Pensó en Enrique V disfrazado entre sus tropas la víspera de Agincourt, y las amargas verdades que escucha el rey de sus soldados. Si la causa es justa, dicen, entonces incluso sus muertes tendrán valor. Pero si no lo es, dice otro, el mismo rey tendrá unas cuentas pesadas que echar, cuando todas esas piernas, brazos y cabezas cortadas en la batalla se reúnan en el día final y griten: «Morimos en tal sitio; algunos jurando, otros pidiendo a gritos un médico, algunos llorando por las mujeres que dejan tras de sí, otros por las deudas contraídas, por los hijos que quedan sin alimento…».
Era un discurso desgarrador.
Pensó de nuevo en Ben Williams, que había querido ser profesor, y sintió la necesidad repentina de depositar unas flores en su recuerdo en alguno de los monumentos en memoria a los soldados caídos que tenía a su alrededor.
No lo hizo. Siguió conduciendo.
Porque lo que todavía permanecía candente en su cabeza era el recuerdo del cadáver salpicado de sangre de Gresham en los túneles y el perturbador convencimiento de que haber sido arrinconado por los hombres de Tivary lo había salvado de tener el mismo final. Alguien había estado merodeando por aquellos pasillos de piedra, alguien que había estado siguiendo la misma pista que Thomas, alguien dispuesto a matar para hacerse con la obra.
O para mantenerla en secreto.
Era un pensamiento extraño que le había rondado durante varios días. Thomas había estado actuando de acuerdo con la suposición de que el asesino,
o asesinos, estaban intentando recuperar Trabajos de amor ganados, algo que tenía cierto sentido (por muy brutal que fueran sus medios). Alguien quería encontrar la obra perdida porque hacer público su descubrimiento lo convertiría en rico o importante: el libro tenía un valor enorme cultural, histórica y financieramente hablando, y si sus páginas también podían catapultar trayectorias profesionales, convertir a su descubridor en una lumbrera en su campo, entonces ese valor sería casi incalculable. Pero si en esos momentos alguien sacaba la obra a la luz, se convertiría inmediatamente en el principal sospechoso de tres asesinatos. Así que quizá no fuera simplemente alguien que intentaba hacer lo que Blackstone había planeado…
Thomas siguió con la mirada fija en la carretera, rumbo al norte.
Mantenerlo en secreto…
Ese pensamiento le hizo sentir como si de repente el mundo cambiara, como si hubiera estado caminando por un pasillo de espejos o, lo que resultaba más perturbador aún, como si acabara de salir de uno. Alguien no quería que se encontrara la obra. Alguien quería mantenerla oculta y no porque la tuviera en su poder.
Entonces, ¿por qué? ¿Qué podía hacer que alguien renunciara a la fama y riqueza que el manuscrito perdido le proporcionaría y que prefiriera mantenerlo oculto? La única razón que se le ocurría a Thomas para seguir escondiendo ese tesoro era por lo que el texto en sí contenía. Pero ¿qué podía decir un texto de Shakespeare que fuera lo suficientemente inquietante como para que alguien estuviera dispuesto a matar para conservarlo en secreto?
Se tapó con la mano la oreja libre para ahogar el ruido del tráfico en Calais.
—Soy Thomas Knight —dijo por el teléfono—. ¿Estás ocupada?
—Estoy con mis estudiantes por Chichén Itzá —dijo Deborah—. La verdad es que no me vendría mal un descanso. ¿Cómo va todo?
Le habló de la operación y de que las cosas, hasta el momento, iban mejorando.
—Bien —dijo sin más.
—Pero quería preguntarte algo.
—Dispara.
—Me dijiste que tuviste una discusión con tu profesor de Shakespeare hace años acerca de la cuestión de la autoría —dijo Thomas—. ¿Por qué fue? ¿Lo recuerdas?
—Sí, pero hay gente mucho más cualificada que yo para explicarlo.
—Digamos que no estoy seguro de poder confiar en esa gente ahora mismo —dijo Thomas—. Todos y cada uno de los shakesperianos del mundo tienen algo que ganar o que perder en lo que respecta a esta obra perdida. Tan solo cuéntame lo que recuerdas.
—De acuerdo, pero este es mi numerito shakesperiano, lo que suelo contar para impresionar a la gente en las fiestas y los cócteles. Cógelo con pinzas y recuerda que soy poco menos que el ventrílocuo de mi profesor.
—Adelante —dijo Thomas a gritos cuando un camión con remolque pasó a su lado tocando el claxon.
—El libro que leí era sobre el decimoséptimo conde de Oxford —dijo Deborah—. Edward de Vere. De las personas que pudieron haber escrito las obras de Shakespeare, él es el que cuenta con un mayor apoyo. Sus defensores se llaman a sí mismos oxfordianos.
—Sí —dijo Thomas.
—Te gusta El ala oeste de la Casa Blanca, ¿verdad? —dijo Deborah.
—¿Qué? —gritó Thomas.
—El ala oeste de la Casa Blanca. Martin Sheen. Lo tenías puesto en la habitación del hospital.
—Sí, cierto.
—¿Y si te digo que la persona que supuestamente ha creado y escrito la mayor parte de la serie…
—Aaron Sorkin… —añadió Thomas.
—Aaron Sorkin —repitió Deborah— no ha podido crear la serie porque nunca ha trabajado en la Casa Blanca y no tiene experiencia alguna en derecho o política? Es más, ¿y si puedo demostrarte que muchos de los episodios que supuestamente ha escrito contienen personajes que toman como modelo a gente que Sorkin no puede haber conocido, gente que formaba parte del gobierno de Nixon?
Thomas se pegó más el teléfono al oído.
—Entonces, ¿quién dices que los ha escrito? —preguntó.
—La única persona con los contactos, el conocimiento del funcionamiento del gobierno, de los personajes bosquejados en la serie —dijo Deborah—, es el propio ex presidente, Richard Nixon.
—Espera —dijo Thomas—. Nixon ya había muerto cuando comenzó a emitirse la serie.
—Esa es la cuestión —dijo Deborah—. Nixon no podía dejar que se supiera que estaba escribiendo para la televisión, especialmente si revelaba datos e información de antiguos compañeros en la serie, así que tuvo que hacerse en secreto. Se le pagó por adelantado, pero el contrato especificaba claramente que la serie no podría emitirse hasta después de su muerte.
—Pero… —Thomas negó con la cabeza—. Lo siento, pero eso es una locura.
—Sí —dijo Deborah—. Lo es. Pero es una aproximación bastante buena del argumento que esgrimen los oxfordianos acerca de Shakespeare. Es una mala historia, una mala textualización, un esnobismo, una teoría conspiratoria estúpida y un mero intento por promocionarse a sí mismos. No creo que haya nada cabal en ello y no creo que una obra nueva pueda alterar eso.
—¿Eso es lo que tu profesor de Shakespeare te dijo?
—Usó una analogía diferente, pero en lo esencial fue lo mismo.
—Es bueno —dijo Thomas, sorprendido del sentido que parecía cobrar para él.
—Me he pasado años perfeccionándolo con los recaudadores de fondos de los museos —dijo Deborah.
—Gracias —dijo—. Me ha sido de gran ayuda. Lo siento, pero tengo que marcharme.
—Mantenme informada —dijo Deborah—. De lo otro, quiero decir.
—Lo haré. Voy a verla en Inglaterra. Ahora mismo está volando hacia allí. Lo ha decidido ella.
—Bien. Perfecto. Deséame suerte.
—¿Para qué?
—La excavación. Hoy es mi último día jugando a ser guía. Mañana tenemos que terminar la inspección del emplazamiento y entonces comenzaremos a excavar. Poco después descubriremos si sé lo que estoy haciendo.
—Lo harás genial.
—Eso espero. Hablamos. Una cosa, Thomas…
—¿Sí?
—Cuídate, ¿vale?
—Vale.
Thomas colgó y condujo hasta la estación, donde se encontró con que un retraso del tren anterior (retraso del que no habían proporcionado explicación alguna) había provocado la cancelación de varios trenes. A menos que estuviera dispuesto a esperar un día, tendría que coger el transbordador a Dover y un tren a Londres desde allí. Thomas comenzó a maldecir y a soltar bravatas, pero los empleados no parecieron inmutarse.
—Monsieur, no puedo hacer nada para cambiar lo que ha ocurrido. Así que debe decidir. O aguardar o coger un ferri. ¿Qué es lo que desea?
Escogió el ferri.
Era un día muy despejado y las aguas estaban lo suficientemente calmas como para no notar el movimiento del barco. Se había esperado algo pequeño, pero el ferri era enorme, de los que transportan coches, y había centenares de personas a bordo. Había niños por todas partes, corriendo y agolpándose alrededor de videojuegos que emitían pitidos y destellos. Hordas de ingleses, con la piel rosada por una exposición excesiva al sol y cargados de bolsas con vinos y quesos, hacían cola para acceder a las tiendas de duty-free. El barco estaba a medio camino entre un transatlántico destartalado y un centro comercial venido a menos. Thomas, cansado y cada vez más irritado, escapó de allí, subió por las escaleras metálicas a toda velocidad y atravesó unas pesadas puertas hasta llegar a la cubierta.
Respiró profundamente, se tranquilizó y caminó hacia la proa. No había nadie allí. Las gaviotas revoloteaban, chillando, sorteando las sorprendentemente fuertes ráfagas de viento. Thomas saboreó la sal del aire. Hacía un poco de frío, pero no acertaba a entender por qué alguien preferiría estar bajo cubierta. Apenas acababan de dejar el puerto, pero ya podía ver que los blancos acantilados de la costa inglesa se alzaban en la distancia. El trayecto no superaba los cuarenta kilómetros.
Qué extraño, pensó, que una distancia tan corta pueda generar tal diferencia en el lenguaje y las costumbres, tal separación. Para un estadounidense, para quienes distancias considerablemente mayores solo generaban diferencias en pequeños matices, resultaba doblemente extraño. Pensó en las pequeñas ciudades estadounidenses que se extendían por la región central y el sur, con sus centros comerciales, sus Wal-Mart, sus McDonalds, y se preguntó cuánto pasaría hasta que todos los lugares fueran iguales. Al menos en Europa la expansión urbana se extendía entre castillos e iglesias antiguas. En Estados Unidos era como una enfermedad que se propagaba por el país, contaminando todo, devorando todo lo que había estado antes allí como…
¿Como el cáncer?
El viento se llevó sus pensamientos y cuando se volvió para que este no le diera en la cara, vio a una persona apoyada contra la barandilla. Era Julia McBride.
Ella no lo había visto. Estaba casi seguro. Pero era todo lo que podía decir. Se movió con rapidez por la cubierta y se metió por la primera puerta que vio.
—Lo siento, señor. Esta es la sala del club. ¿Lleva su pase?
Durante un segundo ignoró a la empleada, pues estaba mirando por el ojo de buey que Julia pasaba por allí sin mirar al interior.
—Debo de habérmelo dejado en el coche —dijo Thomas.
—Me temo que no puede estar aquí sin él —dijo la mujer. Era inglesa, de unos treinta años y ojos duros y combativos. Llevaba un uniforme chillón, maquillaje autobronceador casi naranja, que le hacía parecerse a un maniquí, y el cabello oscuro con mechas doradas.
—Bien —dijo Thomas—. ¿Me da un segundo? Me siento un poco mareado.
Lo miró con repugnancia, como si ya le hubiera vomitado en los zapatos.
—Quizá debería ir al baño —le sugirió.
—Quizá debería darme unos segundos —dijo Thomas. No podía reprimir su indignación por la manera en que lo estaba tratando. Después de todo, pensó, ella no sabía si se encontraba mal de verdad.
—Lo siento, señor —dijo ya sin ninguna educación—, pero si no tiene el pase…
—No puedo entrar en Valhalla —dijo Thomas—. Ya lo he captado. Me voy. En un segundo. Quiero asegurarme de que puedo andar sin… —Se agarró el estómago.
—Puede quedarse un minuto —dijo ella mientras se apartaba con una mueca de asco—. Pero no tengo fregona aquí. Si va a vomitar, deberá hacerlo fuera.
—Es usted la generosidad y compasión personificadas —dijo mientras se alejaba sin dejar de mirar por las ventanas. Julia McBride ya no estaba allí.
Y ahora Thomas tenía una nueva pregunta. ¿Era posible que las pisadas que había oído en las bodegas, el paso cauto que se había intercalado en las enérgicas y tintineantes pisadas de Gresham, hubieran sido de una mujer?
No volvió a ver a Julia, ni en la cubierta, ni en el restaurante que se asemejaba a un vagón para el ganado, ni en el bureau de change ni en las colas que se estaban comenzando a formar para acceder a la cubierta de los coches veinte minutos antes de atracar. Tampoco la vio en el lugar desde el que los trasladaron hasta la estación de tren ni en el mostrador de alquiler de coches Hertz. Había desaparecido.
Thomas no sabía qué le habría dicho si ella lo hubiese visto, o qué le diría cuando se volvieran a ver. Podía tratarse de una coincidencia, pero no le gustaba, y todas las explicaciones plausibles que se le ocurrían resultaban, en distintos grados, perturbadoras.
No soportaba la idea de tener que depender de nuevo de autobuses y trenes. Inglaterra podía ser pequeña, pero estaba densamente poblada, y llegar de «a» a «be» podía resultar extremadamente difícil si ninguna de las dos eran ciudades importantes. Así que alquiló otro coche, pero solo se percató de lo complicado que le iba a resultar manejarlo cuando fue a abrir la puerta del conductor y vio que esa era la del copiloto.
Conducir por la izquierda, pensó. ¿Será tan difícil?
Sí lo era. Había montado en bicicleta en Japón, donde también conducían por la izquierda, pero el examen de conducir japonés tenía una parte escrita famosa por su dificultad, que impedía (había quien decía que de manera deliberada) que los extranjeros pudieran conducir. Debía mirar a ambos lados en cada cruce, sobre todo en esas numerosas y exasperantes rotondas donde todos parecían saber exactamente adónde se dirigían y cambiaban de carril con la discreta luz de sus intermitentes. Thomas dio un par de vueltas antes de coger la salida, y la gente lo pitó cuando interrumpió el tráfico para abandonar la glorieta.
El coche era pequeño, pero los carriles parecían aún más estrechos, por lo que tuvo que concentrarse en que su minúsculo vehículo no se saliera y se metiera en el carril de los camiones y autobuses que pasaban junto a él con centímetros de separación entre sus espejos retrovisores. Tras veinte minutos conduciendo estaba agarrotado por la tensión y se había cambiado al carril de la izquierda para mantenerse alejado de lo peor. Sin embargo, ahí incordiaba a la gente que quería salir de la autopista, así que tuvo que volver al carril del medio, intentando mantener el coche estable y sin pisar demasiado el acelerador.