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Authors: Hugo Correa

Tags: #Ciencia Ficción

Los Altísimos (21 page)

L. pone en marcha el magnetón. Lentamente avanzamos por una gran avenida. Desembocamos en nuevas perspectivas: construcciones ruinosas. ¿Hay alguien en el interior de las habitaciones? Se dibujan con nitidez los marcos poligonales y una sección del muro interior. Más allá la noche.

Otras veces la ciudad se achata, encogiéndose grotesca, o desapareciendo engullida por las tinieblas, según sea el ángulo de observación del Ojo.

Todo es tan real y a veces se enfocan paisajes tan atractivos que en más de una ocasión los cronnios se han dejado caer en una verde pradera. Y han seguido viaje hasta la chimenea contráctil.

Una novedosa manera de suicidarse. Arrojarse de cabeza en las tranquilas aguas de un lago, y sumergirse en sus entrañas sin fondo, en una caída de cientos de kilómetros. También produce un raro efecto el precipitarse contra la gente y atravesarla de parte a parte sin que ellas se den cuenta de nada. Si se utilizan esquís, la sensación es aún más real. La gente, al lado de uno, conversa y camina tranquilamente, sin percatarse de nada. ¿Creerían que seres de otros mundos están mirándoles la cara a pocos centímetros de ellos?

—¡Así lo vio X. a usted, cuando era Hernán Varela, empleado de Acomsa!

Antes de partir a explorar un planeta, los vigías acuden a los telescopios, y se «mezclan» con sus habitantes. Es muy útil: se conocen muchas de sus costumbres con el solo estudio de su ritmo de vida, sus movimientos, sus gestos.

—No me queda duda que X. fue a Santiago, cuando aún nos encontrábamos en las afueras del Sistema Solar. Hizo lo que estamos haciendo nosotros, ni más ni menos. Y lo vio a usted. Es la única explicación razonable. Por eso, cuando huía, se dirigió a Santiago. A unos diez mil millones de kilómetros de distancia, su antecesor tuvo el primer encuentro con usted. Entonces fraguó su plan. Es posible que haya estudiado su imagen en el telescopio.

Macizos muros. Calles agujereadas. En el corazón de la ciudad: un cráter inmenso, de kilómetros de ancho; casas pulverizadas en sus orillas. El impacto de un arma nuclear. Mi imagen reproducida en las profundidades de un mundo que no era la Tierra. La ciudad crece a nuestro lado. Se estira. Se hincha. Se alargan los edificios. Se agrandan los adoquines. Se ensanchan las avenidas.

—¿Qué pasa?

—Más aumento. Están dando el máximo de aumento…

XXI

Una habitación del Ojo. Sobre pedestales —descubiertos unos, dentro de burbujas plásticas otros—, hay varias maquetas de lo que deben ser cuerpos siderales.

El centro de la sala. Encima de una base metálica se destaca una esfera de gran tamaño: arrugada, con montículos anulares esparcidos regularmente por toda su área. De un color negro opaco. L. oprime un botón. El globo se ilumina. Se hace transparente, mostrando una sección transversal con círculos concéntricos que son otras tantas esferas divididas por la mitad. Son nueve. La central, la más pequeña, no es hueca como las restantes. Compacta, atravesada de polo a polo por un eje o algo parecido a un eje. Son tan perfectas, tan bien calculados sus espesores y la distancia que las separa entre sí, que cuesta creer que sea la réplica de una obra de la naturaleza.

Una maqueta de Cronn a rigurosa escala. Descontando la Cáscara, la extensión de sus territorios equivalen a treinta y dos tierras. Como las aguas ocupan una superficie de aproximadamente un veinte por ciento del total, Cronn dispone de continentes fértiles y ricos en minerales equivalentes a cien veces el área de los seis continentes terrestres. Sólo los anillos sobrepasan el tamaño total de la Tierra. Todo esto para cien mil millones. Esa es la población de Cronn, exceptuando a los Máximos y Mínimos. Pero sus países son capaces de albergar con holgura a mil personas por kilómetro. A doce billones de seres. A ello hay que agregar las características de Cronn: trasladarse por el Universo; sus métodos defensivos; la hermética protección que ofrece a sus habitantes, manteniéndolos en sus entrañas, fuera del alcance de sus enemigos; su autonomía completa en cuanto a abastecimiento de energía; su cualidad de ser casi indetectable y poco menos que invisible.

Una sala de proyecciones. Diversas vistas de planetas visitados por Cronn. Extrañas formas de vida. Civilizaciones en todo su apogeo.

La pantalla abarca toda una pared. Uno se cree asomado a un ventanal. Aparece un planeta, enfocado por uno de los Ojos. Una meseta rodeada de áridas y escabrosas montañas. Una viva luminosidad azulina envuelve el paisaje. Picachos puntiagudos. De súbito, a la vuelta de un monte, se extiende un cuadro del Bosco
3
. Insectos de tornasolada piel deambulan alrededor de una gigantesca aeronave. Un proyectil cohete: su proa afilada apunta al cielo. Hay otros cohetes diseminados por el campo, dando el aspecto de un bosque exótico. Sin duda es una base de lanzamientos. El panorama —no sólo a consecuencia de su aridez, sino debido a la luz— es tétrico.

Cambia la escena. La silueta de Cronn, iluminada asimismo por la luz lívida, aunque un tanto debilitada. Navega majestuoso en el espacio.

—Son escenas captadas por nuestros exploradores. Nos permiten ver simultáneamente los dos hemisferios de un planeta y a nosotros mismos.

La luz azul se intensifica. En el centro de la pantalla, un sol muy achatado en los polos, rodeado de un anillo de gases rojos que gira en torno a su plano ecuatorial a una distancia apreciable. Un gigante azul. Su diámetro equivale al de cien Soles colocados uno al lado de otro. Situado en el centro del Sistema Solar, alcanzaría hasta las inmediaciones de la órbita terrestre.

—Los seres que vio pertenecen al cuarto planeta del sistema, un astro más grande que Júpiter.

Reaparece el campo. Comprendo ahora el porqué de sus extraños movimientos.

—Duros como el acero. Quisimos trabar relaciones amistosas con ellos. Su mecánica y su arquitectura eran notables. Una flotilla de nuestras astronaves aterrizó en el planeta, luego de haber entablado las primeras conversaciones.

En un valle tan árido como la meseta pululan los insectos, en medio de una veintena de aeronaves esféricas. Distingo el extremo de los miembros superiores de aquellos monstruos, que rematan en una gigantesca tenaza. La pared de una de las astronaves se rasga como papel a la presión de la pinza.

En aquella época —cien mil años atrás— aún no se utilizaba la supermateria en la construcción de astronaves. Entes negativos para los humanoides. Todos sus actos eran impulsados por la más extravagante perversidad.

—Nos hicieron creer que deseaban nuestra amistad. Por razones que más adelante conocerá, nuestro sistema no podía alejarse de esa estrella. Nos manteníamos en las afueras de su último planeta.

Murieron miles de cronnios. No funcionaron las defensas del sistema, y fueron alcanzados por una de sus bombas termonucleares, una de las cuales dañó un telescopio. La estrella no pertenecía a la Vía Láctea, sino a otra galaxia, a millones de años-luz de aquélla. Los cohetes eran proyectiles balísticos interplanetarios. Desconocían los secretos de los campos magnéticos, y con los combustibles que disponían no les era posible lanzar una aeronave de tamaño suficiente para transportarlos a ellos, capaz de vencer su gravedad.

En la pantalla se refleja la figura de una esfera brillante que se dirige al sol azul.

Las siguientes escenas muestran alternativamente el campo de lanzamiento, con su bélica actividad, y la esfera que se acerca cada vez más a la estrella. Uno de los cohetes emprende vuelo.

En medio del espacio estalla. La bola penetra en el disco solar, y apenas se distingue como un puntito que parpadea contra el halo azul.

—Uno de nuestros detonadores cósmicos.

De nuevo el campo de tiro. Otros cohetes están listos para ser disparados. Un intensísimo destello hace palidecer el paisaje. Los insectos retroceden: se doblan, se retuercen. Aumenta la luz. La escena es una sola llamarada que funde los alrededores en una masa ígnea

—¡Una nova! La estrella estalló. Se dilató hasta sobrepasar con su volumen la órbita del planeta.

¡Hicimos un bien a la galaxia!

Una bola de fuego se expande con enorme rapidez.

XXII

Segundo viaje a través de Cronn. Nos dirigimos ahora al planeta central. Hay que recorrer doce mil kilómetros por senderos verticales.

Continentes y océanos se suceden, dibujados con maestría. La magnitud de los territorios y la baja densidad de la población hacen que los mismos no aparezcan poblados en exceso. El grueso de los habitantes vive en los anillos.

A medida que nos acercamos al planeta central se aprecia el volumen cada vez menor de las esferas. Resalta la curvatura de los techos y se reducen la anchura y grosor de los anillos. La distancia de mil kilómetros que separa los planetas entre sí se mantiene constante. De haberse reducido en proporción al diámetro de cada uno, tal encogimiento no habría sido notorio. Pero la magnitud de los aros varía: su anchura corresponde exactamente a un dos por ciento del diámetro de la esfera que los sustenta. Y su altura equivale a la décima parte de su ancho. La regularidad del espacio interplanetario protege a Cronn de los choques. El sistema ha sido construido a prueba de colisiones. La Cáscara no sufriría gran cosa si Cronn arremetiera contra un astro, e incluso una estrella. Y la distancia interesférica uniforme evitaría que se produjese una reacción en cadena ante un golpe de intensidad dada, como ocurriría en el caso que dicha separación disminuyera de manera proporcional al diámetro de los planetas. La potencia del choque se iría amortiguando al internarse en Cronn. El magnetismo que existe en los espacios interplanetarios desempeña el papel de verdaderos pilares, y también ayudaría a suavizar los efectos de un encuentro violento.

Todas las esferas tienen un espesor constante de quinientos kilómetros, a pesar de sus diferentes diámetros. Pero pesan casi lo mismo. Eso significa que la fuerza de gravedad actúa en todas con una intensidad similar. La materia se va concentrando en razón inversa al tamaño de los planetas, de modo que la de los interiores es la más densa.

Y emergemos al último planeta. En las inmediaciones el terreno sube en una pendiente bastante pronunciada. En el cielo, la esfera final se aprecia en toda su redondez. Flota libremente en el espacio. Uno de los anillos se enrosca en su torno. Hemos ido a dar a las proximidades del polo norte. Concurren allí los tres aros formando el cruce. Siendo más angostos, flotan con mayor holgura que en los planetas precedentes. Por el mismo hecho, la distancia que los separa entre sí es ligeramente superior.

Una vez más, la simetría continental: el polo superior es un círculo perfecto, separado de los continentes por un canal que lo circunvala por entero, con una anchura inalterable. Del mismo modo, el casquete al cual nos dirigimos se encuentra separado de las tierras por un brazo de mar que, a juzgar por lo que se alcanza a ver, también lo rodea por completo.

Baja el magnetón y planeamos sobre montañas cubiertas de nieve. Silencio y quietud por todas partes. A lo lejos se avecina una tempestad. Momentos después se perfila, a medias escondida por el temporal, una alta montaña que remata en una meseta. Sus costados verticales: muros de compacto hielo. El magnetón se introduce por una amplísima abertura situada a ras de tierra, en la base del paredón de nieve. Volamos en medio de compactas tinieblas. En el extremo del túnel hay un agujero circular, bien trazado, que se hunde en tierra. De allí surge una luz lechosa.

Durante las últimas horas he cambiado de táctica: opto por hacer el menor número de preguntas.

No porque haya desaparecido mi curiosidad. En cierto aspecto, aquel sentimiento aislador, por así llamarlo, que intenta separarme de todo, es una nueva versión de mi primitivo estado psíquico. No es el mismo que me poseyera en los primeros días de mi permanencia en Cronn. Lo absurdo de todo cuanto me rodea ha tomado ahora un nuevo derrotero. Me veo a mí mismo protagonizando la aventura como si fuese un espectador y no el héroe de ella. Hernán Varela mira incrédulo a X., sin conseguir asimilar el cambio. Sé que estoy sustituyendo a otro. Que aquel otro está muy lejos, a más de cien años-luz. No obstante, creo sentirlo junto a mí en todo momento. Como si algo del verdadero X. aún permaneciese en Cronn, junto a los espíritus de sus antepasados. Quizá a él también le ocurre lo mismo.

Baja el magnetón por el agujero, de pulidas paredes metálicas. Volamos dentro de una de las colosales grutas cronnias. El techo plano, perforado por los mismos reflectores circulares, comunes a las cavernas de este tipo. Es la de mayor amplitud de todas las visitadas hasta la fecha, a excepción del planetario. Totalmente desierta. Abajo, en la parte central, se destaca una simétrica prominencia circular. Una suerte de meseta, rodeada de una llanura metálica. La esfera toca tierra junto al paredón oscuro, de rigurosa verticalidad. El piso de la gruta, vastísimo y bruñido, débilmente iluminado, refleja un frío letal. Y al lado nuestro, el muro metálico, liso, tan extenso como una cordillera. La obra cumbre de los titanes. El extremo norte del eje de Cronn.

Al acercarnos, un trozo circular de pared gira en silencio sobre un invisible gozne, dejando al descubierto un túnel iluminado. Al fondo, luego de trasponer otra puerta, arribamos a una cámara donde hay trajes del espacio. Otra puerta se abre ante nosotros. Cien metros más allá, una segunda puerta que también se cierra a nuestras espaldas. Solemnidad en el silencio de L. Soledad del lugar.

Sensación de vacío.

—Nosotros construimos estos conductos —dice L., al desgaire.

Nos rodea un vacío total. Angustia intolerable. Quiero hacer algún comentario. Ágiles pasos de L., como si alguien le aguardase. Otra esclusa se abre. El último umbral. Estamos en una planicie de metal, bien iluminada, de una extensión imposible de calcular. La luz emerge de un hueco central, que se extiende a diestro y siniestro, curvándose con suavidad a una enorme distancia.

El lugar se asemeja notablemente al Ojo. Pero no hay nadie. Ni gente ni instrumentos. La intensa claridad me permite reparar en una nueva diferencia con el telescopio: no existen barandas en torno al precipicio por donde surge la luz. Esta se eleva cual un muro lívido hasta desaparecer en lo alto.

Marca el brusco final de la planicie. Antes de observar nada capaz de justificarlo, siento un vahído violento.

L. llega al borde del abismo.

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