Si no era capaz de encontrarle sentido a esa visita pronto, regresaría a casa, antes de acabar en la acera, sacudiendo las aletas e intentando respirar.
Thomas se alojó en el Castle Lodge, situado junto a la carretera de acceso al monumento más famoso de Kenilworth. El hotel era una casa grande de ladrillo que quizá en otro tiempo hubiese sido una casa solariega o la torre de entrada del castillo, aunque le daba la sensación de que no tendría más de doscientos años de antigüedad. Solo había traído una bolsa de deporte con ropa, unos cuantos artículos de aseo y un par de libros, por lo que deshizo las maletas en menos de dos minutos.
Había una montaña de folletos de los lugares de interés turístico en el vestíbulo. Thomas cogió algunos que tenían mapas de la zona y salió a dar una vuelta. Estaba nublado, un día gris y húmedo que apagaba el verde de los árboles. Echó a andar hacia el castillo, intentando fijarse en lo que hacía que la campiña inglesa fuera tan diferente de Estados Unidos. Los campos eran pequeños e irregulares, completamente distintos a los maizales del Midwest, acotados en formas que probablemente fueran las mismas que hacía siglos, cercados con nudos de árboles irreconocibles y salpicados de urracas y cuervos. No había ninguno alrededor.
El aparcamiento estaba vacío, a excepción de una furgoneta del Patrimonio Inglés y una bicicleta con una cadena en la valla de madera que rodeaba el perímetro. Thomas giró varios de los mapas de los folletos hasta lograr situar el terreno que rodeaba el castillo, compró la entrada y una guía en una tienda a rebosar de postales y caballeros de plástico con su armadura, y accedió al lugar a través de un amplio sendero y un estrecho puente. Había un arroyo debajo, aunque la guía sugería que había sido bastante mayor. Es más, gran parte del terreno que rodeaba al castillo (en la actualidad, una pradera con alguna que otra vaca desganada) había estado bajo el agua, de modo que el edificio situado sobre la colina había sido una isla fortificada.
Thomas alzó la vista de la guía y comenzó a deambular por entre un par de torres redondas en ruinas, encima de las cuales se cernía el castillo propiamente dicho, un romántico desorden de paredes derruidas con ventanas vacías y torres desiguales, todo ello construido con arenisca rosada y rojiza cálida. Había sido levantado paulatinamente a lo largo de varios siglos, iniciándose a principios del siglo XII, sitiado durante las sombrías guerras medievales hasta acabar deliberadamente en ruinas durante la guerra civil inglesa por las fuerzas parlamentarias, que temían que pudiera acabar siendo una fortaleza de los monárquicos. Comparado con la Torre de Londres, o el castillo que había en Warwick Road, ambos meticulosamente conservados, estos eran los restos de un pasado olvidado y misterioso.
También se trataba de un pasado impregnado de Shakespeare. Thomas se sentó en la base de piedra (llena de pintadas) de una de las entradas, para así orientarse, y las palabras saltaron de las páginas, repicando con el eco de cosas que él había conocido. El rey Juan había sido dueño y señor de ese castillo, al igual que Eduardo I y Eduardo II, quien se vio forzado a abdicar antes de ser terriblemente asesinado, asesinato inmortalizado por un coetáneo de Shakespeare, Christopher Marlowe. El área central del castillo estaba llena de referentes shakesperianos. Una gran parte del edificio principal había sido realizada por Juan de Gante, primer duque de Lancaster y la voz sombría del inminente colapso de la obra Ricardo II, de Shakespeare. Geoffrey Chaucer pudo haber leído en alto sus Cuentos de Canterbury junto a la chimenea de la sala principal…
Thomas venía de una ciudad en la que cualquier cosa que tuviera más de un siglo y medio ya era prácticamente prehistórica. No era de extrañar que se sintiera fuera de lugar.
Esa casa, según la guía, era una porción de la tierra y propiedad por la que Enrique Bolingbroke, hijo de Gante, había regresado de su exilio en Francia el último año del siglo XIV. A su regreso, Bolingbroke se convirtió en Enrique IV, primer rey de la dinastía Lancaster y protagonista de las obras históricas más destacables de Shakespeare. En ellas el hijo de Enrique, el joven príncipe Hal, causa ciertos disturbios en una taberna en Eastcheap con Falstaff antes de comenzar su estudiada salvación, derrotando a Hotspur y siendo finalmente coronado rey Enrique V, a quien Shakespeare llamaba (aunque Thomas nunca había estado completamente seguro de si era irónicamente o no) el espejo de todos los reyes cristianos. A unos cien metros a la izquierda de Thomas, Enrique había recibido el insultante regalo (pelotas de tenis) que le había enviado el delfín de Francia al considerar que estas le eran más adecuadas que la corona francesa que perseguía.
Thomas se maravilló. Siempre había dado por sentado que aquella historia había sido invención de Shakespeare. Era sorprendente que hubiera ocurrido de verdad, y en ese mismo lugar. El insulto había avivado (convenientemente) la marcha de Enrique a Francia y sus decisivas e improbables victorias, primero en Harfleur («Una vez más en la brecha, queridos amigos, una vez más…») y la todavía más improbable victoria en Agincourt: «Nosotros pocos, dichosamente nosotros pocos, nosotros, banda de hermanos…».
Thomas contempló las ruinas vacías y sintió el peso de todo aquello como si se tratara de una parte de su propio pasado.
La zona mejor conservada del castillo había sido construida por Robert Dudley, conde de Leicester y el favorito más destacado de Isabel durante la primera parte de su reinado. Es más, se rumoreaba que quizá fuera a casarse con él, pero la extraña muerte de su mujer (que al parecer cayó por las escaleras y se rompió el cuello) suscitó tan escandalosas especulaciones que la tan políticamente hábil reina se echó atrás. Dudley la invitó allí tres veces y las fiestas y celebraciones de alguna de esas visitas bien pudieron haber sido presenciadas por un jovencísimo Shakespeare en 1575. En esas fiestas todo era esplendor, con el inteligente pero obvio objetivo de persuadir a la reina para que se casara con el propietario de la casa, pero parte de este esplendor llegó a lograr que la diversión regia se tornara en irritación. Ella jamás regresó a Kenilworth y, claro está, nunca se casaron.
Pero El sueño de una noche de verano parecía, en cierto modo, capturar un recuerdo de aquellas celebraciones extravagantes cuando Oberón recuerda a Cupido disparando con su arco a «una hermosa virgen que reinaba en Occidente». Pero la flecha no alcanzaba a la «regia vestal» y caía en una flor que, si se aplicaba sobre los ojos dormidos, hacía que esa persona se enamorara de quien tuviera a su lado.
Deberías traer a Kumi aquí, pensó.
Le gustaría la antigüedad y quietud del lugar. Le gustaría de la misma manera que le gustaba a él y pasearían en lo que aquellos autores del siglo XIX habían denominado un «silencio amigable». Era en esos momentos quizá cuando más felices se sentían: no es que no les gustara hablar, debatir, discutir incluso. Pero había ocasiones en las que simplemente conectaban, en las que les bastaba con estar juntos, compartiendo no exactamente los mismos pensamientos pero sí pensamientos, ideas y sentimientos afines, vinculados por analogía y unidos por la constante presencia del otro. Podían estar leyendo junto al fuego, o embotellando su inconsistente brebaje casero, o preparando pasta con pesto y anchoas mientras escuchaban Fresh Air en la radio. Estaban el uno al lado del otro, sin complicaciones, haciendo sus cosas, pero actuando como si de alguna manera fueran un único organismo, y de tanto en tanto se miraban y sonreían con complicidad. Eso era lo mejor. Así habían sido las cosas al principio y durante los doce últimos meses, tras años de fríos silencios y peleas coléricas, habían comenzado a encontrar de nuevo esos momentos y esas sonrisas. Se imaginó a los dos juntos de nuevo en su cocina, pero no fue capaz de olvidar el recuerdo del rostro inerte de Daniella Blackstone contra la ventana.
Thomas paseó lentamente entre las ruinas, empequeñecido por las asociaciones del lugar, deleitándose en ellas, interrumpido solo por unas grajillas que comenzaron a pelearse, apostadas en partes más elevadas. Llegó hasta el extremo occidental del castillo, desde donde podía contemplarse la campiña. Allí, más allá de los campos que otrora habían sido el lago sumergido donde Enrique V había construido una casa de verano y un jardín, había una casa. No era tan grande ni tan antigua como cualquier otra parte del castillo, pero guardaba cierta dignidad victoriana propia y era fácilmente reconocible por la foto del tabloide que había visto. Era la casa de la fallecida Daniella Blackstone.
Thomas localizó unos muros donde los andamios cubrían un punto que podía haber sido una torre cuadrada de la que prácticamente no quedaba nada. Se metió entre el andamiaje, descendió por el terraplén hasta el sendero que bordeaba la muralla del perímetro y siguió por una carretera sin señalizar que iba en dirección oeste, hacia la casa. Mientras caminaba no dejaba de mirar hacia atrás, embelesado por las ruinas que dejaba tras de sí como si hubiera estado allí en otro tiempo y quedara por ahí algo de él.
Daniella murió en mi casa, pensó. Ahora él estaba visitando la suya. Quizá, solo quizá, se marcharía de allí con una pieza del rompecabezas.
La casa era enorme e impresionante. Probablemente se proyectó como una especie de granja, pero había sido aburguesada y ampliada haría unos cien años. El tejado era muy inclinado y había una especie de torrecilla cuadrada en medio. Mientras esperaba a que alguien abriera, observó el Jaguar azul oscuro con su matrícula amarilla aparcado en el patio delantero de gravilla. Posiblemente fuera de Daniella.
La puerta se abrió y apareció un hombre.
—Hola —dijo Thomas—. Soy Thomas Knight.
El hombre de la entrada (¿un sirviente?, ¿un abogado?) esperó a que dijera algo más y, como esto no ocurrió, dijo:
—¿Disculpe? —Habló en tono cortado. Su boca apenas se movió y sus ojos se posaron inmóviles en el cabestrillo de Thomas.
—Thomas Knight. El periodista…
La puerta empezó a cerrarse.
—No soy periodista de prensa —dijo Thomas a toda prisa—. Estoy aquí por el reportaje que estoy haciendo sobre Daniella Blackstone para el fanzine Thrills.
El guardián del umbral se detuvo y a continuación negó con la cabeza.
—Su agente no le dijo que iba a venir —dijo Thomas como si acabara de percatarse del problema.
—Me temo que no. Soy el administrador de la propiedad de Daniella Blackstone. No puedo dejar que entren los periodistas mientras la casa es inventariada.
—Y obviamente este es un mal momento —dijo Thomas—. Tiene que resultar muy difícil para usted.
La puerta, que había vuelto a cerrarse de nuevo, se detuvo. El hombre se quedó unos instantes pensativo y a continuación volvió a mirar a Thomas. Tendría unos cincuenta años. Su pelo comenzaba a escasear. Llevaba un traje negro que le hacía parecerse un poco a un doliente en un funeral del siglo XIX y, aunque sus ojos eran de un azul gris empañado, su mirada era dura y escéptica.
—Tenía una cita con su agente —presionó Thomas—. Es más, esto es parte de una obligación contractual. ¿Querría llamar al agente para confirmarlo? Puedo esperar.
—¿Qué era lo que pretendía hacer aquí? —preguntó el administrador, moviendo mínimamente la boca, como si estuviera practicando para ventrílocuo.
—Solo echar un vistazo al lugar. Ya sabe, para saber dónde vivía. Ni siquiera iba a hacer fotos —dijo—. Daniella Blackstone era una de las escritoras favoritas de nuestros lectores y nos concedió un par de entrevistas. Volvería en otro momento, pero tengo que regresar a Londres mañana y a Estados Unidos este fin de semana.
—¿Cuánto tiempo necesita? —preguntó el administrador mientras miraba su reloj.
—Una hora debería bastar —dijo Thomas—. Quizá menos.
—Tendría que ir con usted y no tengo tiempo para…
—No se preocupe por mí —dijo Thomas—. Un poco de privacidad estaría muy bien. Ya sabe, probablemente pueda así absorber más: el sentimiento del lugar, ¿me comprende?
—Sin duda —dijo el administrador. No tenía intención de hacer una cosa así—. Puedo darle quince minutos —dijo, echándose a un lado—. Acabemos con esto.
Thomas entró. El vestíbulo era largo y ornamentado, pero lúgubre. Olía a barniz.
—Las dependencias de la señorita Blackstone comprenden el salón, la sala de estar, el comedor y una biblioteca en la planta inferior y las habitaciones, que están en la planta superior. Por favor, no toque nada.
—Naturalmente —dijo Thomas.
Thomas no acababa de cogerle el punto a aquel hombre. Podía tratarse de un mero funcionario, aunque Thomas era incapaz de decir por qué no había relajado su imagen tras la muerte de su señora. Quizá estaba tremendamente afligido y su manera de afrontarlo era vestir de esa manera tan formal. Los británicos no eran exactamente famosos por sus demostraciones de afecto. Quizá había sido su amante y esperaba heredar aquel lugar.
—¿Por dónde le gustaría empezar? —dijo el administrador.
Thomas miró a su alrededor y, casi al instante, un teléfono sonó en otra habitación. El administrador le lanzó una mirada.
—Espere aquí, por favor —dijo y se marchó siguiendo el sonido.
Thomas esperó hasta que estuvo fuera de su vista y a continuación recorrió el pasillo todo lo rápidamente que pudo sin hacer ruido.
Comenzó por la biblioteca. Parecía el lugar lógico, aunque no creía muy probable que fuera a encontrar Trabajos de amor ganados en la «S» de Shakespeare. Lo que sí encontró fue una habitación con una sola butaca, una rinconera y estantes que iban del suelo al techo. Solo había una pequeña ventana que daba a la parte trasera de la casa, a un campo donde había vacas pastando, por lo que la habitación estaba tenuemente iluminada. La butaca parecía desgastada y cómoda, y la alfombra oriental sobre la que se encontraba estaba prácticamente deshilachada en esa parte. Alguien había pasado mucho tiempo allí, en ese mismo lugar y, dada la escasez de mobiliario, lo había hecho a solas. Una única lámpara de lectura se cernía sobre el respaldo de la butaca. Thomas la encendió, pero incluso con la luz del día la habitación parecía sombría, y la lámpara tan solo iluminaba la butaca.
La biblioteca habría sido considerable si hubiese constado de volúmenes antiguos encuadernados en cuero, pero los estantes estaban a rebosar de libros en rústica muy usados de todos los tamaños y colores. Los únicos libros de tapa dura que encontró eran los suyos, colocados en un rincón bajo la ventana, aparentemente sin abrir. Thomas sacó un par y los hojeó. La habitación estaba totalmente en silencio.