Nos hallamos en la orilla del acantilado, de espaldas a los domos. Me doy vuelta. Me quedo helado. La rapidez con que la imagen llega a mi cerebro y lo inverosímil de la misma me ofuscan.
Doy un paso atrás: si no es por la agilidad de L. me habría precipitado al mar. Una formación de enormes calaveras.
A la luz del crepúsculo su aspecto es siniestro. Su constructor les ha dado una apariencia tan real que parecen legítimos cráneos agrandados por un misterioso proceso. Una muralla semicircular de dientes, cada uno tan alto como un hombre, encajados en sus alvéolos, coincide con los dientes de la mandíbula inferior.
—Su futuro oficio requiere de un sistema nervioso a toda prueba. Estamos en el Villorrio de la Calavera.
La voz mesurada se destaca apenas del estruendo del oleaje. Parece insinuar: «Y si no resiste, ¡qué le vamos a hacer!»
—Siempre han estado aquí.
Penetramos por debajo del extremo de la mandíbula. Por fatídico que sea su aspecto, el arquitecto fue un artista de primer orden. No ha descuidado detalle. La luz del atardecer penetra por tres agujeros que integran un triángulo. Se filtra por varios resquicios. Adosado a una pared, un entarimado rústico, accesible mediante una escalinata de piedra. Hay allí varias camas. L. enciende una lamparilla. Se distinguen instalaciones de cocina y una construcción cúbica que hace las veces de baño. Todo oscuro y de antigua apariencia. El techo en forma de cúpula. Las aberturas, por las cuales entra la luz ya debilitada, son las cuencas y fosas nasales de la calavera.
En derredor reina una tranquilidad de muerte. El oleaje se escucha apagado. En tanto L. prepara la comida, analizo los últimos acontecimientos. La contemplación del planeta interior, con sus simétricos mares y continentes; el viaje en el magnetón; los anillos-satélites; el aerosquí, y por último las calaveras. Ahora acuden en la penumbra de la cúpula. Todo es de una absurda vaguedad.
Hundido en un sillón, semidormido. La campanada. Me levanto de un salto.
—¿Qué pasa? ¿Todavía no se acostumbra?
Me quedo escuchando.
—¿Me quiere decir que aquí también se oye? ¿A más de mil kilómetros de profundidad?
Coloca dos platos en una mesita y la empuja entre los sillones para dejarla a nuestro alcance.
Luego se vuelve hacia mí. La única luz, a sus espaldas, deja su rostro en sombras. Se distingue el vivo fulgor de sus pupilas.
—El ruido proviene de aquí —empieza con lentitud—. Sus causas son naturales, pero las desconocemos.
Muchos factores concurren: la abundancia de magnetismo, los mismos anillos que por su peso influyen en todos los fenómenos meteorológicos de estos lugares. Se desconoce el comportamiento del espacio herméticamente comprimido entre dos masas planetarias. Sin duda dicha conformación se presta para los fenómenos acústicos. Barajando esos factores podrá determinarse un día el origen de ese sonido. En todo caso es útil: permite medir el tiempo con exactitud, pues se repite cada veinticinco horas con matemática precisión. Sin ser más comprensible, el origen natural de la campanada parece más lógico que el mecánico. Por lo menos, se comprende mejor su grandiosidad.
Acostumbrado uno a vivir en un mundo al cual la mano del hombre aleja día a día de la naturaleza, de tal manera que el hombre puede llegar a la optimista conclusión que todo es obra suya, la súbita revelación de las creaciones telúricas desconcierta.
De todo lo anterior saco una consecuencia: L. es un mentiroso. Viendo como ingiere su colación, impasible el rostro, no puedo menos de admirar su facilidad para improvisar una interpretación razonable para mis dudas.
—¿Cómo se explica que esa campanada se oiga en la superficie?
—Mediante un mecanismo que la transmite desde aquí. Nuestros científicos decidieron que, debido a su periodicidad, era útil llevarlo a Polonia, en lugar de basar la medición del tiempo en la sola observación astronómica.
Imposible descubrir si miente.
—Usted se aprovecha de mi ignorancia. Sabe que cualquier historia que me cuente estoy obligado a creérsela.
—Siempre estamos esclavizados a algo o a alguien. El hombre nació para ser sojuzgado. La curiosidad es su peor maldición. Algún día lo comprenderá.
Esta vez ha sido sincero. Lo observo mientras recoge los platos.
Tendido en un camastro, observo la cúpula débilmente iluminada por los últimos fulgores del crepúsculo. El reflejo me crispa los nervios, como el rumor del oleaje con su extraña resonancia.
De súbito, un silbido lúgubre. Una ventisca penetra por los resquicios.
L., a menos de dos metros de mí, respira con ritmo acompasado. Duerme profundamente.
El día avanza. Una tenue neblina flota a ras del agua. Me aproximo a la orilla del acantilado, pisando un suelo liso, a medias recubierto por una capa de polvo. Se extiende aquél en línea recta como una vereda, interrumpido a veces por las colinas y rocas. El muro desciende vertical hasta el mar, formando un ángulo recto con el sendero superior. Comprendo ahora la simetría de los continentes y de los océanos.
—¿Quién hizo esto?
—¿Quién? —L. vuelve la mirada a las calaveras—. «Ellos». Construyeron esto. Y aquello —señala el cielo.
—¿Me va a decir que esos cráneos son de verdad?
—Son sus restos. Se estima que sus dueños eran tan altos como un rascacielos de setenta pisos.
Me aproximo al que nos sirviera de alojamiento. Palpo sus paredes. Se explica la perfección del trabajo. Y también la atmósfera opresiva que impregna el lugar. Un cerebro que sufrió y pensó. Y el cuerpo que sostuvo aquellas toneladas de masa encefálica se dio maña en construir malecones para librar al continente de la erosión marítima.
—¿Seguro que no queda ninguno vivo?
—El último representante de la raza desapareció hace miles de siglos.
Cada uno debía pesar alrededor de ochenta mil toneladas, tanto como un gran transatlántico.
Trabajaron los anillos recubriéndolos de planchas metálicas, que les dieron su forma actual, simétrica y pulimentada. Para ellos la Tierra era un planeta de baja gravedad en relación con su masa. Lo mismo que le ocurriría a un hombre en la Luna, por ejemplo. Se explica así la magnitud de sus trabajos, concluye.
—¿Cómo han podido mantener en secreto este descubrimiento?
—Es fácil vigilar los puntos de acceso. Y la gran mayoría de los colonos ha venido a quedarse definitivamente, para garantizar su discreción.
Aquí se vive mejor que arriba, continúa. Es posible que la vida se prolongue más allá de lo que puede durar afuera, donde el ser humano se halla expuesto a todos los peligros del cosmos.
—¿Cree usted que los colosos llegaron alguna vez a la Tierra?
Los veinte cráneos, empequeñecidos por la distancia. La neblina disfuma sus contornos.
Podría ser el origen de la leyenda de Prometeo y otros titanes. Toda mitología se basa en sucesos reales. También la Biblia lo dice: «Hasta gigantes hemos visto allí; ante los cuales nos pareció a nosotros que éramos como langostas; y así les parecimos nosotros a ellos». Quizá algún representante de la raza encontró los caminos y apareció entre los hombres. Y por primera vez pudo contemplar las estrellas. Fue un pueblo que creció y evolucionó sin tener el cielo estrellado sobre sus cabezas. ¿Qué concepto tuvieron del universo? Vivían entre dos planetas, en un mundo perfectamente limitado. Para ellos las palabras «infinito» y «nada» no tuvieron sentido. Y sin embargo efectuaron viajes interplanetarios.
Marchamos por la orilla izquierda de la gran vía. Carga aérea montada sobre trineos y dirigida por control remoto se desliza rauda por la pista. A la distancia se divisa un cruce de caminos gigantes. Decenas de líneas auxiliares los unen previamente, y otras bajan al continente, donde se destaca un pueblo. Hacia allá nos dirigimos.
—Las colinas y el paisaje en general, ¿son obra de los titanes?
—En gran parte. Fueron consumados jardineros.
Es un pueblo de administración y recreo. Los constructores han aprovechado la policromía de los plásticos para lograr un efecto de armonía. Todas las calles son de colores distintos. De nuevo reparo en que nadie saluda a nadie. A veces las personas cambian algunas palabras entre sí, y prosiguen su camino. Algo le falta al pueblo. Tal vez dicha sensación la produzca la seriedad de la gente. Nadie levanta la voz. La misma disciplina que observé en L. se advierte en los hombres y mujeres.
La puerta de una casa.
—Desocupada —explica L., señalando una plaquita nácar.
Cuando la placa está negra, hay huéspedes. Aquí no existe la propiedad privada. Las casas pertenecen a la colectividad. La calle se ve con nitidez a través de cristales polarizados, que impiden ver desde afuera.
Entra L.
—Debo salir. Me necesitan en la Central de Vigías. No. No se trata de usted. Regresaré a las tres en punto de la tarde. Debe permanecer aquí, y no salir por ningún motivo hasta mi vuelta. Estoy seguro que no contravendrá mis instrucciones. ¿Entendido?
—No hay nada que me impida huir.
—Está equivocado —su voz se endurece—. Hace dos noches se le inyectó un reactivo que nos permitiría encontrarlo rápidamente. No sólo eso. El líquido lo ha transformado a usted en un receptor de ondas electromagnéticas. Podemos provocarle un golpe que le sumiría en un estado cataléptico. Y a cualquiera distancia.
Contemplo la calle. Me observo las manos para ver si la inyección ha producido algún cambio de color en la piel. No. Su aspecto es el mismo. Ordeno el almuerzo. Tentado estoy por salir a la calle o al jardín. Pero el recuerdo del reactivo me hace detenerme.
La casa respira. Es como estar en el interior de un organismo. La calle, a su vez, parece convertirse cada cierto tiempo en un harnero. Se cubre de orificios de regular tamaño, y en seguida recupera su apariencia normal. Periódicamente se humedece por breves segundos. Ha sido construida con los mismos plásticos orgánicos, pero sus poros son de mayor diámetro. Aspiradoras contráctiles situadas a ambos lados de la vía complementan la tarea de mantenerla limpia.
Mujeres ligeras de ropa. Y jóvenes: entre los veinte y treinta años. Sólo entonces descubro qué es lo que le falta a la ciudad. No se ven niños. Ningún chico corretea por las calles. Ninguno camina al lado de sus padres. Ninguno es llevado en brazos por una madre. No se oyen sus risas. Ni sus llantos. Ni sus juegos. Y comprendo que la ciudad necesita de ellos.
Un gong me despierta. La luz ha disminuido de brillo. Al principio paso por alto el detalle. Pero de pronto recuerdo a L. Y, al pensar en él, la debilidad de la luz se materializa en una advertencia: ¡tienen que ser más de las tres de la tarde!
Rápido me dirijo a la sala de estar. Tras la ventana circulan los polacos. Es un hecho que la luz es menos intensa. L. está retrasado tres o cuatro horas. Puntualizó de manera especial que regresaría a las tres. Claro que puedo estar equivocado en mis cálculos. Si bien es cierto que la actividad electromagnética disminuye junto con el declinar del Sol, aún no poseo la experiencia necesaria para medir el tiempo con la simple observación.
L. debía suponer que un atraso suyo me inquietaría. Hay una sola razón para explicar su impuntualidad: que la sustitución haya sido descubierta. No es necesario analizar las consecuencias de un acontecimiento así. Estoy en peligro.
A pesar de mi opacidad emocional, aquella idea me provoca una violenta reacción. Debo irme: abandonar la casa cuanto antes. ¿Y después? Salgo a la calle. Con la mayor calma de la que soy capaz, me alejo de la casa. Nadie se da vuelta a mirarme. A mis espaldas, la puerta se cierra. En medio de mi agitación había olvidado el automatismo de las viviendas. No miro atrás sino una vez que me he alejado unos cincuenta metros de la residencia. Temo; sin ninguna razón especial, que el peligro venga de ese lado.
¿Adónde encaminar mis pasos? La explicación que me diera L. respecto al líquido que se me había inyectado contribuye a devolverme los ánimos. Mediante aquel reactivo están en condiciones de encontrarme en un santiamén. Claro que aquella facilidad también puede hacerse extensible a los demás polacos. Pero si es cierto que mi presencia en la subtierra sólo la conocen pocos, únicamente, éstos sabrán localizarme. Aprieto el tranco, confundiéndome entre los hombres y mujeres que circulan por la avenida. A cada instante, me parece sentir que una mano robusta se aferra a mi hombro. Tuerzo por la primera bocacalle. La esquina me protege de cualquier posible visitante de la casa. Sólo entonces me permito un breve suspiro de alivio. Sigo avanzando con naturalidad. Pienso que, entre aquella gente disciplinada, cualquiera actitud que delate mi nerviosismo tal vez me perjudique.
¿Adónde ir? Estoy en el fondo la tierra, en un mundo desconocido para los de arriba. A nadie puedo recurrir sin delatarme, y, perdida la ayuda de L. o D., nunca podré salir de aquí. Si mi aventura ha sido descubierta, mi destino se limitará a eludir a los polacos por el mayor tiempo posible.
Horas antes, aquella ocurrencia habría bastado para quitarme los ánimos. En el momento actual, sólo el instinto de conservación me sostiene.
Un hombre avanza a mi encuentro. Sin detenerse echa una mirada al cielo: instintivamente, le imito. Una ancha franja oscura, de bordes paralelos, divide el planeta superior en dos porciones.
Semeja un puente, tendido de horizonte a horizonte, cuyas proporciones son suficientes para ocultar una amplia extensión del cielo. Uno de los aros máximos: su vista me inmoviliza.
—¿Se ha quedado dormido?
Una voz suave, cálida. Frente a mí hay una mujer alta. Tez morena. Ojos oscuros. Me observa con curiosidad. Sus facciones son ligeramente toscas: el conjunto, hermoso. El incidente me hace olvidar, por el momento, mis preocupaciones. Confuso, no sé qué replicar.
—Pues… —empiezo.
—¡Ah! Permiso médico. ¿Se siente mal? —Observa mi placa identificadora.
¡Qué gran precaución la de L.!
—¡No, no! ¡Estaba mirando el anillo! —Algo tranquilizador se desprende de la mujer. Mi imaginación trabaja veloz. ¿Qué debo decir? El instinto, de nuevo, me hace callar.
—Sí, lo noté. —Sonríe—. ¿Va hacia allá?
—¿Adónde?
Frunce el ceño. Viste tenues ropas ajustadas. Mueve la cabeza.
—Cuando se mejore, tal vez nos veamos. Debo irme.
Se apresta a cruzar la calle. Desconcertado, me quedo observándola.