Miró el reloj. Tenía que prepararse para ir a recoger a Kumi al aeropuerto.
La dueña del hotel Castle Lodge salió a recibirlo cuando entró en el recibidor. Recorrió con la mirada su ropa sucia y su rostro ensangrentado y Thomas intentó sacudirse la ropa, sin diferencia en el resultado.
—Tiene una visita —dijo—. En la sala de estar. En el futuro asegúrese de estar cuando vengan a verlo. Ella lleva aquí casi una hora.
¿Ella?
—Lo siento —dijo Thomas—. No esperaba a nadie.
—Y sin embargo aquí esta —dijo la dueña. Era un reproche, aunque Thomas no sabía muy bien por qué. Se dio la vuelta para marcharse—. ¿Van a querer té?
—No lo sé —dijo Thomas—. Depende de quién haya venido a verme.
—Tu mujer —dijo Kumi desde la puerta de la sala de estar—. Mi avión de Japón ha llegado antes. Hice escala en Gatwick por la mañana…
Thomas fue hacia ella, cubriéndola con un enorme abrazo y hundiendo el rostro en su cabello.
—Sí, señora Hughes —acertó a decir Kumi—. Un té estaría bien.
—Lamento haberte dicho que no fueras —dijo ella—. No podías haberme ayudado y yo estaba, ya sabes, enfadada y confusa.
—Lógico —dijo Thomas—. Te habían diagnosticado… quiero decir… estabas enferma y…
—Cáncer —dijo—. Tienes que ser capaz de decirlo.
Thomas asintió pero no dijo nada.
—De cualquier modo —dijo Kumi—, tenía que enfrentarme a ello sola al menos al principio. Lo siento. Fue una estupidez. Y muy egoísta por mi parte.
—Eso es una tontería —respondió él—. No te habría sido de ninguna ayuda. Me agobio demasiado.
—Aun así —dijo ella—, habría estado bien tenerte allí. Pero ya me conoces, Tom. Soy autosuficiente hasta decir basta.
—Entonces, ¿en qué punto estamos? —dijo.
Se preguntó por qué había usado el «nosotros» tan pronto como lo hubo dicho. Sonaba poco adecuado, frívolo, pero ella no pareció percatarse.
—Tengo suerte de que lo hayan cogido tan pronto —dijo y por un momento sus ojos lo miraron con angustia, con un terror que fue abriéndose paso para, a continuación, desaparecer. Thomas lo vio y lo reconoció—. Tuve mucha, mucha suerte —prosiguió—. Estoy con un tratamiento supresor hormonal y comenzaré la radioterapia el lunes, cuando regrese. Creen que no será necesaria la quimio.
—¿Y eso significa?
—Es bueno, Tom. Significa que las cosas van bien. La quimio es lo que te hace sentir muy mal, así que estoy contenta de no tener que hacerlo, y mi oncólogo está convencido de que en este momento no es necesario. Tras la radioterapia volverán a evaluarme, en unas seis semanas. Me quitaron unos nódulos linfáticos durante la operación, para estar más seguros, y tengo que llevar esta especie de faja cuando vuele, para prevenir una embolia, creo. No lo entendí muy bien. Me habría venido bien que hubieses estado allí para eso. Es tanta información. No estoy segura de haberlo procesado todo.
Estaba comenzando a hablar a gran velocidad, y su voz se incrementaba en tono, volumen y ritmo.
—Y me han marcado toda entera para la radioterapia. Líneas hechas con una especie de rotulador mágico y adhesivos. Parezco una carta de navegación. Dijeron que querían marcarme de manera permanente, pero les dije que no. Me dijeron que si era muy cuidadosa a la hora de ducharme para que no se borraran las líneas ni se despegaran esas cosas adhesivas, entonces no habría problemas, pero que tenían que marcarme para la radioterapia, y la verdad es que no sé cómo será, pero dicen que se corre el riesgo de sufrir algunas quemaduras, y todo esto es demasiado para asimilarlo…
La abrazó una vez más, con tanta fuerza como se había aferrado a la torrecilla de la casa de Daniella Blackstone, agarrándose como si se pudiera caer, o peor, pudiera caerse ella.
Se pasaron toda la tarde tumbados en la cama. Ella le preguntó si quería ver la cicatriz y él dijo que sí porque supuso que ella quería que la viera, así que la contempló como si realmente la estuviera mirando y le dijo que no estaba tan mal, aunque se le pusieran los nudillos blancos de lo fuerte que se estaba agarrando al bastidor de la cama.
Le preguntó si quería salir, dar una vuelta. Podían ir en coche hasta Stratford y tomar una pinta en el Dirty Duck, y quizá estar un rato con Taylor Bradley.
—¿Cómo le va? —preguntó ella.
—Bien, creo. Tiene una interinidad en una pequeña facultad de Ohio. Sigue organizando representaciones teatrales. Escribiendo muchos artículos y publicando pocos, pero tiene un trabajo.
—No está casado, ¿verdad?
—No.
—¿Novia?
—Nada serio, tengo la sensación. No ha mencionado a nadie —dijo Thomas—. Pero ha pasado mucho tiempo. Hemos perdido todo contacto durante los últimos diez años.
—¿Tanto tiempo?
—Tanto tiempo, sí —dijo Thomas. Durante un instante no dijo nada, y a continuación añadió—: Hemos perdido mucho tiempo.
—Queda mucho más por venir —dijo ella.
Thomas la miró de manera inquisitiva y desesperada y ella le mantuvo la mirada hasta que Thomas asintió.
—¿Recuerdas esa representación que hizo? —dijo Kumi—. ¿Cómo se llamaba la obra?
—La aguja de Gammer Gurton —dijo Thomas entre risas—. Quizá la obra más estúpida que he visto nunca.
—Sin embargo fue divertida —dijo ella—. Algunas partes.
—Algunas partes —reconoció Thomas.
—¿Quieres comer algo? —preguntó ella.
—¿No vas a hacer sushi?
—Pensaba que íbamos a practicar mi kárate.
—Creo que voy a pasar —dijo él.
—Había pensado en dejarlo, por eso de ponerme demasiado agresiva y demás, y no ir durante una temporada hasta que… todo… pero ahora creo que voy a seguir yendo.
—¿Sí?
—Sí. Si voy a pasar tiempo a tu lado, probablemente lo necesite —dijo ella—. Intenta que no te disparen hasta que sea cinturón negro, ¿vale?
—Vale.
No podían hacer el amor sin preservativo (debido al tratamiento hormonal y a la futura radioterapia, que sería letal en un supuesto embarazo) y Thomas no tenía ninguno. No se imaginaba yendo a comprarlos, sobre todo después de haber hablado de embarazos condenados, y ninguno de los dos sentía la necesidad de ese tipo de privacidad.
Una parte de Thomas estaba contenta de haber decidido quedarse allí tumbados, porque sentía la cicatriz de la operación como un cuchillo en su entrepierna, y tenía una voz en la cabeza que no dejaba de chillar de ira contra su cuerpo. Practicar sexo habría sido como decir que todo estaba bien; su amor, envuelto en carne y hueso. Pero no estaba bien. Porque la carne era débil, siempre fallaba. Siempre, inevitablemente, y por ello Thomas la odiaba.
Ella le leyó los pensamientos, o al menos pareció hacerlo, y le sonrió con ojos tristes y preocupados. Le besó las lágrimas de sus ojos hasta que Thomas se sintió culpable por hacer que todo girara en torno a él, aunque sabía que en cierto modo eso hacía que resultara más sencillo.
Condujeron hasta Kenilworth debido a la insistencia de Kumi y cenaron en un restaurante tandoor, donde compartieron dos botellas grandes de cerveza Kingfisher y se dieron tal festín de popadoms con chutney de mango que cuando llegaron los platos principales ya estaban llenos. Les prepararon el pollo y el naan para que se lo llevaran al hotel, aunque no tenían nevera.
—Quizá como tentempié de medianoche —dijo Kumi.
—Quizá —dijo Thomas, cogiéndole la mano.
Ya de regreso a su habitación, vieron un partido de fútbol en la tele y a continuación zapearon entre un campeonato de dardos, las noticias opresivamente serias del mundo y un estúpido concurso. Thomas no dejó de hacer comentarios irónicos, porque hacían reír a Kumi, y cada vez que retomaba el tema de su salud, ella le indicaba cariñosamente que se callara.
—Veamos la tele —le decía.
Entonces él asentía, con demasiado énfasis, e intentaba no pensar en ello, aunque más bien se limitaba a no hablar de ello. Ella le tomó la mano y apoyó la cabeza en su hombro, y así permanecieron hasta que comenzó a amanecer y Thomas se percató de que se había quedado dormida.
Tras el desayuno fueron a las ruinas del castillo y hablaron de lo que ella denominó «su caso». Thomas le contó todo lo que sabía y sospechaba, y ella lo escuchó y asintió, preguntándole de vez en cuando para demostrarle que estaba prestando atención.
—Cuando todo haya acabado —dijo Kumi—. Quizá puedas venir a verme a Tokio.
—Puedo regresar contigo ahora… —comenzó a decir Thomas.
—No —le dijo—. Tienes algo que hacer aquí. Es importante. No eres responsable de la muerte de David Escolme, por mucho que tú lo creas, pero si puedes ayudar a que su asesino sea llevado ante la justicia, sería algo bueno. Y tienes que encontrar esa obra.
—Puedo ir al aeropuerto y ver si quedan plazas en el avión…
—Estaré trabajando, Tom —dijo Kumi—. La radioterapia solo dura veinte minutos al día y la tengo programada para antes de ir al trabajo. Si vienes ahora estarás sentado en mi minúsculo apartamento cuidando de mí, innecesariamente, y volviéndote loco. En dos días estarías despotricando de la política japonesa, su proteccionismo, la xenofobia, y su negación de las atrocidades de la segunda guerra mundial. Al final, tendría que matarte.
Thomas sonrió.
—Y además —añadió—, quieres encontrar esa obra.
—La obra no es importante…
—Claro que lo es, Tom —dijo Kumi—. Desde el primer momento en que la mencionaste se podía oír en tu voz. Si la obra está allí fuera, quieres ser quien la encuentre. No te culpo. Sería algo increíble.
—Ahora más bien me parece una estupidez.
—No —dijo Kumi—. No lo es. Me encanta verte emocionado por algo, especialmente ahora. Y el mundo necesita toda la comedia que sea posible.
—¿Incluso una de Shakespeare?
—Especialmente una de Shakespeare —dijo Kumi—. Especialmente ahora.
Tras eso hizo la maleta y Thomas la llevó a la estación de trenes.
—Pronto —dijo Thomas—. Nos veremos pronto.
—No vengas al andén —le dijo ella—. Me resultaría muy difícil. Me despido aquí. Te llamo cuando llegue.
—Nos veremos pronto —repitió—. Y no perderemos más tiempo separados.
—Todo irá bien —dijo ella—. Dicen que si tienes que tener cáncer en estos tiempos, el cáncer de mama es el que tiene mejores perspectivas de cura.
—Sí —dijo Thomas—. Sin duda te ha tocado la lotería.
Kumi se rió, una risa verdadera.
—Adiós, Tom —dijo.
Después de que se marchara, Thomas se metió con el coche por las estrechas calles de Kenilworth y su endiablado sentido único. Encendió la radio para apartar los pensamientos de su mente. Paul Simon estaba cantando acerca de coger dos cuerpos y hacerlos girar hasta convertirlos en uno, corazones y huesos unidos de manera inseparable.
Las palabras de la canción (esa frase trágica, feliz, angustiada, casi shakesperiana) comenzaron a repetirse en su mente y Thomas tuvo que parar el coche y sentarse con la cabeza agachada hasta que se sintió preparado para volver a conducir.
Thomas había tenido pensado acceder al Instituto Shakespeare por la puerta de cristal de la parte posterior, pero por una vez tuvo suerte. Uno de los shakesperianos estaba saliendo del edificio mientras él se disponía a cruzar la calle. Le pidió que mantuviera la puerta abierta y corrió hasta allí.
No llevaba más de veinte segundos dentro cuando ella llegó, aniquilándolo cual buitre con vestido de flores y quevedos. La señora Covington, historiadora local y guardiana de los pasillos y salas sagradas del instituto. Durante unos instantes fingió no haberla visto y se puso a mirar una hoja para apuntarse a una excursión en minibús al castillo de Warwick. Entre los nombres de los delegados de la conferencia que había en la lista estaban el de Katrina Barker y Randall Dagenhart.
—¿Puedo ayudarle…? —comenzó la señora Covington—. Ah —dijo al reconocerlo.
—Hola —dijo Thomas.
—El caballero estadounidense que sugirió que yo no deseaba «compartir los misterios de la erudición literaria con el populacho».
—Se acuerda de mí —dijo con una sonrisa—. Me siento halagado.
—No debería —dijo ella mientras lo miraba con los ojos entrecerrados—. La excursión es solo para delegados de la conferencia.
Unos días antes, Thomas se habría enfadado ante su comentario, pero la visita de Kumi lo había calmado o, al menos, había reordenado sus prioridades.
—Sí, ya lo veo —dijo Thomas—, y lamento que se llevara un impacto tan negativo de mí el otro día, así que acabemos con esto cuanto antes, ¿le parece?
—La visita al castillo está fuera de toda discusión, lo lamento, y si quiere acudir a algún seminario, necesitará su acreditación o a un «amigo» que le haga de carabina.
—Porque no tener acreditación significa que probablemente esté aquí para prenderle fuego a este lugar —dijo Thomas, aún sonriendo.
—La gente que usa el verbo impactar es capaz de cualquier cosa —recalcó—. Y la palabra es de naturaleza trocaica, no yámbica: IMpactar, no imPACTAR.
Thomas se rió, porque era el tipo de cosas que él podía haber dicho en sus clases.
—Es muy bueno, señora Covington —dijo—. Pero no necesito entrar al instituto y ya he visto suficientes castillos.
Su rostro se enturbió.
—Entonces, ¿qué está haciendo aquí? No voy a llevarle mensajes a sus conocidos cual lacayo…
—No —dijo Thomas—. Por supuesto que no. Vine a verla a usted.
La señora Covington se calló al oírlo y fue a abrir la boca, pero no dijo nada, y durante esos instantes pareció una persona completamente distinta.
—¿A mí? —dijo.
—¿Cuánto tiempo lleva trabajando aquí, señora Covington?
—Treinta y cinco años en octubre —dijo con orgullo.
—¿Puedo invitarle a una taza de té? —preguntó Thomas—. Me gustaría hacerle un par de preguntas. Tómeselo como una clase de historia local.
La ciudad de Stratford estaba llena de salones de té. La señora Covington escogió el Benson, en Bard Walk. Era una mujer alta y angulosa y había algo mecánico en sus movimientos, pero tenía una brusquedad y energía que Thomas no podía evitar que le gustara. Aun así, percibía que se sentía confundida ante esa nueva relación, y que había una cautela en ella a la que no estaba para nada acostumbrada.
—No soy una cotilla, señor Knight —dijo tan pronto como pidió su Earl Grey y un bollo.
—Jamás pensé que lo fuera —respondió Thomas con honestidad—. Y además, mi primera pregunta es sobre el pasado lejano, no reciente.