Los Altísimos (3 page)

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Authors: Hugo Correa

Tags: #Ciencia Ficción

—No hay nada que explicar. La fotografía retocada fue vista por muchas personas, las cuales jurarían que usted es X. disfrazado. Aun más: nuestros agentes creen haber capturado al verdadero X.

Sólo ahora vengo a descubrir qué es lo desconcertante en L. En realidad es algo que falta en su persona: humanidad. Sí: eso es. Hay un no sé qué de inhumano en él. La precisión en el hablar; la facilidad casi mecánica con que expresa sus ideas; la continuidad en sus declaraciones, sin nunca repetir, cuando toma el hilo justamente en donde lo dejara durante la sesión anterior. Esas pausas suyas, las cuales me permiten meditar en sus palabras exactamente hasta el punto donde él estima que debo hacerlo, antes de proseguir con su voz parsimoniosa y seca, interrumpiendo mis pensamientos cuando hago un alto para reanudar su historia.

—¿Y el idioma? —murmuro, cansado—. ¿Cómo va a explicar mi olvido del polaco y el hablar otro en cambio?

—Lo podemos solucionar. Por suerte, poseemos un sistema que le permitirá aprender polaco en un tiempo breve.

—¿Y no teme que los traicione?

La sonrisa se hace ligeramente más definida.

—¿Traicionarnos? De ganar algo usted con una actitud así, temeríamos la eventualidad. ¡No es broma que un extranjero, sean cuales fueren las razones, se introduzca en un lugar donde se efectúan importantísimas investigaciones científicas!

En definitiva: yo, Hernán Varela, estoy obligado a pagar los delitos de otro. Y esto como la solución más favorable para mi «caso».

—Oiga, L., ¿cuándo descubrieron que yo no era X.?

—Sólo cuando llegó aquí.

Lo miro fijamente. Sostiene la mirada.

—Mire, L., ¿usted cree que voy a tragarme eso de la intoxicación?

—Al principio, cuando recién recuperó el conocimiento, convenía que lo creyera así. Pero la verdad es que al whisky le echamos un poderoso narcótico.

Recuerdo a mi compañera de juerga.

—¿Y ella? También bebió bastante. ¿Dónde está?

—En Chile. Antes de partir con usted, nuestros hombres llamaron a la asistencia pública para que la fueran a buscar.

—¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí?

—En dos horas más se cumplirán siete días.

¡Siete días! ¡Había estado una semana sin conocimiento!

—Yo ayudaba a mi madre, L. Le daba parte de mi sueldo. ¿Qué va a ser de ella ahora?

—Puede estar seguro que X. se preocupará de ella con mayor dedicación que la suya, probablemente. Para él es muy importante tener una madre.

El gran X. ¡Qué bien lo había preparado todo! No dejó nada al azar. Hubo una sola cosa que no le preocupó mucho: mi destino.

—¿Hasta cuándo tendré que estar aquí?

—Hasta la fecha en que podamos explicar de alguna manera satisfactoria la desaparición de X.

—Clava la vista en la lamparilla—. En todo caso, si usted se acostumbra a esta vida y llega a gustarle, podría quedarse un tiempo indefinido.

«Seguro», pienso.

—A la larga, alguno de los antiguos compañeros de X. va a descubrir el cambio —insinúo, temblando de ira.

—¡Era hombre de pocos amigos! Así es que después de su fuga, las escasas amistades que se le conocían fueron enviadas lejos de aquí, por su posible complicidad en la preparación de la huida.

III

Al despertar, al cabo de un sueño tranquilo, descubro junto a mi cama una máquina cuadrada, montada sobre ruedas. Estoy examinándola, cuando entra L.

—Esta máquina le enseñará nuestro idioma en pocas horas.

Me alarga una especie de casco, unido al aparato mediante un cable.

—¿Qué debo hacer? —pregunto, nervioso.

—Simplemente colocarse el casco, que le cubrirá hasta los ojos. Una pantalla interior le provocará un estado hipnótico, el cual le facilitará el aprendizaje. La pantalla reproduce objetos e, incluso, ideas abstractas, que son explicadas por telepatía. O sea, la instrucción es tanto mental como visual. Al decir mental se involucran los conceptos sonidos y voces, que le serán inyectados, por así decirlo, directamente a los centros idiomáticos de su cerebro.

Observo la máquina y siento un escalofrío.

Me coloco el casco y se enciende una luz frente a mis ojos. De inmediato tengo la curiosa sensación que mi mente queda en blanco. Luego desfilan imágenes por la pantalla, oigo voces dentro de mi cerebro; todo en un estado de atontamiento que no me deja meditar en lo que ocurre.

Por último, cuando advierto en ese período de semiinconsciencia que mi mente se niega seguir funcionando, el mecanismo se detiene. Me recuesto en la cama, abombada la cabeza y los ojos cansados. Duermo algunas horas y, al despertar, nada recuerdo de la experiencia. Pero comprendo que mi cabeza está atestada de cosas nuevas.

L. se halla a mi diestra.

—¿Qué tal? —pregunta.

—Un poco cansado —replico.

—Su pronunciación es muy buena —observa.

Me doy cuenta que el diálogo no se ha desarrollado en español. Me quedo confuso, sin saber qué decir ni qué pensar.

Proseguimos conversando en polaco. A veces noto serios vacíos. Inútilmente trato de encontrar la palabra adecuada. Y, al ocurrir los primeros tropiezos, descubro algo más: hasta ese instante no me he preocupado de traducir: las frases las he pensado y construido en la nueva lengua.

En quince horas, incluyendo los descansos, estoy en situación de hablar el polaco a la perfección.

Llega D. Me es imposible reprimir un profundo desagrado al sentir sus ojos clavados en mí.

—Parece que usted está muy bien —observa con voz metálica. Se vuelve a L.—: Ya puede llevarlo a su refugio, para que respire buen aire. —Y me explica, con rapidez—: Por razones que pronto comprenderá, su vida tendrá que desenvolverse, por un tiempo al menos, en forma más o menos sigilosa.

—¿Todas estas precauciones se deben al régimen comunista?

—¿Comunista? —La expresión fiera del doctor da a entender claramente: «¿Qué es eso?».

L, tose.

—Lo que pasa, profesor, es que él llama comunista al régimen soviético.

Lo mira D., y luego vuelve sus ojos hacia mí. Ríe, divertido al parecer.

—Qué gracioso. ¡Llamar «soviéquitos» a los comunistas!

—Al revés, profesor —explica L., con leve impaciencia—: él llama comunistas a los soviéticos…

—Y añade, haciéndome un gesto indefinible—: ¡Siempre el profesor ha dicho «soviéquito»! Le cuesta pronunciar esa palabra, como a todos los de Varsovia.

Sin poseer la sutileza de L., comprendo que allí hay algo raro. Estoy seguro que el bueno de D. sabe tanto de comunistas como yo de chino. Polonia está detrás de la «cortina» y el régimen imperante debe ser el comunista. ¿Por qué el profesor parece ignorarlo?

—Todos los sabios son distraídos —me dice L. No hay duda que el polaco adivina mis pensamientos—. Entonces, profesor, quedamos en que llevaré al nuevo X. a mi refugio.

—¡Exactamente! Y que siga descansando. Una vez que se haya recuperado bien comenzará su instrucción.

Sin despedirse, no sé si por su carácter distraído o por otras causas, D. desaparece.

Me alarga L. una pastilla y un vaso de agua.

—Las vitaminas le han sentado muy bien —observa.

Lo miro sin replicar. Pienso que cualquiera reiría de ver mi expresión maliciosa. Pero ni un gesto contrae la cara de L.

Desperté en una habitación grande, frente a un amplio ventanal. Penetraba la luz del día y las imágenes de árboles y flores cabeceando bajo el viento. El tono de la luz revela un cielo anubarrado.

Aumentan en intensidad las ráfagas, presagiando una noche tempestuosa.

La pieza me produce una sensación de bienestar. A pesar de ello, creo notar algo opresivo en el ambiente, atribuible quizá a mi aun precario estado de salud. ¿Cómo he venido a dar aquí? Seguro que me han dado otro narcótico con la última dosis de vitaminas y me han trasladado dormido a esta casa. Examino la habitación. Ni un leve reflejo delata los vidrios de las ventanas. Evidentemente, las paredes son de plástico, como los muros de mi pieza en la clínica. Sus colores, eso sí, son más alegres. El piso semeja un tablero de ajedrez, de escaques grises y negros. No se ven lámparas. Me hallo en una cama cubierta con una colcha verde.

A través de una puerta de corredera aparece L. Lleva pantalones ajustados a los tobillos y una camisa amplia, de color café. Se ve de buen humor.

—¡Qué me dice, X.! ¿Cómo se siente?

—Muy bien. Mucho mejor que en la clínica, por cierto. ¡Esto es más alegre! ¿Dónde estamos?

—En mi refugio, en el campo —replica lacónico. Se sienta en una silla—. Mañana podrá levantarse y dar un paseo por los alrededores.

—¿A qué actividades debo dedicarme?

—Todo a su tiempo. —Esboza una sonrisa—. Primero, repóngase. Luego empezará el aprendizaje, que será un poco largo. Tiene que prepararse para vigía.

—¿Vigía?

—X. era un vigía. Por lo tanto, usted, como su sucesor, también deberá serlo.

¡Vigía! La sensación de comodidad que experimentara al despertar, se desvanece. Se diría que, de improviso, todo se ha puesto al acecho. La hierática expresión del polaco corta mis reflexiones.

—¿En qué consiste ese oficio? —pregunto, con vacilación.

—Tal como su nombre lo indica, los vigías están encargados de la vigilancia del campo experimental del que le hablé. —Mira hacia el jardín—. Pronto será de noche. ¿Desea comer?

Digo que sí con desgano. Me sirve la comida.

—¿Vive alguien más aquí?

—No, nadie más.

Una vez que he dado cuenta de la colación (mi apetito es escaso), L. regresa, recoge la bandeja y desde la puerta agrega:

—En pocos minutos más va a oscurecer. La casa tiene un sistema especial de iluminación. —

Indica el techo con un gesto—. El cielo se pone luminoso. La luz llega paralela y gradualmente con la oscuridad exterior. Mi dormitorio está cerca. Cualquier cosa que se le ofrezca, llámeme. No es necesario que grite.

Contemplo los árboles inquietos por el viento.

¿Qué había sido de aquel Hernán Varela que, a los veintiséis años de edad, se aprestaba a conquistar el mundo? Helo aquí, contemplando un atardecer polaco, preparándose para representar el papel de otro. Sí, señor: Hernán Varela, X. ahora por obra y gracia de X., en la actualidad Hernán Varela por ingenuidad e inexperiencia de Hernán Varela, será un intrépido vigía. ¡Un centinela de la ciencia!

Afuera avanza la oscuridad. Adentro, la luminosidad del techo reemplaza en forma insensible el oscurecimiento externo. Tan insensiblemente que no lo noto. Sólo porque el jardín desaparece de mi vista, comprendo que la luz ha cambiado de origen. El cielo derrama una luz suave, bastante intensa, la cual llena toda la habitación.

Entrecierro los ojos, soñoliento. La mejilla, apoyada en el extremo izquierdo de la almohada, me permite abarcar el piso hasta el ventanal, y percibir, a través de mis pesadas pestañas, sus más mínimos detalles.

Un objeto volador aterriza en silencio en el tablero. ¿Sueño? El aparato, en forma de disco, mide unos cincuenta centímetros de diámetro. Es de un material fosforescente que despide suaves destellos, como un fuego fatuo. De súbito se apaga, y la gigantesca lenteja se transforma en un cuerpo opaco, negruzco y sin vida.

Entonces, por debajo de aquél, emergen unos seres diminutos, que se levantan dos centímetros del suelo. Parecen insectos: caminan verticalmente, y a juzgar por sus gestos, cambian impresiones entre ellos. Han aterrizado en el planeta Dormitorio; forman un grupo de seis o siete, que otea el horizonte, inspeccionando el nuevo mundo. De sus cabe-citas, grandes en relación con el tamaño de sus cuerpos, emergen dos antenas.

Podrían ser hombrecitos vestidos con trajes del espacio, de esos que utilizarán los viajeros interplanetarios. No se deciden a separarse del disco. ¿Qué peligros les acecha en este mundo simétrico, artificial en apariencia, en donde la tierra se encuentra revestida de una sustancia lustrosa, que forma grandes cuadrados, uno solo de los cuales es suficiente para contener su astronave? No es un planeta tranquilizador, por cierto. ¿Y aquella inmensa construcción que se divisa en lontananza, con una montaña encima, cubierta de verdor? ¿No semeja un coloso durmiendo?

Y los astronautas, luego de intercambiar nerviosos comentarios, desaparecen bajo el disco. De nuevo la máquina se torna luminosa, y, veloz, desaparece. Abro los ojos. ¡Ya no hay nada en el piso!

—¡L.! —grito, con debilidad—. ¡L.!

Me enderezo en la cama, restregándome los ojos. La puerta se abre.

—¿Qué pasa? —me interpela duramente.

—L. —empiezo, nervioso—. ¡Estoy seguro de haber visto un aparatito circular, ahí, en el piso!

¡Bajaron unos insectos!

—¿Insectos? ¿Aparato circular? —Lanza una fría mirada en torno—. ¿Seguro que no estaba soñando?

—¡No lo sé! —Me entran dudas—. A lo mejor estaba dormitando. ¡Pero no tenía los ojos completamente cerrados! Estaba viendo el piso de «este» dormitorio, acostado en «esta» cama.

¿Entiende? No veía nada fantástico o fuera de lo común, excepto el disco.

Se encoge de hombros.

—¡Vaya! Eso es común. Son visiones que se producen cuando uno se está quedando dormido.

¡Por eso son tan reales! ¿No le ha ocurrido, a veces, soñar que tropieza con algún objeto y, con el sobresalto, despertar? Todas esas sensaciones tan reales, en las cuales coinciden hora, lugar y otros factores que contribuyen a darles realismo, son sueños que tenemos antes de dormirnos por completo.

Da unos pasos hasta llegar al sitio donde aterrizara el disco.

—¡Así debió ser! —comento, aún azorado—. Me parece estar viendo el disco en el mismo lugar donde está usted ahora.

Hace una mueca de escepticismo, al mismo tiempo que señala la habitación con una mirada circular.

—¿Por dónde iba a entrar?

Me siento ligeramente ridículo.

—Bueno… ¡Tiene que reconocer que me han pasado varías cosas extrañas ahora último!

Llueve torrencialmente. Ametralla la lluvia el ventanal con un repiqueteo fresco.

—¡No lo tome a mal! —me dice—. No es que me ría de usted. Pero me ha parecido muy original su visión.

La disculpa suena a falso. L., el impenetrable L., es un gran mentiroso. Ya he tenido antes la misma sensación. La primera vez, negó la existencia de la fantasmal campanada. Después, cuando se dio cuenta que yo la había oído, soltó la verdad. ¿Sucederá lo mismo con el disco? Bien pudo ser un sueño. Con toda seguridad lo fue. Desde que me encuentro en Polonia, todo se me antoja cosa de sueño, y, a veces, de pesadilla. Sólo la lluvia parece real y tangible en el nuevo ambiente.

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