Seguramente, el magnetismo que impregna el subterráneo actúa sobre las moléculas atmosféricas y las desplaza junto con la cinta.
Pero no hay niños. Tampoco se ven ancianos. Es decir, no se notan grandes contrastes. La persona de mayor edad que he visto hasta ahora es D. Y no es tan viejo. La luminosidad acentúa la extrañeza de estos detalles. La falta de humanidad que observé en L. se refleja en cada uno de los transeúntes, especialmente en los hombres. Aquel detalle no me preocupa tanto en las mujeres.
En nada disminuye esta impresión los cuchicheos, las distanciadas y económicas sonrisas. La cinta se detiene. Miro hacia adelante. A treinta metros el transportador describe una curva. Gira en torno al terminal del andén central, y se convierte luego en la segunda vía. Un circuito cerrado.
Todos abandonan el camino, y se dirigen a las salidas. Me pliego a la multitud. Lo funcional de cuanto me rodea suaviza mis temores. Siempre lo mecánico ha sido contrapuesto a lo sobrenatural.
Por otra parte, todo es sobrio, sin adornos superfluos. Los fulgores de las amplias escaleras semejan corrientes de energía que resbalan por una pendiente: no se distinguen sus peldaños. El camino se pone en movimiento.
De nuevo al aire libre, en la misma avenida verde, a cuya vera se yergue el edificio que abandonara minutos antes. La arteria desemboca en otra que circunda un enorme parque. Tras los árboles se destaca una gigantesca construcción globular, de color rojizo, bajo cuyos volados fulgen largos ventanales gualdas que rodean la cúpula. Sus pisos inferiores desaparecen detrás de la vegetación. Es posible que me halle en el centro de la ciudad. La calzada amarilla en la cual remata la verde es la que circunvala el núcleo de Ernn. Tentado estoy de visitarlo. Pero A. se hace presente en mi memoria. Y también I., bañándose con toda naturalidad a mi vista. Me dirijo a la próxima hospedera.
—¿El señor desea…?
—¡Nada! Ni mujeres, comida, ni trago. Sólo tranquilidad.
—Muy bien, señor. —Prosigue, en un tono melifluo—: ¿Quizá el señor querrá presenciar un espectáculo artístico?
—¿Ah, sí? ¡Por ningún motivo! Tienes buena memoria, ¿no?
—Ernn se esmera por atender a sus huéspedes —replica, ofendida—. Eso es todo, señor.
—Comunícame con 435, sexto, siete.
A., a menos de un metro. Al alcance de mi mano. Se ve hermosa, envuelta en una bata translúcida. La miro con amargura. Sonríe.
—Mi amigo. Se le puso que tú eras un vigía que él conoció hace tiempo. No lo pude detener.
Mañana te explicaré lo demás. Mala suerte, ¿verdad?
—Pésima suerte —repito con rabia, al recordar a I. Y pregunto, esperanzado—: ¿Qué piensas hacer?
—Dormir —responde, soñolienta—. Te aconsejo hacer lo mismo. Mañana nos vemos.
Pero mi sueño se ha desvanecido. Frustrado salgo a la terraza. Muy cerca, la maciza construcción despide un halo rojo.
—¿Qué es eso?
—El corazón de Ernn, señor. ¿Aún no lo ha visitado? Vale la pena conocerlo, señor.
Pronto marcho por un camino de grava bajo los árboles.
El edificio. Allí nacen dos amplias escaleras mecánicas. Ascienden por el interior de una galería roja que desaparece en lo alto. Fulguran los escalones con reflejos sangrientos. Avanzo. Varias personas me han precedido, y sus figuras, envueltas en el fulgor, se esfuman en la altura. En un peldaño, ancho como una plataforma, inicio la subida. Mis acompañantes más próximos son jóvenes. Por la escalera vecina regresan varios muchachos. Miro hacia arriba: la escalera interminable. Aquella galería parece el interior de una arteria: la escalera, el torrente sanguíneo. La fosforescencia roja me provoca una especie de somnolencia.
No. No estoy en una escalera. Bajo mis pies, un río de sangre, que me arrastra hacia el corazón de Ernn. Las personas que van delante: espectros que ascienden veloces por el espacio. Los detalles de las gradas y del pasillo se funden en un solo túnel de sangre que late acompasadamente. Trato de salir de mi estupor. Vano intento. Algo que emana de la luz o de las paredes me ha inmovilizado.
Las imágenes se desvanecen. Sólo una pantalla escarlata se extiende ante mí.
Un ruido profundo y acompasado. Latido que aumenta en intensidad. El foco verde que brilla. La luz se agranda. Sin darme cuenta me aproximo a ella. El latir. El pulso. El corazón de Ernn. Doy un paso. Salgo de la escalera. Avanzo por el interior de lo que debe ser una gigantesca cúpula. Mis ojos fijos en el verde fanal que flota en el vacío. El latido resuena. Súbitamente cesa. Corto silencio. El latido. El pulso.
Ernn: ciudad de Cronn. CLVIII ciudad del primer anillo.
Visión del anillo. Una llanta metálica de superficie rigurosamente pulimentada. Un cuerpo geométrico de sección rectangular. Es hueco: mide doscientos ochenta kilómetros de ancho por veintiocho de alto. Sus paredes, altísimas cordilleras. Muros oscuros y lisos. La de arriba es transparente. Vista por fuera es un espejo donde se refleja una franja de la carta geográfica de la corteza. El interior del aro: un valle sin fin. Un aeroducto cuyo suelo está formado por una capa de tierra seleccionada. Sobre ella la atmósfera, que no alcanza a llegar al techo translúcido. Un territorio fértil. Selvas, bosques y montañas. Tierras de labranza. Lagos y lagunas. Ríos bien canalizados. Navegándolos, se puede dar la vuelta al mundo a doscientos cincuenta kilómetros de altura. La extensión del anillo es suficiente para abastecer a las poblaciones sin recurrir a los planetas.
Ernn: visión panorámica. Su exacta posición en el anillo. Rectos caminos que nacen de su última calle, la unen a las demás urbes. Caminos que siguen a través del valle, circunvalándolo.
Ferrocarriles subterráneos que circulan por tubos al vacío aseguran su comunicación con todo el aro.
La conectan con los centros de producción automáticos, situados lejos de la ciudad. Allí las máquinas siembran, cosechan y conducen la materia prima a las elaboradoras. De allí parten a Ernn, ya transformadas en productos.
El corazón de la ciudad. De aquí nace la red de tubos neumáticos —el sistema circulatorio— que distribuye a cada uno de los edificios, automáticamente, alimentos, enseres, prestación de servicios, etc.
Bajo el corazón, la Mente. La Mente regula. La Mente vigila. La Mente dirige toda la ciudad.
Cada edificio reclama sus provisiones antes que se le terminen: el tubo se las lleva. Desde el subsuelo de aquellos, otro sistema distribuye a cada uno de los departamentos.
Almacenes, tiendas y mercados. Conectados a los edificios y al corazón. De cualquier departamento pueden solicitarse sus servicios: la red satisfará la demanda.
Cualquiera falla, cualquiera irregularidad, cualquiera falta de cortesía: ¡reclamen a la central!
La movilización: cintas transportadoras que se deslizan sobre polos magnéticos. No descansan jamás. Tómenlas en cualquier barrio y podrán recorrer toda Ernn.
¿Necesitan volar? ¿Quieren recorrer la ciudad, sus alrededores y el anillo por el aire? Vayan al edificio más próximo: en su azotea hallarán magnetones.
Aquí están los museos, donde se guardan los sagrados principios de la colectividad. Aquí las clínicas. Aquí los restaurantes.
¿Quieren salir del anillo y dirigirse a los planetas? Tomen los magnetones y enfilen a la más próxima salida. Cráteres situados a lo largo de todo el valle, cerca de las ciudades, desembocan en la pared inferior del aro. Los accesos: enormes tapas circulares que se abren y cierran por magnetismo, periódicamente, para evitar la más mínima pérdida de aire.
Ésta es Ernn, CLVIII ciudad del primer anillo.
¡Respétenla y ella les servirá con sumisa lealtad!
Estoy bajo una enorme cúpula rojiza, sobre una cinta transportadora que gira con lentitud en derredor de un foso central. Tomo una escalera de bajada. Por la vecina suben varias personas.
Siempre los ojos fijos.
El tránsito urbano, por calles sólo para peatones. No se conocen los accidentes del tránsito.
¿Quiénes son los cronnios? ¿Qué hacen? ¿Por qué su silencio? Un salvaje trasladado bruscamente a una metrópoli: eso soy. Siglos de cultura sedimentada. Siglos de vivir en ciudades como Ernn.
Siglos de disciplina síquica. Una brisa fresca aquieta mis nervios. En el cielo, más allá de la neblina iridiscente, está la cubierta diáfana. ¿Quién había hecho todo eso? ¿Los titanes? Parecía una tarea gigantesca aún para ellos. El hecho que hubiesen actuado en un planeta de baja gravedad, según L., la hacía más comprensible. Colocar un techo de doscientos ochenta kilómetros de ancho. Si los anillos son de origen natural, bien pudieron los titanes limitarse a darles su actual aspecto y función: estuches herméticos, en cuyo interior corría un valle de mayor tamaño que Siberia. Allí los herederos de los gigantes habían levantado dos mil ciudades como Ernn.
Cronn nada tiene que ver con el mundo superior. La corteza terrestre vuela en mil pedazos, y surge de sus entrañas un nuevo planeta rodeado de anillos. Habrían podido hacerlo.
El restaurante está en una terraza, en el segundo piso. Lo he elegido al azar. Tengo hambre.
Las mesas, para dos y cuatro personas, se ven bastante separadas entre sí. Se nota que aquí los restaurantes no persiguen fines de lucro. Me instalo al lado de la baranda, junto al parque. A pesar de lo avanzado de la hora, varias personas están comiendo. A través de un cristal se divisa un salón.
La iluminación es suave: deja los rostros de los demás en la penumbra. A mi izquierda, la ciudad se proyecta con su infinidad de rascacielos dejando oír su zumbido de colmena, interrumpido a veces por su apagada respiración.
Hago mi pedido al mozo mecánico. La silueta de I. vuelve a mi mente. También A. No me quedan ánimos para insistir con las cronnias. A. tiene razón. Debo esperar. De lo contrario, todo me saldrá al revés. Tal vez ha sido preferible que lo de I. haya tenido un desenlace tan poco afortunado.
Pude meterme en un lío. Había empezado bien. Pero, ¿habría podido mantener la farsa hasta el final?
Para ser un restaurante, poco o nada en común tiene con los que conocí en Chile. No se ven rostros congestionados, ni mujeres que miran a hurtadillas. Los diálogos se mantienen en voz baja.
Las risas jamás sobrepasan un tono discreto, cuando llegan a producirse.
El hombre aparece cuando empiezo a comer. De inmediato llama mi atención. Es alto, flaco; viste uniforme gris oscuro. Toma asiento al lado de la baranda, separado de mí por una mesa.
Entonces veo su rostro. Muy pálido, con ojos rodeados de negras ojeras que se destacan en su cara hierática. Varios comensales lo observan, haciendo comentarios en voz baja. Hasta me parece notar en dos de ellos algo como preocupación. En ese preciso instante me lanza una rápida ojeada.
Destellan sus ojos, y, por una milésima de segundo, me siento traspasado. Luego se inclina sobre la mesita rodante, y ordena su comida. Parece olvidarse de mí.
El incidente me ha intranquilizado. Siento un impulso irrefrenable de marcharme de allí. Me contengo, y sigo comiendo, lanzando disimuladas miradas al hombre. Sobre su pecho, a pesar de la distancia, distingo su placa identificadora que se destaca por su tamaño. Técnico. Las demás cifras son ilegibles.
¿Policía? Nada había dicho Ernn sobre ella. ¿Sería un agente? Su aspecto inspira desconfianza.
Ese es el sentimiento que creí advertir en los comensales, a pesar de su frialdad.
Trato de desentenderme de él, a pesar que lo tengo al frente. Me inclino sobre el plato. Una extraña sensación me obliga a alzar la vista: el Técnico ha clavado sus ojos en mí. Me escruta impasible, sin que un solo músculo de su cara se altere. Nervioso miro en derredor: la gente sigue comiendo tranquila. El segundo plato. El Técnico continúa observándome. Un centelleo hipnótico riela en sus ojos. Sin pensarlo dos veces me levanto y, paso a paso, me dirijo hacia la rampa de salida. Ya oigo una voz dura que me conmina a detenerme. Al llegar a la salida, doy un vistazo al hombre. No deja de mirarme.
Segundos después avanzo por la calle. Por la primera escalera bajo a las cintas transportadoras.
Miro hacia atrás. No distingo al Técnico entre la multitud. La vía se pone en movimiento. ¿Tendrá algo que ver este personaje con el peligro que me advirtiera A.?
—¿Quiénes son los Técnicos?
—Los que dirigen Cronn, señor.
—¿Cómo así? ¿Qué dirigen?
—Las ciudades, las máquinas, todo.
—¿Qué es «todo»?
La voz calla. Insisto. El mismo silencio. Otra pregunta sin respuesta. ¿Por qué? Los ventanales de Ernn me escudriñan a través de la terraza.
Me he serenado. Mi situación no puede seguir así, indefinidamente. ¿Qué será de L.? Sólo ahora comprendo la falta que me hace. Aún no estoy recuperado por completo de los efectos del narcótico.
¿O he cambiado? No hay duda que mis reacciones son opacas. Siempre fui nervioso. ¿Regresaré algún día a la superficie? Me encuentro en condiciones de encarar con entereza las posibles conclusiones. Ha desaparecido en parte la sensación de estar viviendo un sueño. Poco avanzo sin L.
Pero debo partir de la base de que lo volveré a encontrar. Posiblemente A. me ayude a ello.
¿Volveré a Chile? Los habitantes de este mundo nunca lo consentirían. Ha pasado la peor parte de la aventura. Alejado de Chile, hallarme en Polonia o en Cronn resulta lo mismo. Hay, no obstante, un hecho favorable para mí: los cronnios se han visto forzados a justificar su error. L. y D. —hay otro en el secreto que aún no conozco— necesitan que las autoridades cronnias ignoren la fuga de X. O sea, nadie en Cronn sabe que no soy X., aunque esta confidencia también se la he hecho a A. ¿Habré procedido bien? Después de todo, ¿quién es A.? Pero su imagen, al volver a mi memoria, me inspira confianza.
Nadie debe saber que X. ha intentado escapar. Puedo entonces comenzar una vida nueva, bajo circunstancias favorables.
¿En qué consistirá mi oficio? ¿Qué deberé vigilar? Por cierto que no es el campo experimental mencionado por L. De nuevo el mundo subterráneo, de ahí debo partir. Cronn nada tiene que ver con la Tierra. Está separado de ella por mil kilómetros de granito. ¿Cómo se va a la superficie? ¿En qué forma llegó X. a Chile? ¿Por dónde me trajeron? Debe existir algún camino. L. me había hablado de él en el Villorrio de la Calavera. Una senda muy bien resguardada. Un camino que traspasa la corteza, sorteando bolsones de lava, pantanos en ebullición. Zonas donde la gravedad está alterada. El infierno. Puras divagaciones. A., alegando ignorancia, también rehusó darme explicaciones.