Al principio creyó haber oído algo, pero luego se percató de que no había sido un sonido. Era el aire. Podía sentir una levísima brisa subir por las escaleras y el aroma embriagador e inconfundible de la floreciente planta de tabaco junto a la puerta. Permaneció quieto, escuchando y pensando.
Había alguien en la casa.
Durante un instante no pudo pensar en nada. Cualquier otro día habría creído que la mejor manera de ahuyentar a un vulgar ladrón era hacer ruido. Pero no ese día. Si había alguien abajo, no era un vulgar ladrón que pretendiera sustraerle su equipo de música y su televisión…
Esto era algo diferente. Algo mucho peor.
Thomas se dirigió ruidosamente hacia el baño, abrió la puerta, entró y abrió el grifo del agua fría. Cerró la puerta, dejando que se golpeara con estrépito en el silencio de la noche. Entonces, mientras el sonido del agua corriendo se extendía por toda la casa, se dispuso a regresar con muchísimo cuidado a su dormitorio, y al teléfono.
La casa era vieja y el suelo crujía, pero Thomas llevaba viviendo allí el tiempo suficiente como para conocer los puntos delatores, por lo que regresó a su habitación sin hacer el menor ruido. Ya casi había cogido el teléfono cuando oyó el crujido de la madera bajo la presión de unos pasos.
Las escaleras, pensó. Está subiendo…
Thomas no tenía un arma, pero sospechaba que quienquiera que estuviera subiendo las escaleras con tanta seguridad sí podía tener alguna. Cogió el teléfono, pero sabía que por mucha prisa que se diera, la policía tardaría en llegar más tiempo del que tardaría el intruso en oírlo y matarlo.
Tenías que haber pensado en poner un sistema de alarma antes, pensó.
Solo tenía una ventaja: el grifo abierto. Miró alrededor de la habitación, buscando algo que pudiera servirle de arma. La lámpara de la mesilla de noche era demasiado frágil. Contempló la ropa en el suelo y las pilas de libros. Nada. Entonces oyó como crujía el último escalón. El intruso estaba ahí, junto a la puerta abierta del dormitorio, al lado del baño. El sonido del grifo podía ahogar cualquier posible movimiento de Thomas, pero tenía bloqueadas las escaleras y no había otra manera de bajar.
Thomas estiró los brazos y agarró los extremos inferiores del edredón. A continuación salió al rellano.
Había un hombre junto a la puerta del baño, de espaldas a Thomas y con una pistola en la mano. Su cabeza parecía más grande de lo normal, pero para cuando Thomas se percató de ese detalle ya estaba abalanzándose sobre él y lanzándole el edredón sobre su cabeza.
El hombre se volvió y gruñó sorprendido cuando Thomas lo cazó, rodeándolo con sus brazos para inmovilizarlo con el edredón.
La pistola restalló con fuerza y una ráfaga de plumas salió volando del edredón. La bala hizo añicos la ventana del pasillo y resonó en los oídos de Thomas. Su primera reacción fue apartarse del arma.
¡No retrocedas!, le gritó su cerebro.
Si vacilaba, estaba muerto.
Sujetó fuertemente con los brazos al intruso mientras este intentaba zafarse. Cuando creyó saber dónde estaba la cabeza del intruso, comenzó a darle cabezazos. El edredón amortiguó los golpes, pero notó la dureza e irregularidad de su cabeza, como si llevara algún tipo de máscara o casco. Thomas retrocedió y recibió un codazo en las costillas. A continuación el arma se volvió hacia él y, mientras Thomas luchaba por sujetar el brazo que la blandía, esta se disparó dos veces. En un espacio tan reducido los disparos resonaron como los de un cañón, y ese estruendo a punto estuvo de hacer que Thomas perdiera el equilibrio, pero no le había acertado, y eso era lo que importaba.
No me ha alcanzado, pero estoy exhausto.
Thomas era un hombre grande y no estaba en mala forma, pero el hombre de la pistola era más fuerte. Unos segundos más y no sería capaz de mantener esa arma alejada de su rostro. Canalizó toda la energía que le quedaba hacia el centro de su pecho, como si estuviera apretando un resorte situado en los músculos de su espalda y en sus hombros. Entonces, con un grito, se abalanzó hacia delante, empujando cual topadora. Thomas soltó el brazo que sostenía el arma (no le quedó otra opción), pero el intruso no pudo apuntarlo porque el impulso le hizo perder el equilibro y caer por las escaleras.
El intruso cayó, perdiendo el edredón en la caída, y la pistola se le enganchó en el pasamanos, arrancándola de sus dedos. El arma fue a parar al pasillo de la planta baja y golpeó contra el suelo de madera. Mientras, Thomas comenzó su apresurado descenso. La ventana del salón conformaba un rectángulo con la luz de la calle en el mismo punto en que había caído el intruso, y Thomas pudo ver entonces por qué la cabeza de ese hombre le había parecido tan desproporcionada. Llevaba un equipo de visión nocturna: una serie de correas unidas a lo que parecían unos binoculares.
Tal descubrimiento alarmó a Thomas y aflojó el paso. Si ya antes no había tenido ninguna duda, ese detalle lo dejaba todavía más claro: no se trataba de un matón callejero que estaba buscando algo con que pagar su próximo chute. Ese tipo era un profesional. Todo estaba relacionado: Blackstone, Escolme, el intruso del patio. Thomas no sabía qué estaba ocurriendo, pero ese hombre formaba parte de aquello, y no era nada bueno.
Y el intruso podía ver. Lo que significaba que encontraría su arma en cuestión de segundos…
La mano derecha de Thomas tanteó la pared y dio con un interruptor. Encendió la luz del pasillo y el intruso se estremeció. Al menos en esos momentos estaban en igualdad de condiciones. Thomas vio entonces dónde había caído el arma, y calculó que tenía las mismas posibilidades de cogerla que el tipo que la había llevado a su casa. Pero para ello tendría que pasar primero por encima del intruso.
Thomas bajó las escaleras como un rinoceronte a la carga, pero el intruso se mantuvo en su sitio y, solo cuando era ya demasiado tarde para frenar, Thomas vio el destello del acero en su mano: un cuchillo de combate, sacado de Dios sabe dónde. Lo atacó con él y Thomas sintió que se le abría una herida a lo largo del brazo. La herida quemaba como si el cuchillo estuviera al rojo vivo, lo que le hizo retroceder. Seguía un par de peldaños por encima de su atacante y su instinto le decía que lo pateara con toda la fuerza que pudiera.
Su pie desnudo impactó en un lateral de la cabeza del intruso, tumbándolo en el suelo. Thomas sintió que le bajaba la sangre por el brazo y se abalanzó sobre el hombre postrado.
El intruso realizó un movimiento ascendente con el cuchillo y Thomas se echó a un lado, arrepintiéndose al instante de su ataque. La hoja del cuchillo cortó el aire y Thomas cayó junto al individuo. En menos de un segundo estaba poniéndose a toda prisa de pie, buscando desesperadamente el arma.
Estaba casi metida bajo el sofá del salón, junto a la chimenea. Dio dos zancadas y se abalanzó sobre él. Cogió el arma y se volvió, apuntando con ella a la puerta abierta.
Entonces volvió la oscuridad. El intruso había apagado las luces. Thomas permaneció allí con la pistola apuntando a la entrada del salón, esperando.
Durante unos instantes, nada ocurrió, y entonces una oscura masa borrosa atravesó la habitación. Thomas vislumbró como la boca de otra pistola (más pequeña, un revólver) despedía una llama de un brillante blanco amarillento. Se produjo otra detonación. Thomas respondió a ciegas, apretando el gatillo dos veces. Solo entonces fue consciente de que había sido alcanzado.
Primero fue la conmoción, después el dolor. Ambos lo sorprendieron por su intensidad. La bala había impactado en su hombro derecho. No sabía si lo había atravesado o si seguía alojada allí, pero mucho se temía que le había roto la clavícula. Se desplomó contra la pared y se preguntó (absurdamente) si no estaría manchando la pintura con la sangre. No iba a morir, no a menos que aquel hombre regresara para rematarlo. No esa noche. Independientemente de los daños que la bala le hubiera causado, no había flemas, ni perdida de aire, lo que significaba que no le había afectado a nada serio. Solo estaba el dolor.
Bueno, eso está bien, pensó. Tan solo el abrasador, rugiente y enloquecedor dolor. Tres hurras por mí. Hip hip…
Tenía que llegar a un teléfono. El único que había en la planta baja era el de la cocina. Se hallaba a tan solo unos metros de allí, pero no le gustaba la idea de tener que arrastrarse por el pasillo a oscuras. No sabía dónde se encontraba ese hombre, ni en qué estado. Thomas había disparado dos veces. La automática era grande y pesada, una nueve milímetros, creía. Si le había alcanzado algún disparo, el intruso podía estar muerto o moribundo. O allí sentado, esperando a ver si sales a rastras del salón para poder rematarte.
Thomas escuchó, pero no oía nada más allá de su propia respiración. ¿No le costaba cada vez más respirar? Tomó aire y sintió una punzada de dolor, no en el hombro que había sido alcanzado, sino más abajo, más en el centro. Respiró de nuevo y el dolor regresó. La respiración también era débil, como si estuviera intentando tomar aire a través de una pajita.
Quizá estés conmocionado, pensó.
Tenía las manos y el rostro fríos y húmedos y estaba sudando más de lo que la pelea hubiera merecido. Pero era su respiración lo que le preocupaba. Era rápida y superficial y cada vez parecía costarle más. También notaba que su cuerpo estaba relajándose a pesar del dolor y se hacía más pesado, como si estuviera siendo arrastrado por una marea oscura y cálida.
Dormir, pensó. Es todo cuanto necesito. Descansar.
Parpadeó. A continuación cerró los ojos.
Luchó por recuperar la conciencia. Abrió los ojos y respiró profundamente, tanto que sintió que algo se le rompía en el pecho. No le llegaba aire suficiente. Intentó respirar de nuevo, y entonces lo supo. Sus pulmones no estaban funcionando bien.
Algo no marchaba correctamente. Su alivio por estar solamente dolorido había sido prematuro. Los pulmones se le estaban llenando de sangre. Si no lograba llegar hasta el teléfono en los próximos minutos, moriría. Quizá aunque lograra llegar.
Thomas se apoyó sobre su costado y giró hasta ponerse de rodillas. Con cuidado, conteniendo el dolor de su hombro, comenzó a arrastrarse hacia la puerta, todavía con la pistola en la mano. No sabía cuántas balas quedaban ni tampoco cómo comprobarlo, pero aun así siguió con ella. Si el intruso permanecía allí, quería tener una oportunidad de hacerle frente. A decir verdad, sabía que a menos que ese tipo ya estuviera muerto o se hubiera marchado, no tendría ninguna. Apenas podía moverse y dudaba mucho que pudiese levantar el arma y apuntar con ella. No tenía fuerza en el brazo derecho, por lo que se había cambiado el arma a la izquierda, pero sabía que por muy mal que disparara con la derecha, con la izquierda iba a ser mucho peor. Se le vinieron a la cabeza aquellos bateadores ambidiestros que podían lograr home runs desde ambos lados del home…
Eso es, pensó. Piensa en los Cubs. No pienses en el dolor. No pienses en los pulmones. Imagina que estás en Wrigley…
Su respiración ya no era tal, sino inhalaciones y exhalaciones leves y jadeantes. Cada una de ellas le provocaba un gran dolor en el pecho. Estaba empeorando. Llegó a la puerta y se asomó al oscuro pasillo, sosteniendo por delante la pistola como si pudiera serle de ayuda.
No había ni rastro del atacante.
Esa era una buena noticia. La mala era que quedaban otros cinco metros hasta la cocina y al menos esa distancia hasta el teléfono, que estaba colocado en la pared. Apenas si podía arrastrarse. No iba a ser capaz de ponerse en pie y coger el auricular.
Zambrano está en el montículo del lanzador, pensó. Derrek Lee sigue en buena forma y Mark DeRosa está en su mejor momento… Aún hay esperanza.
Pensó en Kumi y en la segunda oportunidad que se les había presentado para rehacer sus vidas. Tras todo ese tiempo separados, quizá pudieran intentarlo de nuevo, y nada en los últimos diez años había sido tan bueno como esa frágil verdad. Comenzó a arrastrarse otra vez. El dolor iba a peor. No iba a conseguirlo.
Avanzó un metro. Luego otro. Cuando llegó a la puerta las fuerzas lo abandonaron y se desplomó sobre la parte en que la madera se unía a la fría losa del suelo de la cocina. Estaba empezando a temblar y el deseo de quedarse donde estaba y dormir como si tuviera una resaca terrible había vuelto.
Túmbate, pensó. Relájate. Dormir un poco no te hará daño.
Se puso a gatas de nuevo como si acabara de hacer cientos de flexiones. El hombro le dolía horrores y tenía el brazo combado, pero logró estirarlo. No entraba demasiada luz por la ventana (la ventana donde había visto el rostro sin vida de Daniella Blackstone, implorándole que la dejara entrar), pero estaba seguro de que la piel de sus manos se estaba volviendo cianótica.
Esto no pinta nada bien, pensó.
Y el teléfono estaba a miles de kilómetros, lejos de su alcance. Tenía los ojos llenos de lágrimas, aunque no sabía muy bien si era una reacción física o emocional. Avanzó un poco más y se desplomó junto a la nevera. Con grandes dolores logró darse la vuelta y colocarse boca arriba, intentando coger aire, sintiendo que la habitación empezaba a dar vueltas.
Solo un poco más, pensó.
La inconsciencia se acercaba a él con su asfixiante abrazo. La apartó de su mente, como si estuviera espantando cuervos, y se asomó por el lateral de la nevera.
Había una escoba, uno de esos viejos modelos con paja trenzada, igual a una que habían tenido sus padres.
Intentó cogerla, primero con la imaginación, después con la mano izquierda. No llegaba, por lo que tuvo que estirarse centímetro a centímetro, alzando la espalda y desplazándola hacia la derecha, cual serpiente de cascabel agonizante. Estiró la mano de nuevo, pero todavía le faltaban unos centímetros.
Ya no queda mucho.
Se estiró y retorció de nuevo y en esa ocasión sus dedos tocaron las gruesas cerdas de la escoba, tiró de ellas y la escoba cayó encima de él. El mango impactó en la losa y sonó como si acabaran de descorchar una botella de champán.
Aún no estoy muerto.
Apoyando el extremo del mango en su mano derecha inerte, usó la izquierda para empujar el cepillo hacia arriba, hacia la encimera. Empujó con fuerza, como si de una lanza se tratara. Nada. Lo intentó de nuevo. Nada. Gritó y la lanzó hacia arriba una vez más.
En esta ocasión oyó el golpe del teléfono al caer al suelo. Agitó la mano izquierda, lo cogió y pulsó el botón para hablar. Con la poca capacidad de concentración que le quedaba pulsó a ciegas el teclado, murmurando mientras lo hacía: