L. pudo ser sincero al decirme que sería devuelto a mi patria. Recapturarían a X., y yo volvería a ser Hernán Varela. Pero, ¿y si X. hubiera huido? Ha tenido tiempo demás para abandonar la personalidad de Hernán Varela y buscarse una nueva. ¿Cómo no pensé antes en eso? X. tiene que haberlo hecho. No podía ignorar que sus compatriotas volverían a buscarlo en cuanto descubriesen su truco. ¡Hernán Varela ya ha desaparecido de Santiago!
La historia relatada por L. en la clínica. El plazo que los cronnios —polacos en esa época—tenían para recuperar a X. ¿Cuáles serían las causas de aquél? Otra vez la subtierra. Mientras no sepa a qué atenerme sobre ella, todas mis disquisiciones son ociosas. En todo caso, mis posibles alternativas se reducen a dos: que los cronnios me devuelvan a Chile, o que me vea condenado a representar el papel de mi antecesor por el resto de mis días. Siempre que el secreto de la sustitución no haya sido descubierto. Porque entonces…
—¿Algún recado para mañana, señor? ¿A qué hora desea que lo despierte?
Salgo a la terraza a echar un último vistazo a Ernn. Continúa el ir y venir de transeúntes. Vuelvo al dormitorio.
—¿Quiere oscuridad, señor?
Ernn desaparece bruscamente, hundiéndose en las sombras.
—Buenos días, señor. Le espera un día hermoso. ¿Qué se va a servir de desayuno?
Me doy un largo baño. Chorros de agua pulverizada se deshacen contra mi piel produciéndome un infinito bienestar. Me visto, tomo el desayuno y salgo.
La calle se curva a lo lejos. Varios cronnios miran el cielo. Un cruce. Ernn, transportada por el anillo —un valle rodante—, va llegando al polo. La blanca llanura, delineada por un canal circular, aparece atravesada por oscuros arcos. Ernn aún no se encuentra bajo el vértice. El relieve y simetría de los anillos que surcan pesadamente el espacio. Sólo la gravitación los sostiene.
En una tienda de artículos ópticos me premuno de prismáticos. Basta pedirlos por un micrófono, y allí están.
Una cruz de cuatro brazos plateados comienza a extenderse contra la zona alba. Algunos cronnios se detienen a observarla. Otros, la mayoría, la ignoran. En la azotea hay tres personas contemplando el cielo. ¡La cruz ha desaparecido! Miro a los cronnios. No les ha llamado la atención el fenómeno.
Tampoco advierten —por suerte— mi ofuscación. ¿Qué ha ocurrido? Recorro el cielo con el prismático: nada. Veo todo envuelto en una niebla. Y entonces… Ernn lo dijo: la cara superior de los aros son espejos. Sí: en el segundo y tercer anillo se reflejan, en este instante, los territorios polares del planeta central. Blanco sobre banco. Minutos antes, al observar los satélites, había visto sus paredes laterales. A medida que Ernn se aproximaba al vértice, aquéllas se hicieron más delgadas, y desaparecieron cuando la ciudad llegó bajo el punto de intersección.
Lentamente se perfilan dos líneas que se cruzan: son las paredes opuestas de los dos satélites.
Ernn sigue su marcha, y se aleja del vértice. Fuera del polo, los dos espejos —que se distinguen por un borde— retratan una franja de los continentes inferiores. Un canal, que comienza en el linde del segundo anillo, desaparece bruscamente en el vacío. El mapa de la corteza está atravesado por una carta geográfica de orillas paralelas; se interrumpe en el polo, y reaparece en su lado opuesto hasta hundirse en el horizonte. Lo mismo sucede con el tercer aro. Desde allí los cronnios, cabeza abajo, contemplan el mismo espectáculo. Pienso que, con un telescopio y fuera del anillo, podría verme a mí mismo escrutando el cielo.
Me deshago de los prismáticos y los echo en un tubo recuperador. Este lo conducirá a la Central.
Allí la Mente, que todo vigila, se encargará de devolverlo a una tienda de artículos ópticos.
Es una hermosa ciudad. Limpia, de bellos colores. Marcho por el centro de la avenida. De tarde en tarde la calle parece transformarse en una criba. Se abren los innumerables poros de plástico y aspiran profundamente. Además, las aspiradoras laterales engullen cada cierto tiempo los escasos desperdicios. El detergente complementa el aseo humedeciendo las arterias a grandes trechos.
Camino sobre una piel.
El deambular de los cronnios tiende a disminuir. Gran movimiento de magnetones en el cielo.
Esferas opalinas que cruzan raudas, destacándose apenas contra la corteza. Todo en silencio. El cruce ha quedado atrás. El planeta superior es una tela floreada. Limpieza y resplandor en todos los detalles. Sí: Cronn es un mundo limpio. Pero detrás de aquella pulcritud se oculta la amenaza.
Las fuentes que lanzan chorros caprichosos a enorme altura. Y entonces… Los niños siguen ausentes. Me dedico a corroborar el detalle. No se ve ningún chico. Como en el pueblo.
La sastrería. En un cuarto pequeño un invisible sastre mecánico toma mis medidas mediante sutiles instrumentos y pantallas. Se abre una especie de guardarropa, y allí está mi atuendo. No ha sido confeccionado especialmente para mí. El sastre se ha limitado a pedirlo luego de verificar mi talla. El tubo neumático ha hecho el resto. Es un uniforme azul, de sobria comodidad. Me servirá, además, para despistar a mis probables perseguidores. En Cronn los hombres no se destacan por su elegancia. Sólo las mujeres exhiben mayor variedad de vestiduras.
—¿Has esperado mucho? —La cronnia lleva un vestido más recatado.
Nos dirigimos al próximo paradero de cintas. Repara en mi flamante tenida. Le informo que he visitado el corazón de Ernn.
—Eres casi un cronnio —comenta.
La escalera automática. No tomaremos los transportadores. Un tercer juego de escaleras nos lleva más abajo.
—¿Qué son los Técnicos?
—¿Has visto alguno? —pregunta, con un leve sobresalto.
Escaso público en la amplia galería. En la pared que enfrenta el acceso se destaca una serie de puertas. Cuando le narro el incidente del restaurante me insta a hablar en voz baja. Nadie repara en nuestro confidencial coloquio. La inmensa galería, reluciente, iluminada por la delicada fosforescencia del cielo raso, presenta sobrios dibujos. Es una de las estaciones de trenes subterráneos.
Los Técnicos son los que tienen la responsabilidad del funcionamiento automático de Cronn.
Reciben una educación especial, sometidos a una férrea disciplina. De ahí su curioso aspecto.
—¿Curioso? Diría fatídico.
Movimiento entre el público. A lo largo del muro las puertas se abren. Cruzamos un corto pasillo que desemboca en otro larguísimo, perpendicular al primero. Siempre la tenue iluminación que, no obstante, permite ver hasta los menores detalles. Apagadas exhalaciones de compresoras. Tengo la curiosa impresión de hallarme herméticamente aislado del exterior. A ambos lados del pasaje hay puertas. Un confortable camarote: cómodos sillones, transformables en camas. Un minúsculo cuarto de baño. También, una pantalla de gran tamaño que asemeja una ventana.
Una fuerza invisible me empuja con suavidad contra el respaldo del asiento. Por el tubo al vacío el «subte» resbala como un proyectil impulsado por los polos magnéticos.
Oprimo una mano de A.
—¿Siempre tienes que aferrarte a las mujeres?
—Toda la vida.
En la pantalla relucen líneas y puntos, que forman una especie de mapa. Es el itinerario del tren.
—Dnak —musita A. en un micrófono. Luego contesta a un comentario mío—: Los cronnios son amigos de la intimidad.
—¿Todos los vagones están divididos en camarotes como éste?
—Todos. Los bienes materiales sobran en Cronn.
Siempre es posible encontrar departamentos disponibles, tanto en las ciudades como en los ferrocarriles. Nunca faltan los magnetones en las terrazas. Sobran la comida y el vestuario.
—Y siempre encontrarás una mujer dispuesta a compartir estas comodidades —concluye, en un tono indefinido—. Sobran las A. y las I.
—¿I.? ¿La conoces?
—Anoche tuve el gusto de escuchar su voz, por lo menos.
—¿Cómo?
—Mi amigo nada sospechó. Pero yo sí. En la imposibilidad de prevenirte contra todas las asechanzas cronnias, pedí una comunicación confidencial con tu departamento. Tú no te diste cuenta. I., que estaba tan deseosa de dormir, tampoco. Y escuché vuestra amable charla.
—¿Por qué lo hiciste?
—Para defender a mi buen X. de tentaciones. Aunque sé que tú no deseabas ser defendido de I.
Se recuesta. Entrecierra los ojos, al proseguir:
—No te desanimes. Con el tiempo, si todo resulta bien, no te faltarán amigas comprensivas y libres de prejuicios.
—¿Por qué hablas así?
—Vienes de un mundo donde existen cosas que aquí han desaparecido. Somos mucho más distintos de lo que crees.
En Cronn sólo se convive, prosigue A., cansada. Todos colaboran por el bienestar de la colectividad. Se desconoce el egoísmo. No existiendo el matrimonio ni la familia, el cronnio es libre para hacer lo que le plazca. Siempre que no perjudique los intereses colectivos. No hay mujeres feas ni hombres sin atractivos en Cronn. «Todos somos más o menos iguales». La voz de A. resuena extraña al decir aquello.
—Trabajamos duramente. No hay tiempo para el amor: sólo para convivir.
Fulgen las paredes plásticas. Se espesa la atmósfera del camarote. El expreso engulle espacio en el vacío. Una bala que jamás abandonará al ánima de su cañón. Comodidad, limpieza, funcionalismo. Tras ello, una gran frialdad. La gente: simples accesorios de aquel fabuloso poderío económico. La ocurrencia se esfuma rápida. Pero queda latente en el fondo de mi conciencia.
—¿Y los niños?
—En salas-cunas. A cargo de personal especializado. Son engorrosos dentro de un pueblo que trabaja.
A veces la fuerza me empuja hacia adelante. Una estación. De nuevo la inercia. Nueve mil kilómetros por hora. El ferrocarril se desliza por las tuberías de la gran máquina cronnia. Transporta en silencio a sus callados pasajeros. Va y viene. Se para. Vuelve a resbalar. Todo controlado desde la distancia. Un Técnico de expresión hierática y profundas ojeras mueve palancas y conmutadores.
Sus ojos penetrantes escrutan diales, barajan ecuaciones, miden el tiempo. Las imágenes desfilan veloces por mi imaginación.
—¿Qué labores les quedan a los cronnios por realizar si todo es automático?
La verdad es que todo el mundo podría descansar en Cronn, me explica A., con desgano. Sería posible vivir sin trabajar. Pero la colectividad, temerosa de la corrupción, ha limitado el automatismo. Además de protegerlos contra la degradación, la fuerte disciplina a que se encuentran sometidos los cronnios impiden que el progreso se estanque.
—L. te explicará todo eso algún día. —Decididamente, hay tópicos que la aburren.
—¿Sería posible que tú me ayudaras a localizar a L. o D.?
—¿Conoces su clave identificadora?
Se refiere a las cifras que van estampadas en la insignia. Advierto que A. no lleva la suya.
—No.
—Es imposible hacer lo que pides, entonces. Pero ellos podrán localizarte llegado el momento.
De pronto se me ocurre pensar que A. está en connivencia con L. Es una sospecha repentina. L. pudo dejarme escapar adrede. La mujer apareció de manera providencial.
—Tú conoces a L.
—Estás equivocado —replica con tranquilidad—. No conozco a L. ni a D. Tampoco sé qué planes tienen respecto a ti.
Brillan sus ojos suavemente.
—¿Planes? No entiendo…
—Tú me contaste una historia. Yo te la creí. Pero a mí no me consta que la historia que L. te contó sea verdadera.
Se acentúa la irrealidad del ambiente. Un ligero escalofrío me sacude. Ella es la que me toma la mano ahora.
—Nada temas. Los cronnios no acostumbran a inmiscuirse en la vida del prójimo. En tanto más solo andes, menos riesgos correrás.
—Procedes de un modo extraño.
—Piensas eso porque desconoces nuestra mentalidad. Es posible que haya hecho cosas que te han herido. Pero no he tenido tiempo de trazar un plan para adaptarte a nuestro medio como L. Además, no serviría para eso. Soy poco aficionada a pensar. Me has caído en gracia. De lo contrario te habría dejado solo.
De nuevo una gran debilidad.
—Tú no te das.
—Las cronnias nunca se dan.
—¿Y tu amigo?
Sonríe. Sus labios rojos, húmedos. Un poco abultados. La escena en el magnetón. Me revuelvo inquieto.
—Dale con lo mismo. No tengo amigos. El de anoche lo conocí en la terraza.
—¿Y por qué te fuiste donde él entonces? —A duras penas contengo mi furia.
—Convivencia, simplemente. —Lo dice sin cinismo.
—Pero conmigo no convives.
El aislamiento del camarote. Los sillones. El silencio. Mi vista se oscurece. Su mano me acaricia el pelo. Experimento una gran sensación de alivio. Y dulzura.
—Es lo único que he hecho desde que volví en busca tuya.
—¡No es ésa la colaboración que quiero!
—¡Cálmate! Eso lo encontrarás en todas las cronnias, cuando llegue el momento.
—Sólo te quiero a ti.
—Dnak —dice una voz seca.
—Nada de impulsos. —Se desprende de mí.
—¿Y cómo lo hacías con tu amigo anoche?
—Telepatía —exclama riendo. Y añade con un tono de reproche—: Eres bastante grosero, ¿no?
Dnak: selva umbría y esbeltos edificios.
Flores de raras formas y colores. Las calles cruzan a gran altura sobre la floresta. Puentes audaces sólo apoyados en los rascacielos, que se yerguen en medio del inmenso parque, sobre robustos pilotes por cuyo interior circulan ascensores. Salvajismo y civilización. Un colorido intenso y un perfume enervante emergen de la urbe. Canales serpentean entre la espesura. Debajo del manto agreste corre el alucinante sistema de cintas transportadoras.
—¿Te gusta?
La visión de la urbe: fantasía descabellada. Sólo una incalculable riqueza ha sido capaz de concebir y realizar Dnak. Los anillos que ruedan alrededor de los planetas. La corteza que se desplaza lenta en el cielo, con sus océanos y continentes.
—No te quedes así embobado. Recorre la ciudad sin aparentar asombro, mientras yo hago mis visitas. Si quieres baja al parque y me esperas allí.
—¿No hay fieras?
Ríe.
—Creo que no. Encontrarás de todo. Cualquier cosa que necesites no tienes más que pedirla a las proveedoras.
Las márgenes de una laguna. Hojas de un verde intenso se inclinan sobre las aguas. Las flores exhiben corolas de tamaños monstruosos. Un jardín de mutantes. Bajo el agua se deslizan extraños peces. Aves semejantes a zancudas me miran desaprensivamente.