Cuando me enteré de que Blackstone estaba buscando un agente lo intenté todo para que me contratara. Yo era un agente desconocido que trabajaba desde su apartamento, pero resultó ser lo que ella estaba buscando. Era una escritora atroz, pero supuse que su nombre vendería los libros suficientes como para sacarme de apuros. Estaba equivocado.
Pero entonces vino a mí con todo ese disparate de la obra de Shakespeare. Afirmaba tener una obra perdida y quería publicarla con rapidez para poder hacer mucho dinero en poco tiempo. Ese era el motivo por el que no quería una agencia grande: la vería demasiada gente. Hablaba de contratos para películas y de una edición con Arden, jactándose de que iba a convertirse en una estrella. Pensé que estaba chiflada. Entonces vi lo que tenía y cambié de opinión. Era auténtica. Lo juro. Ella quería a alguien de confianza para que la examinara y yo le dije a quién conocía. Desconfiaba de los expertos y académicos porque pensaba que le robarían la obra. Lo escogió a usted. Lo siento.
Entonces desapareció. Supuse que me había dejado fuera del acuerdo, pero yo decidí que me lo debía. Me imaginé que el manuscrito estaría en su habitación del hotel, porque portaba consigo toda su mierda: cajas de libros, cedés y otras cosas. Estaba casi seguro de que ella no había hablado aún con usted y pensé que quizá podría decirme lo que le parecía el manuscrito. Quiero decir, puesto que éramos amigos, o algo así, pensé que podría consultárselo. Sé que lo que le hice fue una canallada y lo lamento mucho. Manipulé la página de V. F. L. para que pensara que yo era alguien de fiar.
Pero el manuscrito no estaba allí. Cuando usted llegó a la habitación yo estaba fuera de mí. Entonces me enteré de la muerte de Daniella y todo se fue al garete. Le juro que no he tenido nada que ver con eso. No soy ningún boy scout, pero tampoco un asesino.
En estos momentos estoy escondido, y no solo de la policía. La única manera de salir de esto es que alguien encuentre esa maldita obra. Sé lo que hizo el año pasado en Italia y Japón. Todo lo que ocurrió en las islas Filipinas. El tiroteo de la playa. Averiguó lo que le ocurrió a su hermano. Lo leí. Sé que puede ayudarme. Se lo ruego, señor Knight. Esta empresa es digna de Sherlock Holmes. Si hay dinero implicado, envíeme una comisión y guárdese el resto.
David Escolme
Siento haberle metido en esto, pero ahora es usted la única persona en quien puedo confiar. Reúnase conmigo en el Poets’ Corner a las cuatro de la tarde el jueves 12 de junio.
¿El Poets’ Corner? El único Poets’ Corner que Thomas conocía (de oídas) se encontraba en la abadía de Westminster, en Londres. Thomas miró durante unos instantes a la nada y a continuación abrió el otro sobre. En su interior había un billete con la vuelta abierta a Londres, al aeropuerto de Gatwick más concretamente, y cinco mil dólares en efectivo.
—Esto tiene que ser una broma —dijo. Estaba comenzando a enfadarse. Leyó de nuevo la carta con la mandíbula encajada.
Escolme le había mentido, tendido una trampa, le había dejado con un cadáver en su puerta trasera y luego había hecho que casi lo mataran en su propia casa. ¿Y ahora se suponía que Thomas tenía que juntar todas las piezas para salvarle el cuello? Ya podía ir olvidándose.
Thomas recordó la nota que había puesto en el tablón de anuncios durante la conferencia en el Drake y supuso que, después de todo, había hecho lo correcto. No quería tener ningún contacto con David Escolme. Si lo volvía a ver de nuevo, sería demasiado pronto y si el tipo acababa en la cárcel por el resto de sus días, a Thomas le parecería bastante justo. Escolme ya no era un crío, lo que significaba que Thomas llevaba más de una década sin ser responsable en modo alguno de él.
El teléfono sonó. Thomas lo cogió.
—Soy Polinski —dijo la policía—. ¿Sigue pensando en abandonar el hospital hoy?
—Estaba a punto de salir por la puerta.
—Bien. ¿Puede venir a la playa situada al final de la calle Church?
—¿Vamos de pícnic para celebrar mi alta?
—No —respondió—. Necesito que vea algo.
Su tono fue formal, cortado. Thomas sintió de repente un escalofrío.
—¿Algo? —dijo.
—Creo que hemos encontrado a David Escolme.
—Lo encontró una pareja que había venido a contemplar la salida del sol junto al lago —dijo Polinski.
Había estado en el agua cerca de seis horas, eso pensaban, y llevaba muerto algo más. Había recibido un disparo en el corazón desde una distancia corta con lo que, a todas luces, parecía una pistola del calibre 38.
—¿La misma arma? —preguntó Thomas.
—Es demasiado pronto para saberlo —dijo Polinski—, pero no me sorprendería.
Thomas frunció el ceño. Una hora antes habría recibido a Escolme con una lluvia de insultos, quizá algo más si hubiese perdido los nervios. Aquel tipo lo había usado, se había reído de él y lo había colocado en la línea de fuego, metafórica y literalmente. Pero al verlo en esos momentos, a medio cubrir con una lona y su juvenil rostro pálido, húmedo y contraído, Thomas solo podía ver en primer lugar el vínculo que los había relacionado. Escolme, después de todo, seguía siendo un crío, un crío estúpido. Había hecho algunas tonterías, incluso algunas canalladas, pero no se merecía eso. La ira de Thomas se fue con las aguas del lago y se sintió incomprensiblemente culpable, como si eso fuese lo que había deseado.
Y luego está la nota que dejaste, la que incluía su nombre y el de T. A. G. No hay un shakesperiano en el mundo que no adivinara a qué corresponden esas tres letras…
Thomas se quedó contemplando las aguas con la mano izquierda metida en el bolsillo y la derecha en cabestrillo, para que no se le abriera la herida. De repente se sentía terriblemente cansado.
—¿Existe alguna posibilidad de que haya sido autoinflingido? —oyó que Polinski le decía a un hombre que Thomas supuso que sería el juez de instrucción o el médico forense.
El hombre murmuró dubitativo a modo de respuesta.
—No es un suicidio —dijo Thomas—. Así no solucionaba nada. Todavía estaba inmerso en este asunto.
—¿Y cómo sabe usted eso? —dijo Polinski.
Thomas sintió el sobre con el billete en su bolsillo, pero no lo sacó.
—Es solo un pálpito —dijo—. ¿He acabado aquí?
—Sí.
—¿Necesita que permanezca por aquí?… En la ciudad, me refiero —dijo Thomas—. Me gustaría marcharme.
Polinski lo miró con los ojos entrecerrados.
—Como por ejemplo, ¿adónde?
—No lo sé. —Thomas se encogió de hombros. Evitó su mirada—. Necesito estar… lejos. Le avisaría de mi destino.
—No es sospechoso —dijo Polinski, como si nada—. Estaba bajo vigilancia en el hospital cuando Escolme murió. —Suspiró—. Sí, puede irse. Pero asegúrese de que pueda ponerme en contacto con usted.
Thomas asintió y se dio la vuelta. Comenzó a andar pesadamente por la playa, pero se giró de nuevo para mirar a la policía.
—Polinski —la llamó.
Ella se volvió, protegiéndose los ojos del resplandor de las aguas.
—¿Sabe algo acerca de dónde estuvo Blackstone antes de venir aquí?
—¿Hay alguna razón por la que debiera decírselo? —dijo.
—No —dijo Thomas—. Solo estaba intentando ayudar.
—Tómeselo con calma, señor Knight. Descanse.
Thomas asintió, pero antes de poder darse la vuelta vio que Polinski parecía estar pensándoselo mejor.
—Sabía que era británica, ¿verdad?
—Lo supuse, sí.
—Su pasaporte dice que voló aquí desde París.
—Ah —dijo Thomas, pensando en las botellas de champán de la habitación que había pensado que eran de Escolme.
—¿Le dice a usted eso algo?
—No aún —respondió.
Había sido un error responder así, pues daba a entender que sí podría significar algo en el futuro, que ese caso no había acabado para él, y vio que ella lo miraba detenidamente. Abrió la boca para decir algo pero Thomas hizo como que no la había visto, se despidió con la mano y echó de nuevo a andar por la playa. Se alejó a buen ritmo de allí, con el hombro en cabestrillo, dolorido, aferrándose al billete de avión que llevaba en el bolsillo.
Cuando he visto estropeado por la mano
del Tiempo el brillo de la edad gastada,
por tierra torres de esplendor lejano,
esclavo el bronce de la muerte airada;
cuando he visto que gana el mar hambriento
dominios en el reino de la playa,
y que la tierra quita al mar su asiento,
no habiendo aumento sin que merma no haya;
cuando he visto la mutación de estado
y a la misma grandeza en su estertor,
las ruinas a rumiar me han enseñado
que vendrá el Tiempo a arrebatar mi amor.
Llorar por lo que se pierde: tal la suerte
de esta meditación que es como la muerte.
William Shakespeare.
«Soneto 64»
La abadía de Westminster resultaba sobrecogedora. No era el tamaño del lugar (aquella enorme nave abovedada a rebosar de turistas) ni incluso, estrictamente hablando, su antigüedad. Era la historia que se anunciaba allá donde miraras. A Thomas le parecía imponente hasta el punto de resultar agobiante.
En ese edificio habían sido coronados todos los monarcas de Inglaterra desde Guillermo el Conquistador, en 1066. El núcleo del edificio era bastante más antiguo, una abadía benedictina del siglo X para la que el rey (posteriormente santo) Eduardo el Confesor había mandado construir una iglesia espléndida. Los restos de Eduardo seguían allí, al igual que los cuerpos de incontables monarcas, incluidos los titanes de la época de Shakespeare, Isabel I y Jacobo I. Thomas podía haber encontrado toda esa información en cualquier guía, pero la riqueza de la información (o la historia) invadía las paredes de aquel lugar, de tal manera que aquellos visitantes con una pizca de sensibilidad comenzaban a sentirse como las esbeltas columnas sobre las que descansaban las toneladas de piedra superiores. Era demasiado para asimilar.
Cada centímetro del lugar parecía rememorar a algún dignatario u hombre de estado tiempo ha fallecido, de forma que incluso las tumbas de colosos tales como Ricardo II o Enrique V (a los que Thomas conocía casi exclusivamente por las descripciones de Shakespeare) no producían más que una impresión apagada. La profundidad de la antigüedad, su peso, era diferente a todo lo que Thomas había experimentado con anterioridad. Allí estaban enterrados los científicos Isaac Newton y Charles Darwin; el compositor Händel; los actores David Garrick, Henry Irving y Laurence Olivier; los escritores Aphra Behn y Ben Jonson; el primer ministro William Pitt; el ingeniero Thomas Telford… La lista parecía interminable.
Thomas entró en la capilla de Enrique VII, donde yacía Isabel; su hermanastra católica, María la Sanguinaria; su sucesor Jacobo; y la madre de Jacobo, María, reina de los escoceses, a quien Isabel había decapitado por traición. Caminó lentamente, todavía dolorido por la pelea en Evanston, con el brazo derecho inutilizado. Su velocidad de convaleciente hacía que captara todo con más intensidad. Al salir de la capilla se topó con el trono maltrecho de Eduardo I, usado en todas las coronaciones desde 1309, sorprendentemente estropeado por pintadas e iniciales grabadas, como si fuera una butaca olvidada en el pasillo de alguna escuela.
Thomas se quedó mirándolo, sintiendo el choque de lo extraordinario y lo tristemente familiar. ¿Cómo podía alguien tratar un objeto tan reverenciado con ese desprecio? Pero ¿cómo sentir un respeto reverencial en un lugar en el que cada monumento era superado por algo todavía más grandioso, por un aroma todavía mayor de aquel lejano y mítico pasado?
La abadía era un microcosmos de la propia ciudad, pues cada rincón de Londres rebosaba de historias tan profundas y complejas que producía una sensación vertiginosa. Quizá toda la ciudad fuera así, cada metro cuadrado marcado con las pisadas de reyes y escritores, soldados, políticos, artistas y héroes de todo tipo, desde los sajones, romanos y vikingos pasando por los periodos medievales y renacentistas hasta epopeyas más modernas como la segunda guerra mundial. En ese emplazamiento, o cerca de él, había estado todo londinense desde hacía mil años: reinas, príncipes, nobles, sacerdotes (primero católicos, luego sus equivalentes anglicanos), comerciantes, mendigos, prostitutas… todos en busca de Dios o de la historia, muchos de ellos turistas como él. El rey Jorge II. Oliver Cromwell. Winston Churchill. Jack el Destripador. Casi con total seguridad.
Y Shakespeare.
Thomas se quedó helado.
David Escolme había planeado encontrarse con Thomas allí, más concretamente en el Poets’ Corner, antes de que le disparasen y le arrojasen a las grises aguas del lago Michigan. Ahí estaban enterradas grandes personalidades literarias, desde Chaucer y Spenser hasta Charles Dickens y Thomas Hardy, pero el lugar también estaba lleno de monumentos en memoria de personas que habían sido enterradas en otras partes. Entre ellos se hallaba una estatua muy lograda del siglo XVIII de Shakespeare, ubicada en el muro este. Thomas la observó y se preguntó, no por vez primera, qué demonios estaba haciendo allí.
Escolme se encontraba muerto, así que la idea de celebrar ese encuentro era, en el mejor de los casos, inútilmente sentimental. En el avión que le trajo hasta Inglaterra le había estado dando vueltas a la idea de que alguien apareciera en lugar de Escolme y lo condujera por una procesión de revelaciones a través de las partes secretas de la abadía, al más puro estilo Indiana Jones, pero eso era pura fantasía. Thomas había llegado como el resto de los turistas y allí no había nadie para recibirlo o explicarle qué se suponía que tenía que hacer, o ver, a continuación.
Si Escolme había tenido algo en mente que quisiera enseñarle, Thomas jamás lo encontraría solo, y lo más probable era que su antiguo alumno hubiese escogido aquel sitio simplemente porque se trataba de un lugar que olía a arte y a seriedad: un lugar adecuado para hablar de la historia del manuscrito perdido, y probablemente imaginario, de Shakespeare.
Todo eso ya lo sabía de antemano, así que la pregunta acerca de qué estaba haciendo allí era real y verdadera. No había tenido contacto con Escolme durante prácticamente una década, y cuando su antiguo alumno había vuelto a entrar en su vida, Thomas se había visto obligado a seguir una maraña de mentiras que buscaban atraparlo a él. Que el chaval hubiese acabado muerto no era culpa de Thomas. Se recordó a sí mismo que no le debía nada a Escolme.