—¿Qué es eso? —pregunto.
Se asoma, y luego se vuelve hacia mí.
La silueta de L. se recorta grotesca contra el muro blanco.
Llego a la misma orilla. Desfallezco. Un vacío que se agranda en la boca del estómago.
Retrocedo tambaleante. El abismo se hunde insondable en las entrañas del planeta. Un tubo, con anillos de luz en su interior, se empequeñece progresivamente hacia la sima.
—Tiéndase en el suelo, y acérquese.
Se equilibra en el canto del cráter. Repto y avanzo por segunda vez. Me zumban los oídos. El precipicio gira. Estamos sobre una plataforma suspendida en el vacío. Debajo de ella nace la primera franja luminosa. El tubo se abre bajo el piso de la caverna donde aterrizáramos. Los contornos constituyen la tapadera del pozo, que desciende a plomo con una infinita serie de círculos de luz que van disminuyendo de tamaño. El más profundo parece hallarse en el extremo de un embudo.
Un microbio asomado a una faringe humana. La voz fría y seca del cronnio:
—¡La obra maestra de los titanes! Un tubo enteramente iluminado, eternamente iluminado, de cien kilómetros de diámetro por cinco mil de longitud. El Eje del Mundo. Un eje hueco, que atraviesa el último planeta de polo a polo, calibrado como el ánima de un cañón.
Me ayuda a levantarme. Siento que mi cabeza gira veloz. Parado al lado de la sima, temblorosas las rodillas, advierto que L. fija el extremo de un cable a mi cintura, el cual ya está unido a la suya.
Deslumbrado por la visión, no me doy cuenta de lo que hace. El mismo hecho de encontrarnos en el vacío, sin escuchar otro ruido que la respiración del cronnio por los auriculares, acentúa el carácter de pesadilla de la escena. A menos de treinta centímetros de mí se abre el agujero. A nuestra derecha, el oscuro piso del volado, que una luz crepuscular ilumina, va a unirse con la pared del fondo, donde se halla la puerta del pasillo neumático.
¡Y me empuja! Desprevenido y mareado, pierdo el equilibrio. Vacilo una fracción de segundo al borde del abismo, y me precipito en el vacío.
Me siento suspendido en el espacio, sin ningún movimiento. Cierro los ojos. Un ronco estertor.
—¿Tiene miedo? ¡Míreme! Estoy a su lado… ¡A menos de cinco metros!
Las palabras de L., pronunciadas con esa serenidad que sólo él sabe darles, no son suficientes. No me atrevo a abrir los ojos. Manoteo desesperado.
—En vez de manotear en forma tan poco digna, dé la vuelta y míreme. ¿Más insultos? Para su tranquilidad, debo decirle que no se va a morir. ¡Una simple prueba! Haga cuenta que es un aeroesquí. ¡Caída libre! La gravedad burlada gracias al ingenio y la inteligencia.
Pruebo hacer lo que me dice. Mis párpados, pesadísimos, se niegan a abrirse. Abro los ojos por último. Estoy vuelto hacia el fondo. A pesar de nuestra velocidad apenas nos movemos. Abajo, los anillos no son mayores que una rueda de bicicleta. A la derecha vislumbro, con el rabillo del ojo, algo que sube con acelerado movimiento. Vamos dejando atrás, mejor dicho arriba, el primer círculo luminoso.
—Las franjas nos darán una idea de la velocidad. Tienen veinticinco kilómetros de ancho, separadas de su vecina inmediata por una banda oscura de la misma medida. Poco a poco pasarán con mayor rapidez. ¡Vuélvase para acá! Estoy a su izquierda. Un poco por encima de usted.
Efectúo un movimiento de torsión. Gira el tubo. L. sigue unido a mí por el cable, de pie como si estuviese en un piso invisible. Detrás de él se extiende una gigantesca pantalla blanca donde se destaca su silueta. Es el segundo aro. En un vacío casi absoluto es imposible notar la sensación física de la velocidad.
—Llegaremos a velocidad cero al otro extremo. El conducto cruza el planeta de polo a polo. En la Tierra oí una adivinanza bastante tonta, pero susceptible de aplicarse a este caso. ¿Qué hace un perro cuando llega a la mitad de un bosque? La respuesta es: empieza a salir. Aquí pasará más o menos lo mismo: caeremos con velocidad uniformemente acelerada hasta llegar al centro del planeta. ¿Qué pasará entonces? ¡Comenzaremos a subir! Desde la segunda mitad de la chimenea, nuestro movimiento será uniformemente retardado, hasta detenernos por completo. El tubo está vacío. Sólo de tarde en tarde vienen cronnios a efectuar la prueba. Para los vigías es obligatoria.
Forma parte de su entrenamiento. Además, son mínimas las posibilidades de una colisión en un espacio de cien kilómetros. Podrían estar cayendo miles de personas en este mismo instante y no nos daríamos cuenta.
Sigue disertando: aceleraciones, caídas libres, etc., con la misma tranquilidad de un conferenciante. Su inalterable sangre fría termina por devolverme la calma. Por otra parte, la caída es de tal modo silenciosa y los puntos de referencia para valorizar la aceleración se encuentran tan distantes, que el miedo concluye por desvanecerse. A pesar de todo, aún no me siento capaz de mirar abajo. Miro hacia arriba. Puedo ver ahora el anillo inicial en toda su amplitud. Su movimiento ascendente no refleja ni de manera aproximada nuestra real velocidad. Cerrando los ojos uno se cree suspendido en el espacio sin ataduras de ninguna especie. Y caemos. Cada vez más rápido.
Mi terror se bate en retirada. El hecho de ver al cronnio a menos de cinco metros de mí me restituye el valor. Los anillos tardan menos en pasar. Se suceden con majestuosa aceleración.
—¡Cinco kilómetros por segundo! Dieciocho mil kilómetros por hora. No se nota, ¿verdad?
Los aros se mueven. La más perfecta inmovilidad: los vemos pasar como las ventanillas de un tren nocturno. ¡Dieciocho mil kilómetros por hora! Y nuestra velocidad va en constante aceleración.
—¿Para qué los titanes construyeron este tubo?
—Cada raza tiene su meta. Los titanes, como grandes ingenieros y constructores, aspiraban a la realización de algo único. ¡Este esófago! ¿Cuál fue la utilidad práctica que obtuvieron de él? Nadie lo sabe. Quizá fue una simple obra maestra, la culminación de su talento constructor.
Transcurren los minutos. Todo cuanto me sucede y me ha sucedido es absurdo, sin agarradero posible. Una historia sin pies ni cabeza. La Gran Prueba. ¿Por qué tengo que hacerla? ¿Para representar el papel de otro, a billones de kilómetros de mi planeta?
—Llevamos doce minutos y medio de viaje. Vamos llegando al corazón de Cronn.
Poco importa ya que estemos en el núcleo del sistema o en la Cáscara. Da lo mismo.
De súbito la chimenea gira por completo. Miro, en esos precisos instantes, las profundidades, sin preocuparme del resultado final de la caída. Y entonces se produce. En un segundo, cambia el sentido de nuestro viaje. Empezamos a subir a vertiginosa velocidad. Desfilan las franjas. Abajo, el tubo se abre interminable. Lo mismo arriba: los anillos se achican ahora por ambos extremos.
Encima de nuestras cabezas las bandas vienen a nuestro encuentro con silenciosa rapidez. En veinticinco minutos atravesamos el último planeta. De polo a polo, sin necesidad de vehículos de ninguna clase. Siento una gran calma. No sólo es una calma espiritual. El cronnio intercala de tarde en tarde una que otra frase. Despierto de una pesadilla que ha durado años. Miro los contornos, sintiéndome despejado y dueño de mí mismo por primera vez desde mi llegada a Cronn. Ahora lo sé. La trascendencia de mi descubrimiento no me mueve a ser muy locuaz.
Voy a hablar: mis pies se apoyan en algo sólido.
—¡Venga! Llegamos. La plataforma magnética se mantiene únicamente por diez minutos. Si no logramos llegar a la orilla en ese plazo, volveremos a caer…
Caminar en el aire, sobre un agujero como aquél… Arribamos a un volado igual al que abandonáramos media hora antes. Tal cual si hubiésemos regresado al mismo sitio.
—¡Nadie, ningún titán, por grande que sea, es capaz de construir eso!
El rostro de L. envejece a través del cristal de su escafandra.
—Me alegro que haya llegado a esa conclusión. Los titanes existieron, pero no en Cronn. Por eso quise que hiciera la prueba. Temí, por un momento, que nunca presintiera la verdad…
Dejamos atrás el círculo antártico, que mantiene escondido, bajo una espesa frazada de nieve, el eje del mundo. Contemplo el techo, que siempre ha sido para mí lo más desconcertante. Parece que las masas continentales se desplazaran como si no se encontrasen sólidamente empotradas en el planeta.
—Todo flota. Cada esfera, tanto en la superficie interna como externa, se halla recubierta por una capa de agua de varios kilómetros de profundidad. Sobre ella flotan los continentes. Pontones rellenos de tierra, separados del fondo del mar por kilómetros de agua.
Los continentes flotan, pero sus posiciones apenas varían. Los tubos comunicantes los unen a las esferas por debajo del mar. Otros conductos enlazan los continentes entre sí, bajo los océanos. Son verdaderas barcazas cuyo fondo plano sigue la curvatura de la esfera correspondiente. Sus flancos, cortados verticalmente. Las murallas o acantilados de metal que yo observara en el Villorrio de la Calavera. Dentro de ellos hay tierras fértiles seleccionadas.
—Todo lo hicieron los Altísimos.
Fue la primera vez que los oí mencionar. Sin saber a qué se refería —debido tal vez a la especial entonación de su voz al nombrarlos, o quizá a sus explicaciones sobre la configuración continental—, el hecho es que de inmediato me puse en guardia.
—Ellos construyeron Cronn.
Comienza el crepúsculo.
Los hombres, los de la Tierra y los de Cronn: simples juguetes. De nada sirve que la ciencia demuestre nuestra pequeñez, que la contemplación del espacio nos haga sentirnos insignificantes.
De nada sirve que la idea de Dios trate de ponernos en nuestro lugar de seres efímeros. El ser racional necesita de hechos, de cosas tangibles para comprender su miseria. Sin ellos, busca y busca.
Y a veces encuentra.
La plataforma se posa en el pasto. L., el rostro cansado, se dirige hacia la barrera de árboles gigantes que rodea el claro. Se sienta a los pies de uno de los colosos. Apoyado en la arrugada corteza, mira la copa de los árboles de enfrente, y por encima de ella, el techo, y más allá del techo…
—¿Comprende lo que es la eternidad? ¿No? Yo tampoco. ¿Por qué? Porque nuestra razón no ha sido conformada para entender conceptos así. Nuestra vida transcurre en el infinito y en la eternidad.
Aún más: nosotros podemos trasladarnos por el universo, recorrer todos sus caminos. Deberíamos ser capaces de asimilar alguna de esas palabras. Sin embargo, no es así.
Nos hemos preocupado por encontrar la manera de reducir a términos inteligibles el universo que nos rodea. En todos los mundos habitados existe la misma inquietud. En todos ellos, sus científicos han descubierto —o creído descubrir al menos— esos términos. Han llegado a calcular, como en la Tierra, el diámetro del cosmos visible. Han hablado de dimensiones, de expansión del universo. Han estimado su edad en tantos o cuantos miles de millones de años. Hablan de su forma general y de cosas abstractas.
Pongamos por ejemplo al planeta Tierra. Allí se desenvuelve una vida inteligente, similar a la cronnia y a la de muchos otros mundos poblados por humanoides. Allí el hombre es el patrón, el punto de referencia, la medida con la cual todo cuanto existe es susceptible de reducirse a términos comprensibles. Su tamaño le hace pensar, no sin razón, que se halla situado a medio camino entre lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño. Hacia abajo, el átomo, y, en el cielo, el espacio poblado de estrellas. Dentro de los confines de su mundo, el hombre es una excelente medida para concebir y calcular todo lo visible. Para concebir «su» universo, «su» infinito, «su» eternidad. Pero, ¿es en términos absolutos, el hombre un buen patrón?
El átomo, el hombre, el universo y Dios. ¿Podría ser así? En cierto sentido, sí. Dios está por encima de todo lo que existe. Ya sea respecto a un microorganismo como a un titán. Para comunicarse con Él no es necesario recurrir a intermediarios. De existir una raza microscópica, por cierto que no requeriría de nosotros para hacerse oír por Él.
Pero, ¿qué representaríamos nosotros para esa hipotética raza? Imaginemos a un ser pequeñísimo, visible mediante potentes microscopios, el cual vive en un mundo apropiado a su tamaño, en un planeta de un volumen no mayor que una esfera de un metro de diámetro, por ejemplo. Imaginemos que dichos entes logran imponerse de nuestra existencia por medio de cálculos y observaciones instrumentales, pues nuestra magnitud no podría ser apreciada conforme a su escala. ¿Qué pensarían de nosotros? ¿Nos considerarían dioses? Estaríamos en condiciones de hacer por ellos cosas «sobrenaturales». Llegada la ocasión, seríamos capaces de construirles un mundo artificial infinitamente superior, desde el punto de vista técnico y de seguridad, al que les diera la naturaleza. Podríamos dominarlos como ningún ser humano lo ha hecho hasta ahora.
Podríamos elegirles una órbita alrededor de nuestro mundo, y hacerlos girar allí hasta que nos diera la gana. Nos serían de gran utilidad para descorrer los misterios del microcosmos. Podríamos inyectarlos en nuestras venas y utilizarlos para explorar nuestros vericuetos orgánicos, y obtener de ellos valiosas informaciones. ¡Observadores inteligentes que nos servirían para la conquista del micromundo! Y la contrapartida: jugaríamos ante ellos el papel de Hacedores, de divinidades de su universo.
Pero ellos, por hallarse dotados de la capacidad de razonar y hacer abstracciones, comprenderían a la larga que, por mucho que fuese nuestro poder y dimensión, seríamos, como ellos, productos de la creación. Seres prodigiosos pero llenos de flaquezas y necesidades.
Raros, incomprensibles quizá, misteriosos en nuestros propósitos. Nada más. Si ellos se autodenominaran humanos, dentro de los límites de su universo, nosotros pasaríamos a integrar el mundo de lo no-humano o de lo sobrehumano. Así denominamos todos aquellos fenómenos cuyo origen desconocemos. Capaces de convertirnos en sus tiranos absolutos, podríamos hacer de ellos nuestros más humildes y sumisos esclavos, bajo la amenaza siempre latente de destruirlos en un abrir y cerrar de ojos. De existir una raza semejante, nosotros, por haber alcanzado un alto grado de civilización, nos compadeceríamos de tales seres, siempre que no representaran un peligro para nuestra seguridad, y trataríamos de ayudarlos. Nos sería posible construirles un paraíso y solucionar de golpe la totalidad de sus problemas.