Había mucho más, claro está, el caballero español don Armado y el pedante Holofernes, pero el argumento de la obra era bastante ligero, y el deleite para el público original tuvo que haberse hallado fundamentalmente en las bromas, las poses verbales y los juegos de palabras a los que Samuel Johnson pensaba que Shakespeare era morbosamente adicto. Era una de las primeras obras de Shakespeare, según la introducción de esa edición, aunque los expertos parecían no ponerse de acuerdo en la fecha exacta: no era posterior a 1595, sino posiblemente de finales de 1580, lo que la colocaría entre los primeros intentos como dramaturgo del autor. Incluso aunque la fecha se acercara más a 1595, seguía siendo anterior a cualquiera de las comedias de Shakespeare, a excepción de La comedia de las equivocaciones, Los dos hidalgos de Verona, La fierecilla domada, e, incluso, El sueño de una noche de verano. Pudiera considerarse o no prueba válida para datar el texto, a Thomas le parecía que el lenguaje y la caracterización de la obra eran diferentes a cualquiera de las otras, sobre todo a La comedia de las equivocaciones, que era todo argumento, y a El sueño de una noche de verano, que parecía en su conjunto una obra más rica e imaginativa. Trabajos de amor perdidos, con su emplazamiento y temática expresamente cortés, parecía una ingeniosa variación sobre un tema conocido, el amor cortés, aunque tal ingenio iba más allá de las conversaciones e imágenes para suscitar serias cuestiones acerca de la validez de toda aquella empresa.
El final, después de todo, resultaba de lo más sorprendente, oscuro y sin cierre. Thomas no recordaba ninguna otra comedia romántica de ningún periodo en el que la pareja o parejas centrales fracasaran tan estrepitosamente en su unión. La afirmación de la princesa de haber recibido el cortejo de los caballeros como un mero divertimento, algo que les había ayudado a pasar el rato pero que carecía de valor real y nada tenía que ver con el amor verdadero, era extraordinaria. Era como si, con la muerte de su padre, ella y sus damas se hubieran desplazado a otro género y los hombres no supieran cómo adaptarse. Al rey y sus amigos se les había negado lo que, en la comedia romántica, tan fácilmente se concede al final: la promesa de una relación que el público jamás llegará a ver.
«Ahora que ha llegado el instante supremo, concedednos vuestro amor», dice el rey de Navarra, que aún no asume que su petición de mano ha sido rechazada, mientras el séquito de la princesa prepara todo para su marcha.
La princesa responde: «Nos parece todavía muy breve el tiempo para pactar un contrato a perpetuidad».
Y eso era todo. El final.
Salvo que, claro está, no era el final. A Thomas le resultó imposible leer el final sin imaginar qué ocurriría en Trabajos de amor ganados, sin duda la conclusión romántica a la que la obra previa se había resistido. Nunca antes, desde que le habían mencionado por vez primera esa idea, Thomas había estado tan seguro de la existencia de esa continuación, y creer en ello suponía en cierto modo creer que todavía existía.
Pero incluso mientras notaba la excitación y emoción de tal pensamiento, se preguntó si la obra no sería mejor con la sombría inconclusión de Trabajos de amor perdidos, por poco romántica y convencional que fuera.
Menos convencional, más parecida a la vida, pensó Thomas, rememorando brevemente su reciente discusión con Kumi. Que es menos una discusión que una etapa en un compromiso táctico mayor cuyo desenlace podría estar más cerca del de Trabajos de amor perdidos que del de cualquier continuación más esperanzadora…
Thomas alzó la vista y vio al otro lado del río a dos personas manteniendo una conversación. No les habría prestado más atención de no ser porque la mujer, que parecía tener al menos sesenta años de edad, había gritado de repente «¡No!» con sorprendente ferocidad. Tenía el cabello oscuro, largo, descuidado, con mechones canos, y sus oscuros ojos parecían estar a punto de salírsele de las órbitas. Mientras Thomas la observaba, esta comenzó a despotricar, gesticulando y señalando al hombre, que estaba de espaldas a Thomas y al río, aunque no fue capaz de oír lo que le estaba diciendo. Parte de la perorata era tan medida y rítmica que Thomas llegó a pensar que podría tratarse de la representación de una escena de una obra, de no ser porque la mujer parecía totalmente fuera de control. Agitó las manos y señaló al hombre (más bien una puñalada con su huesudo dedo) y Thomas pensó que le estaba profiriendo largos insultos.
—¡Venenoso sapo jorobado! —le pareció oír que gritaba.
O quizá lo había imaginado porque, de ser así, se trataría de Margarita gritando a Ricardo III.
El hombre no pareció responder, o bien murmuró alguna palabra que Thomas no pudo discernir desde el otro lado del Avon. Sus manos se movían ligeramente, como si estuviera haciendo gestos calmos, pero eran mínimos, empequeñecidos por la ira de la mujer.
Y entonces, repentinamente, la conversación terminó. La mujer se marchó y el hombre, con la espalda combada, se dio la vuelta hacia el agua antes de echar a andar lentamente en dirección a los andamios que rodeaban el Memorial Theatre.
Thomas parpadeó. Era su antiguo profesor, Randall Dagenhart.
Thomas llamó dos veces a Kumi antes de que esta se lo cogiera. Había estado posponiéndolo porque comenzaba a disfrutar jugando al detective y al académico en aquel estrafalario lugar cargado de historia, y una parte de él no quería que el enfado de Kumi echara a perderlo todo. Quería contarle todo lo que estaba haciendo, compartirlo con ella, pero pensó que los primeros momentos de la conversación serían incómodos y por ello lo había estado retrasando. Por lo general, cuando percibía un problema lo abordaba de la manera más directa posible, pero con Kumi sabía que en ocasiones era necesario esperar. Si lo forzaba, la reconciliación tardaría más en llegar.
Porque es casi tan cabezota como tú.
Su voz sonó cansada y distante, aunque no había problema alguno con la línea. Le dijo que sentía no haber llamado antes y ella le dijo que no pasaba nada, que lamentaba haber estado tan alterada. Debería haberse puesto contento, pero parecía tan cansada, tan desprovista de emociones que incluso la disculpa parecía no cuadrar. Le preguntó por el trabajo y las clases, pero ella respondió con brevedad, con la misma vacuidad en su voz, así que Thomas le contó lo que había ocurrido desde la última vez que habían hablado, incluido el episodio del castillo en ruinas. Esperaba con ello despertarle al menos cierta compasión.
—¿Pero estás bien? —le preguntó.
—Como nuevo.
Aún parecía distraída y su preocupación por él, la causa de su enfado en su última conversación, resultaba mecánica (por decir algo).
—¿Estás bien? —le preguntó Thomas.
—Sí. Solo estoy cansada.
—¿Quieres que te deje?
—¿Que me dejes qué?
—No lo sé —dijo—. Trabajar. Descansar. Lo que sea.
—Quizá.
—¿Te preocupa algo?
—No —dijo ella—. Tan solo… No lo sé. ¿Podemos hablar de ello después?
—No estarás en peligro, ¿verdad? —preguntó Thomas.
Parecía una frase sacada de una mala película, y tan pronto como la dijo deseó no haberlo hecho, aunque dadas las circunstancias no era una pregunta descabellada. Ya había estado en peligro por su culpa antes. Pero no estaba preparado para la respuesta que le dio: un susurro, una risa ahogada cual suspiros encadenados que gradualmente se tornó en algo más. Thomas se sobresaltó al darse cuenta de que Kumi estaba llorando.
—Tengo cáncer, Tom —dijo—. Cáncer de mama. Me encontraron un bulto hace un par de semanas. No pensé que fuera nada. Un quiste. Te lo habría dicho la última vez que hablamos pero estaba enfadada porque no me habías llamado y no pensé que fuera a ser nada. Pero han realizado una biopsia…
—Espera —dijo Thomas—. ¿Qué? ¿Cáncer? ¿Cómo puedes tener cáncer? No lo entiendo.
Y no lo entendía. No había nada que ella pudiera decir para cambiar eso, así que Thomas se limitó a escuchar.
¿Cáncer?
Le dijo que no fuera, que no le haría ningún bien a ninguno de los dos, que confiaba en sus médicos y que se sentía en buenas manos. Pronto le dirían qué tenían pensado hacer y cuándo. Thomas se quedó allí, con la mandíbula encajada para encerrar cualquier posible sonido, asintiendo como un estúpido. Entonces ella se lo repitió todo de nuevo, llorando, y él escuchó, asintiendo, hasta que el saldo de su tarjeta se agotó y la llamada se cortó.
Thomas deambuló por Stratford como si lo envolviera un velo de niebla. Así había sido desde la llamada, desde que había oído esa palabra, y había pasado toda la tarde en la habitación, andando de un lado a otro o sentado en silencio durante horas. Se quedó traspuesto en el sillón, soñando en duermevela cosas que no recordaba, pero que le habían dejado una sensación de pánico y angustia, cual huellas de pisadas bajo su ventana. El único sueño que recordaba era el último, Daniella Blackstone, sus extraños ojos de diferentes colores, ausentes, y su cabeza ensangrentada, apoyada contra la ventana de su cocina de Evanston y diciendo el nombre de Kumi. Al levantarse por la mañana esa palabra estaba esperándolo, cual bestia con garras agazapada en el rincón.
Cáncer.
Así que se fue a pasear y cuando ya llevaba un par de horas haciéndolo llamó a Deborah Miller a su móvil, con la mirada fija en la nada mientras esperaba a que se lo cogiera.
—No, trágicamente no me has despertado —dijo—. He tenido que ir a Valladolid a echar una mano en el laboratorio. Si me hubieras llamado después, a una hora decente en la que ya pudiera estar levantada, me habrías pillado en un lugar en el que solo se tiene cobertura si se trepa a una torre de madera de ciento veinte metros construida en la selva para tal fin.
Thomas, que había olvidado que Deborah iba a estar en México, la interrumpió. Fue al grano. Se lo dijo sin más. Ella se quedó en silencio unos instantes, y Thomas pensó que quizá estuviera llorando. Cuando habló, fue para formularle la pregunta que Thomas sabía que le iba a hacer.
—¿Vas a ir a Japón?
—Ella dice que no —dijo Thomas—. No lo sé. Parece… no sé… como si quisiera hacer como que nada pasa. Pero quizá debería ir. Estar con ella.
—¿Por ella o por ti?
—Por los dos, supongo. ¿Importa eso?
—Quizá no —contestó Deborah. Thomas nunca la había notado tan reservada—. Quizá necesite normalidad.
—Y yo no soy parte de semejante cosa —dijo Thomas.
—Thomas —dijo Deborah, recuperada ya su seguridad en sí misma—, no es el momento de sentir pena por ti. No al menos cuando trates con ella. Tienes que hacer y decir las cosas que necesita de ti. Si crees que lo que realmente necesita es que vayas, entonces cuelga y vete. Si quieres hacerlo para sentirte mejor, para sentir que estás haciendo algo, olvídalo. Una vecina de mi madre tuvo cáncer terminal dos veces.
—¿Es una broma? —dijo Thomas.
—Algo así —dijo Deborah—, pero es cierto. Y no pudo seguir adelante porque no tuvo tiempo para ponerle freno. Se negaba a ello. No quiero darte una charla new age acerca del poder de la mente sobre la materia, Thomas, pero por lo que he oído, la actitud es muy importante cuando se tiene cáncer.
Thomas asintió, estremeciéndose ligeramente al oír la palabra.
—No has sido parte de su vida durante los últimos años —dijo—. No habéis compartido el día a día, trabajo, comidas, una rutina, vaya. Si ahora vas allí, no es normal. Se convierte en algo fuera de lo normal.
—¿Fuera de lo normal…?
—Sé que todo esto es algo fuera de lo normal, pero ella no puede pensar en tales términos. Necesita seguir con su vida. Tener la mente ocupada. ¿Esa no es la Kumi que conoces?
Thomas vaciló.
—No crees que deba ir —dijo.
—Creo que está siendo honesta al decirte que no quiere que vayas. Ahora no. Todavía no. No te lo tomes como algo personal. No es por ti.
Thomas cogió el autobús a Stratford y se unió a la marea de shakesperianos que estaban tomando té y fumando en las escaleras del instituto. Cualquier cosa con tal de no pensar en ello. Saludó con la cabeza a Taylor Bradley, pero no hizo amago de hablar con él, y tan pronto como el grupo comenzó a acceder para la sesión de las once en punto, agachó la cabeza y entró antes de que nadie pudiera cerrarle la puerta en las narices.
Se sentó al final de la sala del seminario, que estaba llena. Le daba igual quién hablara, o acerca de qué. Se presentó para poder pensar. O no pensar.
Resultó ser la ponencia de Julia McBride. Allí estaba ella, sentada tras una mesa y flanqueada por sus estudiantes, Angela a la derecha y Chad a la izquierda. La moderadora, una mujer escocesa con un fuerte acento, los presentó, y los estudiantes se esforzaron por no parecer orgullosos y aterrorizados cuando se citaron sus exiguos logros, mientras Julia, serena, bebía agua embotellada de un vaso. El debate se titulaba «Más cuerpos modernos tempranos».
Thomas no estaba escuchando. De vez en cuando captaba alguna frase, una cita por lo general, pero aunque comprendía las palabras, no captaba lo que significaban. La ponencia de Chad, que se valió de los gemelos Dromio en Comedia de equivocaciones para decir algo acerca de como la identidad del Renacimiento (o, como él prefería decir, el periodo moderno temprano) se conformaba por la ropa, fue la menos profesional de las tres, aunque parecía lo suficientemente eficiente. Pero mientras que la ponencia de Chad parecía querer reinventar la rueda, sustituyendo el fervor por el conocimiento profundo, la fiesta de presentación en sociedad era claramente para la ponencia de Angela. Habló de los botones de la ropa: su fabricación en el periodo, los distintos estilos, que eran indicadores del estatus y la filiación y la manera en que «servían de portalones entre lo público y lo privado». Una parte de Thomas quiso echarse a reír, pero cuanto más hablaba, más atrayente le resultaba el tema, y cuando procedió a señalar algunos de los «momentos cumbre de los botones» en las obras, finalizando con el agonizante Lear diciendo «Desabrochad este botón. Gracias», Thomas ya estaba convencido. Le recordó lo que le había gustado de la investigación, cuando un pequeño detalle inadvertido se convertía en un fulcro sobre el que toda la obra parecía girar, de modo tal que ese detalle era percibido como algo nuevo y revelador. Durante unos instantes, la ponencia de Angela llenó la mente de Thomas de historia y literatura y de la importancia del cuerpo, no de su enfermedad.