Lo que devora el tiempo (3 page)

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Authors: Andrew Hartley

Tags: #Intriga, #Narrativa

—De cualquier manera —estaba diciendo Escolme—, no hice demasiadas amistades en la facultad.

—¿Qué hay de Randall Dagenhart? —preguntó Thomas—. ¿Sigue allí?

—Supongo —respondió Escolme, quizá demasiado rápido—. Tuve una presentación oral con él pero fue una de esas clases densas y terribles. Ni siquiera corrigió mis trabajos. Pasé más tiempo con los de teatro. Da igual. Confío en usted.

Ahí estaba de nuevo, ese nerviosismo a flor de piel. A Thomas no le gustaba.

—Gracias, pero… —comenzó a decir.

—Hablo en serio —dijo Escolme—. Esto es serio.

Y entonces insertó ciertos datos autobiográficos para demostrar que se trataba de algo serio. Los datos referentes a Escolme (que había realizado un máster en lengua y literatura inglesa y que posteriormente había trabajado en una modesta agencia literaria antes de ser contratado por una de las mayores agencias literarias del país) solo le resultaron sorprendentes porque dejaban claro lo que conversaciones tales siempre dejaban claro, que el tiempo pasa volando sin que nos demos cuenta. Thomas no sabía nada del mundo editorial, pero sí que había oído hablar de Vernon Fredericks Literary, al menos de la división de películas, a cuyos agentes siempre les daban repetidamente las gracias en la noche de los Oscar.

—Para serte sincero, no comprendo qué tiene que ver todo esto con Shakespeare —dijo Thomas—. O conmigo.

—Señor Knight —dijo—. Se lo prometo. Esto no se parece en nada a lo que ha hecho antes. De verdad. Quiero que sea usted.

Thomas hizo una pausa.

—¿Que sea yo qué? —dijo.

—Tengo que enseñárselo. Estoy en el hotel Drake. Habitación 304.

Thomas se sintió de repente terriblemente cansado. Quería decirle que había tenido un día horrible a causa del recuerdo constante del cadáver que había encontrado apoyado contra la ventana de su cocina, pero incluso la mera idea de contar aquello le hacía desear olvidarlo. Se hizo un silencio y a continuación tan solo dijo:

—¿Cuándo?

Capítulo 5

Tan pronto como colgó, escribió en Google: «Escolme, Vernon Fredericks Literary». Thomas no estaba seguro de qué esperaba encontrar: una noticia en el Tribune, quizá, acerca de cómo un joven local había logrado hacerse un nombre. Algo así. Pero lo que encontró fue una página web de aspecto muy profesional, colores grises y azules alrededor de una igualmente profesional nota publicitaria en la que figuraban los premios literarios logrados por sus «talentos» (sin nombres), junto con una serie de directrices para contratar sus servicios. Al pie de la página figuraban los emplazamientos de VFL: Nueva York, Londres, Beverly Hills, Tokio y Nashville. No había filial en Chicago. Thomas pulsó en el vínculo de Nueva York y encontró una lista de agentes.

David Escolme se hallaba en el último tercio de la lista.

Había una foto. El chico al que Thomas había conocido seguía siendo reconocible, pero solo eso. El acné había desaparecido, las gafas ochenteras habían sido reemplazadas por unas con elegante montura negra y cristales rectangulares, y el chico era ya un hombre que sonreía con seguridad a la cámara. Parecía cómodo en su elegante traje, un hombre para quien las adversidades de la adolescencia quedaban ya lejos y olvidadas, un hombre inmune al futuro. Era el rostro de un hombre de negocios.

No hay nada malo en ello, se recordó a sí mismo. Quizá podamos cederle tus tediosas conferencias sobre las últimas novedades acontecidas en Estados Unidos, ¿no?

Rió tímidamente para sus adentros y su mirada se posó en la ventana de la cocina. La luz de la tarde menguaba con rapidez y la ventana era como un agujero en la creciente noche, el marco de un cuadro cuyo lienzo había sido rajado. Durante un instante vio el rostro de la mujer muerta con claridad, como si siguiera allí, con sus ojos ausentes (uno verde, el otro violeta) fijos en él.

Se dio la vuelta con brusquedad y miró el reloj. Le daba tiempo a salir a correr por las calles en penumbra de Evanston antes de encontrarse con Escolme. Cualquier cosa con tal de quitarse de la cabeza ese rostro.

El teléfono sonó una vez y lo cogió.

—¿Sí?

—Señor Knight, soy la teniente Polinski. Hablamos esta mañana. ¿Tiene un minuto?

—Claro.

—Seguimos intentando obtener un documento de identidad de la víctima, pero necesito preguntarle de nuevo si está seguro de no conocerla.

—Estoy seguro. No lo olvidaría. —Esos ojos—. ¿Por qué? —preguntó.

—Deja la basura junto a la puerta de la cocina, ¿verdad?

—Sí.

—Y, ¿cuándo la recogen?

—Los miércoles por la mañana. Hay que sacarla a la parte delantera de la casa.

—Los de la escena del crimen encontraron un trozo de papel, más concretamente un pósit, en un arbusto a pocos metros del cuerpo. Puede que se trate simplemente de basura, pero parece poco probable que pueda llevar allí casi una semana, sobre todo teniendo en cuenta lo que ha llovido este último fin de semana.

—¿Qué dice la nota?

—Tiene su nombre y dirección escrito a lápiz. ¿Ha tirado una nota así recientemente?

—No. Sé dónde vivo.

—Bien —dijo Polinski—. Eso es lo que me suponía. Cuando sepamos quién es la mujer, intentaremos cotejar la escritura, pero por el momento trabajamos con el supuesto de que la nota es de ella.

—¿Lo que significa…?

—Que había ido a verlo. ¿Está seguro de que no la conocía?

Thomas se quedó mirando la pared sin comprender y ella tuvo que repetírselo antes de que respondiera, una vez más:

—Estoy seguro.

No fue hasta que colgó que comenzó a preguntarse si sería verdad.

Capítulo 6

No era nada extraño que Escolme se alojara en el Drake. Thomas cogió la línea roja hasta Chicago y State, y caminó hasta el inicio de Magnificent Mile. El hotel (apagada elegancia art decó en el exterior y manifiesta opulencia en el interior) siempre le recordaba a un antiguo teatro inglés, a un lugar construido por Henry Irving donde era posible encontrarse con un joven John Gielgud fumando junto a la entrada del escenario. No estaba limpísimo y reluciente, como la mayoría de los edificios de cristal y cromo, y su prestigio residía en un cierto desaliño que reflejaba (en la medida en que eso era posible en un lugar como Chicago) los años dorados de la ciudad.

Caminó con rapidez bajo techos revestidos de madera y recargadas arañas, esquivando arreglos florales dispuestos cual casamatas de armas defensivas, hasta que encontró la recepción, donde rogó que le informasen del número de habitación de Escolme como si estuviera solicitando asilo político. Un uniformado hombre de color señaló los ascensores de puertas de latón, flanqueados por unas macetas con sendas palmeras.

Thomas llevaba unos vaqueros desgastados y una camisa de franela con cazadora de cuero. Cuando pilló a una mujer con un traje de Chanel mirándolo con escepticismo, le lanzó una mirada desafiante que hizo que la mujer se pusiera a juguetear nerviosamente con su bolso de mano.

Fue una bravuconería. Lugares como ese siempre lograban que le entraran ganas de meterse la camisa por dentro y erguirse como si estuviera intentando (en vano, por supuesto) no desentonar, o peor, impresionar a alguien. Le irritó que Escolme hubiera insistido en encontrarse allí, como si el agente estuviera restregándole en la cara su éxito a su antiguo mentor.

Pero eso tampoco era justo. Escolme había sido un buen chico. Raro, quizá, un tanto neurótico, pero para nada arrogante o mezquino.

La puerta del ascensor se abrió y Thomas salió, comprobó los números de las habitaciones y recorrió el pasillo hasta llegar a la 304. La puerta era de una madera maciza y pesada que bien podría ser teca (parecía más la puerta de una casa familiar que de una habitación de hotel) y tenía una aldaba de latón igualmente pesada.

Llamó y esperó.

Como nada ocurría, llamó de nuevo.

De repente la puerta se abrió y Thomas vio a David Escolme por primera vez en diez años.

Fue un encuentro momentáneo. Tras abrir la puerta, Escolme se quedó mirando a Thomas unos instantes y a continuación le dio la espalda, murmurando, y regresó de nuevo a la habitación, dejando la puerta abierta. Thomas entró con inquietud y, durante unos instantes, observó a su anfitrión mientras este revolvía distraídamente los libros del escritorio para a continuación lanzarlos al suelo con un grito de rabia. Lo que quiera que hubiese oído en la voz de David Escolme por teléfono se había intensificado de manera exponencial.

El agente parecía haberse olvidado de él. Caminaba impaciente de arriba abajo, moviendo los labios sin cesar, deteniéndose de tanto en tanto para masajearse las sienes con ambas manos, la imagen de la frustración y la desesperación. Llevaba lo que probablemente fuera su ropa de trabajo, incluidos unos zapatos bajos de piel, pero se había quitado la chaqueta y la corbata y se había desabrochado varios botones de su arrugada camisa. La habitación en la que Thomas se encontraba era el vivo reflejo de su inquilino: lo que había sido una habitación elegante y sofisticada parecía víctima de un torbellino. El suelo estaba lleno de libros y papeles desperdigados, la mesa de centro yacía en vertical en el suelo y el jarrón con tulipanes, otrora colocado sobre esta, hecho añicos sobre la alfombra. En el suelo también había un cedé que le resultó familiar: English Settlement, de XTC.

—David —dijo Thomas—, ¿va todo bien?

Escolme se volvió, como si acabara de recordar que no estaba solo, rompió a reír y fue hasta su maleta, abriéndose paso entre cajones de ropa volcados y lo que parecían botellas de champán, al menos media docena de ellas, desperdigadas por el suelo cual obuses.

—Lo siento —dijo Thomas—. Creo que vengo en mal momento. Será mejor que me marche. Si quieres volver a llamarme…

—¡No! —gritó Escolme—. No se vaya.

Su mirada distraída desapareció de repente. En esos momentos parecía desesperado.

—Obviamente, estás ocupado —prosiguió Thomas—. Puedo volver…

—No —dijo de nuevo Escolme. Cruzó la habitación hasta él y agarró el brazo de Thomas. Sus nudillos se tornaron pálidos—. Por favor. Estoy fuera de mí. Pero lo necesito aquí. Por favor, siéntese.

Lo inadecuado de esa frase, «estoy fuera de mí», y el hecho de que no hubiera una sola silla en la habitación sin tirar o desprovista de libros y papeles hicieron que Thomas dudara. Escolme cogió un sillón de orejas de cuero, tiró una pila de documentos legales al suelo y le indicó que se sentara.

—Por favor —dijo de nuevo.

Lentamente, con los ojos fijos en el agente, Thomas se sentó.

—Quizá quieras unirte a mí —dijo Thomas con cautela.

Escolme asintió pensativa y repetidamente, como si estuviera meditando sobre su sugerencia, y a continuación tomó asiento frente a Thomas, aplastando los trozos del jarrón al hacerlo.

—¿Qué es lo que está pasando, David?

Durante un largo instante el joven permaneció inmóvil, y entonces, para horror de Thomas, se cubrió el rostro con las manos, se inclinó hacia delante y comenzó a sollozar de manera entrecortada. Finalmente retiró las manos, pero su rostro seguía preso del dolor: su boca esbozaba una parodia de sonrisa, sus ojos estaban entrecerrados y las lágrimas le caían por las mejillas.

—Lo he perdido —murmuró.

—¿Qué? —Thomas, todavía tenso e incómodo, apenas pudo escuchar aquel susurro.

Escolme lo miró entonces, como si estuviera armándose de valor para decir las palabras.

—Trabajos de amor ganados.

—¿Qué?

—Trabajos de amor ganados —repitió—. La obra de Shakespeare.

Thomas lo miró con incredulidad.

—Pero esa obra nunca ha existido —dijo Thomas—. O, si lo hizo, no la tenemos. Se perdió.

—No se perdió —dijo Escolme—. Estaba entre mis manos hace solo unas horas. Y ahora ha desaparecido.

Capítulo 7

—¿De qué estás hablando? —dijo Thomas. Toda la tensión se había evaporado de repente y se sentía extrañamente relajado, como si aquello hubiera sido una broma o un malentendido—. ¿Trabajos de amor ganados? No existe tal obra.

—Sí que existe —dijo Escolme—. Existía, al menos. Yo la tenía.

—David, no existe —dijo Thomas con dulzura—. Nunca ha existido.

—Sí ha existido —dijo el agente, más tranquilo una vez su frenética desesperación se había tornado en agotamiento—. Existe. Yo la tenía —dijo, cerrando los ojos de nuevo—. Aquí. La energía pareció abandonarlo una vez más y se desplomó sobre el asiento.

—¿Cómo es posible que la tuvieras? —dijo Thomas, intentando no sonar demasiado incrédulo, intentando protegerle de lo que con toda seguridad era una falsa ilusión.

—La tenía —suspiró—. La tenía, y ahora ha desaparecido.

Aquello se estaba convirtiendo en un mantra.

Thomas intentó abordarlo de otra manera.

—¿Dónde la encontraste?

—Oh, no la encontré. Me la prestaron —dijo Escolme—. Un cliente.

Thomas exhaló lentamente y el aire se convirtió en un silbido. Una cosa era haber extraviado algo, que Escolme pensaba que era una obra perdida de Shakespeare, y otra muy distinta era haber perdido algo que un cliente le había confiado, algo que el cliente creía que era una obra perdida de Shakespeare. No lo era, claro está. No podía serlo. Pero si alguien pensaba que lo era, o simplemente lo afirmaba, y luego se lo confiaba a su agente… No era de extrañar que Escolme estuviera así. Podía significar el fin de su carrera.

—De acuerdo —dijo Thomas—. ¿Cuándo fue la última vez que la tuviste? Aquello iba a ser como ayudar a Kumi a encontrar las llaves del coche.

—La metí en la caja fuerte del hotel cuando llegué —dijo—. La saqué hará cosa de una hora para mostrársela.

Los ojos del agente miraron a Thomas como si, de algún modo, todo aquello fuera culpa suya.

Thomas hizo caso omiso.

—¿Y la guardaste aquí? —preguntó.

—Sí —dijo Escolme—. Estaba aquí. Justo aquí —dijo, posando la mano sobre la cama—. En este maletín negro. Me di una ducha. Me cambié de ropa. No me percaté de que había desaparecido hasta… —miró su reloj como si desconociera si era de día o de noche— hace veinte minutos. Tiene que haber desaparecido mientras estaba en el baño.

Thomas frunció el ceño mientras observaba el desorden de la habitación. Aquello era el trabajo desesperado del propio Escolme, no la obra de un intruso; no era el resultado de la búsqueda racional de algo que se había traspapelado, sino un caos de desesperación y desesperanza. El maletín estaba abierto sobre la cama, entre las sábanas revueltas. Si el agente estaba en lo cierto, alguien había calculado a la perfección su entrada y había sabido qué estaba buscando y dónde encontrarlo. El resto de la habitación, botellas de champán incluidas, había sido víctima de su ataque de pánico posterior.

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