Lo que devora el tiempo (18 page)

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Authors: Andrew Hartley

Tags: #Intriga, #Narrativa

Quizá lo fuera. Había cosas peores. Como si quisiera celebrarlo, bajó hasta el río y se sentó bajo la sombra de un viejo sauce para contemplar las aguas, pensando vagamente en las frases escritas por un hombre que podía haber estado en este mismo lugar mientras las escribía.

Hay una loma en que florece el tomillo,

brotan las violetas y los ciclaminos,

pergolada de fragante madreselva,

de rosales trepadores y mosquetas…

Y pensando en ello se tumbó y se quedó dormido durante una hora, mientras los cisnes chapoteaban en la orilla como llevaban haciendo desde tiempos inmemoriales.

Capítulo 33

El Dirty Duck era toda una institución en Stratford. Su nombre oficial era The Black Swan (o al menos ese era el nombre del restaurante) y había sido frecuentado por actores desde los tiempos de David Garrick, si había que hacer caso a lo que decía la guía que había comprado. Thomas se mostraba escéptico. ¿De veras? ¿Stratford no había sido una ciudad más bien de teatro en los tiempos de Garrick? Aun así, el lugar parecía lo suficientemente antiguo. Daba a Waterside y desde allí también se divisaba el Avon; un edificio de madera y ladrillo como otros cientos más que ya había visto en la Inglaterra rural, pero envuelto en un aura bohemia de aspiraciones y expectativas. Quizá se encontrara al entrar con Ian McKellen o Judi Dench tomando lo que los ingleses llamaban «media pinta» tras la representación, o quizá se sentara donde Richard Harris, Peter O’Toole y Richard Burton habían competido para ver quién bebía más…

Thomas llegó pronto y pidió una pinta de Old Speckled Hen. Pagó con un billete de diez libras y le devolvieron un puñado de monedas como cambio. Sus bolsillos ya estaban llenos de ellas, como si estuviera coleccionándolas. Solo había usado billetes hasta el momento porque le resultaba más fácil leer la cantidad, porque rebuscar entre monedas extrañas le hacía sentirse como un turista y porque todo era tan endemoniadamente caro que intentar usar aquellos peniques era una estupidez.

El lugar estaba tranquilo (solo había un par de grandullones en el patio y una familia casi silenciosa de cuatro personas en un rincón), aunque el camarero le aseguró que se llenaría tan pronto terminara la función de tarde.

—Habrá visto muchos rostros conocidos a lo largo de los años —dijo Thomas—. Probablemente podría escribir un libro.

—Probablemente —dijo el camarero en un tono que indicaba que nunca lo haría. Estaba secando un vaso con una toalla blanca, pero su mirada estaba fija en Thomas.

—¿Estadounidense?

—Así es.

El camarero asintió como si fuera lo habitual.

—¿Profesor de Shakespeare?

—No —dijo Thomas.

—Sin embargo, no solo es un turista, ¿verdad? No ha venido aquí para estar solo.

—He quedado con un amigo —dijo Thomas. Y añadió por capricho—: Lo cierto es que soy de Chicago, y estoy investigando la muerte de Daniella Blackstone, la novelista.

El camarero dejó de secar el vaso y sus ojos se abrieron de par en par, llenos de interés.

—¿De verdad? —preguntó.

—Supongo que este sitio está demasiado alejado de Kenilworth como para ser un local que frecuentara —dijo Thomas.

—Vino una o dos veces —dijo el camarero, alegre de no tener que hablar de actores—. Pero no creo que fuera una persona que permaneciera mucho en su ciudad. Las presentaciones de libros y las entrevistas le hacían viajar por todo el mundo.

Cuando habló puso la mirada en blanco y su voz sonó un tanto amarga y áspera. Thomas se limitó a asentir.

—Aun así —dijo—, supongo que tendría sus razones.

—¿Para qué?

—La fama, el glamur… creo que necesitaba llenar un vacío.

Usó la frase como si la hubiera oído en la radio o leído en alguna parte.

—Se refiere a Alice —dijo Thomas—. Su hija.

—Quizá —dijo el camarero. Se limitó a asentir como si no quisiera continuar más con el tema—. Ya sabe, la tragedia hace que la gente se comporte de manera extraña.

—¿Qué ocurrió exactamente? —preguntó Thomas, haciendo hincapié en la palabra «exactamente», como si supiera todo salvo los detalles.

El camarero se inclinó hacia delante.

—Tenía dieciséis años —dijo—. Imagínese. Perder a una hija con esa edad. Trágico —dijo—. Terriblemente trágico.

—Fue un accidente de tráfico, ¿verdad? —dijo Thomas.

—Un incendio —le corrigió el camarero—. En el instituto. Cinco chicas se encontraban en el salón de actos una tarde después de las clases. Todas eran chicas de aquí, estudiantes del instituto, salvo una. Se produjo un incendio y no pudieron salir. Todas murieron. El peor suceso de este tipo desde la guerra. Recuerdo las imágenes que emitieron las televisiones. Bueno, después de eso… ¿Quién sabe lo que algo así puede hacerle a una madre?

—¿Cómo comenzó el incendio?

—Llevaban produciéndose una serie de incendios en la zona. Edificios vacíos. Tres o cuatro durante los meses previos. Vándalos. Delincuentes. Niñatos aburridos sin nada que hacer. Los colegios son siempre un objetivo para gamberros como esos. Salvo que esa vez sí había gente dentro. No tendrían que haber estado allí. Nadie lo sabía. Lo descubrieron cuando encontraron los cuerpos. Como ya le he dicho, muy trágico.

Thomas asintió y contempló su cerveza, incapaz de pensar en algo más que decir.

—¿Se ha muerto alguien por aquí? —dijo Taylor Bradley alegremente.

El camarero lo miró con frialdad y Thomas se unió a Bradley.

—Hola —dijo—. ¿Qué tal la obra?

—No estoy seguro —respondió Taylor—. En general bien, creo, pero necesito reposarla. Ha tenido algunos momentos realmente maravillosos, y el actor que interpretaba a Lear era increíble, pero ha habido partes de la obra que no se han reflejado en la representación.

El camarero puso la mirada en blanco de nuevo, pero Taylor no se percató.

—El bufón no me ha gustado nada —dijo—, aunque sé que es un papel difícil. Me ha gustado Cordelia: tenía agallas. Con bastante más personalidad de la que se suele ver. Al principio estaba claramente enamorada del duque de Borgoña, por lo que casarse con el rey de Francia le resultó muy duro. Buen detalle.

Thomas había olvidado que Taylor Bradley era un hombre de representaciones teatrales. Recordó que solía entrar en el despacho polvoriento y asfixiante que tenían en la planta baja de la facultad de filología inglesa, despotricando o hablando extasiado de lo que había visto en el American Repertory Theatre o en el Huntington. Cuando hablaba de teatro volvía a la vida. Su retraimiento desaparecía y sus ojos brillaban de emoción. Una buena representación lo llenaba de felicidad; una mala, de virulencia. Thomas lo animó a que se lo contara como hacía antes y disfrutó de la manera en que le entusiasmaban esos detalles de una representación que pasaban desapercibidos para la mayor parte del público.

Thomas sonrió y le dio un sorbo a su cerveza.

—No me digan que les ha gustado —dijo una voz divertida tras ellos.

Julia McBride, con su mirada irónica, estaba abriéndose paso entre la repentina multitud que se agolpaba en esos momentos en el bar.

—No la vi —dijo Thomas—. Taylor sí. Conoce a Taylor, ¿verdad?

—Está en el instituto, ¿sí? —dijo—. El entusiasmo por representaciones así podría hacerle acabar entre barrotes.

Taylor se echó a reír.

—He de deducir que no le ha gustado —dijo Thomas.

—Ha sido espantoso —dijo ella—. A menudo me pregunto si esos directores han leído una sola palabra de los estudios sobre Shakespeare. ¿Cómo puede malinterpretarse de esa manera la política del poder en una obra como El rey Lear?

—Estaba diciendo —dijo Taylor—, que parecía una versión más doméstica de la obra.

—Si maldecir a tus hijas con la esterilidad (momento que, por cierto, han malinterpretado por completo) es su idea de la domesticidad, recuérdeme que nunca me establezca con usted. Soy Julia McBride, por cierto. ¿Está ocupado este asiento?

—Creo que se lo ha ganado —dijo Thomas.

Alonso Petersohn estaba también abriéndose paso entre la muchedumbre, sosteniendo contra su pecho lo que parecía un gin tonic en una mano y un cóctel oscuro en la otra.

—Aquí, Al —le indicó Julia con la mano.

Petersohn asintió y siguió avanzando, intentando apartar a la gente mientras murmuraba todo el tiempo «Disculpe, por favor». No estaba logrando avanzar demasiado. De repente la gente se apartó y Thomas vio a Angela y al permanentemente enfadado Chad, los estudiantes de doctorado de Julia. Chad intentaba avanzar por el bar con su pinta de cerveza en lo alto, y Petersohn lo seguía a la zaga. Taylor miró a Thomas y le hizo una mueca.

—Parece que estamos todos aquí —dijo Thomas.

—Sí, ¿verdad? —dijo Julia.

Su sonrisa era en esos momentos un poco compungida, o era su intención que lo pareciera. Sus ojos sí tenían aquel brillo de diversión tan habitual en ellos, por lo que su expresión irónica seguía ahí. Thomas se preguntó qué le respondería si se le insinuara abiertamente, pero apartó ese pensamiento de su mente.

Petersohn estaba estrechándole la mano a Taylor.

—Creo que lo vi en Chicago —dijo.

—¿Estuviste en el Drake? —le preguntó Thomas a Taylor—. ¿Por qué no me buscaste?

—No sabía que estabas allí. —Se encogió de hombros—. Además, habíamos perdido el contacto.

—Cierto —dijo Thomas y alzó su vaso—. Es hora de ponerse al día.

Chocaron las pintas y bebieron.

Chad observaba con un ligero desdén en su rostro. Julia también se hallaba expectante, divertida pero igual de interesada. Thomas vio que esta lo miraba, le sonrió y entonces se percató de que estaba jugueteando con su anillo de bodas. Dejó quietos los dedos. Cuando alzó la vista, ella había desviado su atención a Petersohn que, inclinado, hablaba con Taylor:

—Bueno, resulta obvio que si usted piensa que el propósito de las obras es comunicar —dijo como si nadie pudiera ser tan estúpido—. O cree que el narrador es un personaje en vez de un nexo discursivo generado a partir de las energías de la clase y el lenguaje…

Thomas abrió la boca para hablar, pero optó por beberse su cerveza. Taylor no pudo quedarse callado.

—¿Cree que Cordelia es un «nexo discursivo»? —dijo con incredulidad—. ¿Qué demonios es eso? Es hija, princesa, prometida, hermana…

Petersohn tan solo se rió.

—Esa es una proyección romántica sobre una intersección textual —dijo.

—¿De qué está hablando? —dijo Taylor con estridencia. Se volvió hacia Thomas—. ¿De qué está hablando?

Thomas se limitó a sonreír y alzar las manos. Eh, yo no soy de los tuyos.

—Estoy diciendo que tratar a Cordelia como si fuera una persona es malinterpretar la naturaleza del texto dramático moderno temprano —dijo Petersohn.

—Pero ella estaba allí, en el escenario —dijo Taylor, señalando con el dedo índice la mesa como si toda la obra estuviera representada en miniatura ante ellos—. Es una persona que piensa, que siente…

—Pero, claro está —añadió Julia—, en el teatro moderno temprano ni siquiera habría sido una mujer, sino algún joven con un vestido…

—¿Y? —protestó Taylor—. Eso no cambia nada.

Y así prosiguieron. Thomas se recostó sobre el asiento y observó y escuchó que clamaban y se recriminaban entre sí, envidioso y aliviado por momentos por el hecho de no tener que participar. La discusión lo dejó atrás con rapidez, y aunque sí comprendió lo esencial de algunos aspectos, la mayor parte del tiempo estuvo sumido en la oscuridad. Observó a Chad, percatándose de cuánta ansiedad había bajo aquella hosquedad, y fue entonces consciente de que para los estudiantes esas reuniones eran entrevistas con una cerveza. Tampoco es que fueran a ser la base de su trayectoria profesional, pero sin duda podían ayudar o dificultarla. Allí, en Stratford, rodeado de los mismos rostros que en el Drake de Chicago, recordó lo estrictamente reducido que era el mundo académico. Todos se conocían. Si no te conocían suficientes personas, no eras nadie.

Probablemente la razón por la que Taylor trata con algunos de los nombres más importantes de su campo, incluso a pesar de ser consciente de que lo tachan de reaccionario.

Al menos lo recordarán. Thomas no estaba seguro de que aquella estrategia fuera a funcionar. Si pensaban que estaba atrapado en el siglo XIX, si lo consideraban cercano a esas ideas desfasadas que Julia denominaba «humanismo», entonces ese tipo de reacción podía hacerle más mal que bien, por muy interesante que pudiera resultar. Quizá había bebido demasiado.

—Thomas, ¿qué vas a tomar? —le preguntó Taylor en ese momento.

—Lo mismo, por favor.

—¿Julia? —dijo Taylor.

—Oh, no. Debería parar.

—Tonterías —dijo Taylor con un gesto de lo más comunicativo. Estaba un poco perjudicado por la cerveza y resuelto a ser el alma de la fiesta—. Vamos, mi paloma —dijo—. ¿Otro Beso de chocolate?

A Thomas le pareció que Julia vacilaba durante un segundo, y hubo algo glacial en su mirada, como si no le gustara que la presionaran, o como si pensara que la estaba tratando con demasiada familiaridad.

—Vamos, Julia —dijo Petersohn—. Una copa más no va a matarla.

—Muy bien —dijo ella.

Taylor aplaudió y a Thomas le dio la sensación de que los ojos de Julia se posaban pensativos sobre él.

—Solo una más —dijo.

—«¿Crees que por ser virtuosa —dijo Taylor medio en broma—, ya no habrá condumio ni cerveza?»

Julia se rió por la cita, pero apartó la vista casi inmediatamente, como si quisiera recomponer sus pensamientos, y Thomas notó que algo había pasado entre ellos, algo que nadie más había visto. Solo Chad pareció percatarse y miró a uno y a otro, hasta que Angela le puso su mano menuda en el brazo, atrayéndolo así de nuevo a la conversación.

A Thomas le pareció que la joven estaba inquieta, asustada incluso.

Capítulo 34

Ya era bastante de noche cuando Thomas se subió al autobús de Warwick, pero no era un problema. Solo tenía que esperar a la última parada antes de cambiarse al de Kenilworth. Se subió a la planta superior, por eso de la novedad, pero estaba demasiado oscuro como para ver nada, y subir las escaleras mientras el autobús giraba era ya aventura suficiente para una noche.

No habría visto a aquellos dos hombres si el autobús de Kenilworth hubiera sido puntual. Tenía cuatro minutos que matar hasta que las puertas se abrieran, tiempo más que suficiente para reconocer a los dos grandullones que habían estado sentados en el patio del Dirty Duck. Probablemente habían permanecido en el piso inferior del autobús, pero Thomas no los había visto hasta ese momento, y lo cierto era que solo les había prestado atención porque uno de ellos estaba fumando, a pesar de todos los carteles de prohibición que había en la estación de autobuses.

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