriera a mí? ¿Y si ya me ha ocurrido?

—¿Ya? —preguntó Taylor.

Estaba metiéndose en la conversación para recordarle a ella que seguía ahí, pero él también parecía incómodo, como si necesitara ir al baño pero no quisiera marcharse.

—En ocasiones siento que ya me ha ocurrido. Que sé lo que quiero decir, cuando escribo por ejemplo, pero que tengo que decirlo a través de él: Will. Probablemente no sea el propio Will, sino las palabras del campo que hemos construido a su alrededor. Muchas veces me pregunto por esta profesión. ¿Se lamenta de no estar dentro, o cree haber escapado de la fuerza de sus palabras antes de que estas lo succionaran?

—Ambas cosas, creo —dijo Thomas.

Taylor se puso en pie.

—Discúlpenme un momento —dijo. Mientras se marchaba, miró a Thomas y con gestos le rogó que la retuviera allí.

Barker pareció percatarse del gesto y se volvió para mirarlo.

—Un joven apasionado —dijo.

—Probablemente se sienta intimidado por usted —dijo Thomas.

—No como usted.

—No, me intimida su inteligencia y su trabajo, pero no soy un académico, así que no importa si me dejo a mí mismo en ridículo.

—«Oh ingenio, ayúdame a estar a la altura de un buen necio» —dijo, citando Noche de reyes—. «Y yo que carezco de sesos pasaré por un sabio.» ¿Cree que ese anciano quiere decir algo cuando cita a Shakespeare, que está expresándose de alguna manera? ¿O son solo palabras? ¿Sonidos que ha aprendido de memoria?

—No estoy seguro.

—No sé qué sería peor. Que farfullara sin más o que…

—O que no esté tan loco como parece —completó Thomas.

—Dios —dijo—. Ya lo estoy haciendo. Y usted.

—Tengo la sensación de que llevo haciéndolo semanas —dijo Thomas—. Cada pensamiento que tengo se me presenta como una cita de Shakespeare. Al principio era divertido. Pensaba que me hacía sofisticado y profundo. Pero ahora me irrita y, no sé, me limita, me deprime, como si todas las ideas que tengo ya hubiesen existido antes. Hace no mucho estaba corriendo para salvar la vida por las ruinas del castillo de Kenilworth y lo único en lo que podía pensar era en la maldita obra Enrique V.

Ella arqueó las cejas, y a continuación se acercó con sus penetrantes ojos fijos en él.

—¿En qué estaba pensando antes? —dijo—. Hay algo en usted —dijo, mirándolo con sagacidad—. No estoy segura de qué es, pero usted no encaja aquí, y no porque sea profesor de instituto. Lo vi hablar con la señora Covington, algo que ya de por sí es todo un triunfo. La mayoría de los shakesperianos pasan a su lado sin dirigirle la palabra, asumiendo, equivocadamente, que está por debajo de ellos.

—Profesora Barker… —comenzó.

—Katy.

—Katy —dijo Thomas.

—Pero no me llame así delante de su amigo. Puede darle un ataque al corazón.

—¿Conocía a Daniella Blackstone? —preguntó Thomas.

—Ah —dijo. Se recostó sobre el asiento y lo miró—. Me preguntaba si era eso. Randall ha estado bastante nervioso desde que lo vio a usted en Chicago. Coincidimos un par de veces, pero no. No la conocía, y tampoco sé mucho sobre ella. Tenía unos ojos extraños; de diferentes colores, quiero decir. Uno era casi púrpura. Resultaba un tanto inquietante mirarlos, aunque creo que a algunas personas, a los hombres, les resultaban fascinantes.

—¿Conoció a la mujer de Randall… del profesor Dagenhart?

—No muy bien —dijo ella—. Nadie llegó a conocerla bien. No me gusta hablar mal de los muertos, pero era una mujer difícil. Randall decía que era por su enfermedad. Quizá. Pero era una persona amargada. Una de esas personas inválidas que logran que la salud de los que están sanos se resienta. Randall estuvo pendiente de ella cada segundo, cada día, durante casi diez años, pero lo único que recibió por su parte fue desdén. Era muy doloroso verlo. Cuando estuvo tan mal que no podía salir de casa, creo que todos los que la conocíamos suspiramos aliviados. Es terrible sí, pero así fue. Era demasiado horrible ver cómo lo trataba. Sentías mucho lo que le estaba pasando, claro. ¿Cómo no ibas a hacerlo? Pero ella era cruel, despiadadamente cruel. Y no era únicamente por la enfermedad. Era como si supiera algo de él y lo usara para tenerlo siempre a raya, una especie de chantaje emocional constante.

—¿Acerca de su relación con Daniella?

—Quizá, aunque siempre he sospechado que había algo más. Le encantaba insinuar cosas malas de él en público. Disfrutaba con ello. Cuando finalmente murió, hará unos seis años, Randall estaba tan destrozado ante esa humillación y servidumbre sin límites que nunca llegó a recuperarse.

—Y no sabe qué podía ser lo que sabía sobre él.

Katrina negó con la cabeza lentamente.

—No estamos tan unidos fuera del ámbito profesional. Pero si quiere que le diga mi opinión, tengo el presentimiento de que tenía que ver con Daniella Blackstone, y que se remontaba a años atrás.

—¿Cientos de años —dijo Thomas— o un cuarto de siglo?

—No estoy segura, pero Randall y ella estaban profundamente conectados, el tipo de conexión que solo el tiempo puede crear. La historia, señor Knight. De eso trata todo. Pero lo que el tiempo construye también lo destruye.

—«Este voraz devorador, el tiempo» —citó Thomas de Trabajos de amor perdidos.

—¿Lo ve? —dijo—. Lo está haciendo también.

Capítulo 74

Lo primero que hizo a la mañana siguiente fue llamar a Kumi y a continuación al agente Robson desde su hotel. Kumi ya había llegado a Tokio y estaba a punto de irse a dormir porque al día siguiente comenzaba la radioterapia. A pesar de las protestas de Thomas, iba a ir a trabajar.

—Si es demasiado agotador o doloroso —dijo—, no iré. Pero tengo trabajo que hacer.

—Deberías descansar —dijo Thomas.

—¿Ves, Tom? —dijo con poca amabilidad—. Ese es el motivo por el que no deberías venir. Lo que necesito ahora mismo es un poco de normalidad.

—Eso es lo que Deborah dijo —dijo Thomas.

Hablaron de su vuelo y de la representación de Noche de reyes que había visto Thomas.

—Me hubiese gustado haber estado allí contigo —dijo mientras Thomas se esforzaba por expresarle por qué le había gustado.

—A mí también —dijo él.

Una hora después, Thomas estaba sentado con el agente Robson en la comisaría de Kenilworth. Sobre el escritorio había una carpeta de papel manila desgastada.

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