Una vez más envejece el rostro del cronnio. La noche ha llegado.
Nuestra raza nació en el corazón de una galaxia que dista de la Vía Láctea algo así como tres mil millones de años luz. Nuestro planeta giraba en compañía de quince mundos alrededor de una estrella azul de gran magnitud. Favorecida por la naturaleza, nuestra raza sacó partido de aquellas excepcionales condiciones, y evolucionó fuerte y sabia. Su historia, llena de altibajos como la historia de los hombres, no atravesó por épocas de inactividad. Pronto encontraron los medios de abandonar su planeta. En pocos años, todos los mundos vecinos cayeron bajo su dominio. Sucedía esto hace más o menos un millón de años. Pero no se detuvieron ahí. Millones de estrellas horadaban el cielo: en torno a la mayoría de ellas debían girar planetas. Y allí estaba, tal vez, la vida. Los sabios descubrieron sutiles fórmulas de mecánica celeste y se dieron cuenta que el universo había sido construido a infinitas escalas. Por razones desconocidas, desestimaron la trascendencia de este descubrimiento, o, lo que es más probable, no supieron valorizarlo.
Realizaron así los primeros vuelos interestelares, y su cultura se extendió hasta los confines de la galaxia: su situación, como base de operaciones, facilitó el éxito de los viajes.
Nuestra raza, ensoberbecida, creyendo que el universo había sido hecho para que ella lo conquistara, desoyó muchas advertencias. ¡No comprendió que había cosas fuera de su alcance!
Hechas para devolvernos un poco de humildad y para hacernos saber que no somos dioses. Y ocurrió, entonces, que los Altísimos se enteraron de nuestra existencia.
Las tinieblas caen veloces sobre el paisaje, disolviendo sus detalles, tornándolo cada vez más irreal. Ocho esferas, de quinientos kilómetros de espesor cada una, me separan del abismo.
Es una historia tan antigua que se hace difícil distinguir la realidad de la leyenda, aunque ocurrió en una etapa de avanzada civilización. Por otra parte, Ellos se han preocupado de mantenerse siempre en el misterio, siendo entonces los testimonios bastante vagos. ¿Por qué han procedido así?
Probablemente para ocultarnos sus debilidades. Para que no descubramos que se hallan sujetos como nosotros a las leyes del universo físico. ¡Para aumentar la real diferencia que nos separa!
También procedían así las antiguas aristocracias. Con la salvedad que Ellos son distintos a nosotros en múltiples aspectos. Es todo cuanto se ha podido saber. Y han conseguido darnos la impresión de omnipotencia que deseaban, colocándose fuera de nuestro alcance sensorial, impidiéndonos, de este modo, zafarnos de su tiranía mediante nuestra ciencia física.
¿Cómo nos conocieron? Presentían Ellos la existencia de este microcosmo del cual formamos parte. Como a su escala la evolución es más lenta, sólo se han hecho presentes en el universo en una época relativamente cercana. Algo así como lo ocurrido con los virus y microbios en relación a nosotros, los cuales, existiendo desde el comienzo de la creación, sólo fueron descubiertos después de la invención del microscopio. No deben tomarse estas comparaciones en un sentido absoluto. En el universo no hay parangón capaz de reflejar la verdad respecto a lo que está fuera del alcance de nuestros sentidos.
El hecho es que consiguieron ampliar nuestras emisiones electromagnéticas, y descubrieron en aquellas nubecillas de polvo cósmico manifestaciones de inteligencia. Le correspondió a nuestra nación el triste honor de ser la primera —que sepamos, al menos— en ser descubierta.
Por intermedio de algún transformador, pudieron a su vez hacerse entender por nuestros antepasados. Se estableció así el contacto. Desde ese día, hace cerca de diez mil siglos, nuestro destino estuvo decidido.
¿Por qué se interesaron en nosotros? Los motivos habría que buscarlos a través de simples conjeturas. Son inteligentes, de una inteligencia que escapa a nuestra comprensión. Inquietos investigadores que jamás se cansan de profundizar sus conocimientos del universo. Así corno nos sentimos fascinados por lo infinitamente grande, Ellos se han vuelto hacia lo infinitesimal. ¿Por qué? No porque actúen desde el infinito y la eternidad. Así como el átomo sólo nos preocupa respecto a la utilidad práctica que le podamos sacar, a los Altísimos no parece preocuparles lo que tienen encima. Podría ser también que su ciencia haya tomado otros derroteros.
El hecho es que, interesados en conocer los secretos de nuestro universo, fraguaron un plan: utilizarnos como exploradores inteligentes, capaces de raciocinar, para que les comunicáramos los resultados de nuestras investigaciones sobre el microcosmo, de acuerdo a sus designios. ¿Cómo?
Mediante el terror. Cuando nos conocieron lo suficiente, nos comunicaron que nuestro sol se transformaría en una supernova al cabo de un año terrestre. Agregando la acción a la palabra, durante varias noches consecutivas nuestro cielo se pobló de fuegos, provocados por las explosiones de un millar de estrellas previamente señaladas por los Altísimos.
Simultáneamente, y de manera sucesiva, constelaciones enteras entraron en ebullición. Llamar terror a lo que se apoderó de nuestros antepasados sería inexacto y ajeno a la verdad. Poco es lo que se sabe de aquella época. El caos, simplemente. La locura más desenfrenada que jamás haya poseído a ningún habitante de las galaxias.
Cuando los vieron deshechos, o poco menos, ofrecieron la oportunidad. En una órbita situada más allá de la última de nuestro sistema, apareció un nuevo astro. De treinta y tres mil kilómetros de diámetro, negro, indetectable para los instrumentos comunes, flotaba enigmático bajo las afiebradas miradas de nuestros astrónomos. Era Cronn.
Los Altísimos lanzaron un ultimátum: si mi pueblo deseaba escapar a la inevitable destrucción, debería trasladarse de inmediato al nuevo planeta. Se garantizaba la supervivencia; sería la raza más poderosa de su cosmos. No había dónde elegir. Nuestro pueblo no tuvo otro remedio que agachar la cabeza.
En pocos meses nuestros planetas —tres del sistema— se vaciaron en el nuevo mundo, que, a simple vista, parecía inhabitable. Se les permitió llevar todo cuanto quisieran, sin prohibiciones de ninguna especie. Trasladaron fábricas, laboratorios, ciudades enteras: lo que necesitasen para su nuevo destino. A Ellos les interesaba que nuestro avance científico no se interrumpiera, demostrando así una absoluta falta de temor ante nuestros posibles descubrimientos.
Fueron quince mil millones los que llegaron a colonizar Cronn. Y se encontraron con un sistema planetario artificial, compuesto de nueve esferas concéntricas, cuya superficie quintuplicaba la de nuestros planetas reunidos. Nada faltaba. Había sido construido con un profundo conocimiento de nuestras necesidades: tomaron en cuenta todas las medidas de seguridad imaginables. Una técnica mil veces superior a la que nuestra raza podía concebir. Océanos, tierras fértiles seleccionadas, anillos que no eran sino cómodos refugios, mil y un vericuetos en las cortezas de cada planeta, continentes que flotaban anclados en el fondo de los mares, y una envoltura externa contráctil, de una sustancia desconocida, con ciertas particularidades orgánicas, como la de abrir y cerrar miles de poros, posibilitando de este modo el acceso al interior del planeta. Además, a nuestra escala, constituía un aislante absoluto. Planeado para trasladarse por el universo, capaz de alcanzar la velocidad infinita, a prueba de colisiones estelares. ¡La velocidad infinita, cosa que nuestra ciencia consideraba imposible de lograr!
Un sistema planetario artificial. Una astronave que navega desde su construcción sin haber tenido jamás una falla. Tampoco podrá tenerlas, pues sus realizadores, por vivir en otra dimensión, regidos por leyes distintas a las nuestras, producen obras perfectas a nuestra escala. Los Altísimos revelaron las características de Cronn y la forma de conducirlo. Y comenzó nuestra labor de tripulantes de un satélite teledirigido.
Ellos determinan nuestros caminos. Estamos autorizados para guiarlo sólo en casos especiales y siempre bajo su directa vigilancia. Jamás han perdido contacto con nosotros. Porque el planeta central contiene una unidad mental o Mente Artificial —un cerebro electrónico, al decir de los terrestres, aunque sin ser eso precisamente—, mediante el cual los Altísimos mantienen el control del sistema. Pero este planeta es apenas el núcleo de un mecanismo integrado por las nueve esferas, en cuyas cortezas existen esos conductos huecos e incomprensibles que utilizamos de refugios. Su objetivo verdadero es desconocido. Cronn no es sino un ingenioso transmisor y receptor de enigmáticas ondas, probablemente mentales. Los vacíos que existen entre las esferas rebosan una energía similar al magnetismo, que utilizamos en parte, pero cuya verdadera finalidad se relaciona directamente con las características intrínsecas del sistema como laboratorio tripulado, como satélite de observación. Esa energía, de origen desconocido, causa los fenómenos luminosos y acústicos. La voz que se escucha cada veinticinco horas —que diariamente nos recuerda nuestra esclavitud y que inspiró el nombre del sistema— se propaga en el vacío. No es transmitida por ondas sonoras.
Por otra parte, la habitabilidad de las esferas, si bien es fundamental para nuestra supervivencia, no lo es para las cualidades mecánicas de Cronn. Somos simples accesorios del sistema, accesorios que raciocinan, que sirven devotamente a sus amos, con la devoción que sólo puede causar el terror a una muerte súbita. Tenemos de todo, sin duda. Constituimos la raza más poderosa de nuestro universo. Nadie es capaz de superarnos dentro de las dimensiones y conceptos a nuestro alcance intelectual. ¡Los reyes de la creación! Bacilos que podrían enorgullecerse de su omnipotencia, de no saberse sojuzgados sin remedio.
¿Qué forma tienen? Nadie lo sabe. Mantenerse invisibles ha sido su preocupación fundamental.
Debe ser tal su magnitud que nos sería imposible apreciarla con nuestros sentidos. ¡Ni siquiera los instrumentos más perfectos nos darían una idea inteligible de Ellos! Fueron creados para habitar el macrocosmo, para cuya sola concepción carecemos de la inteligencia necesaria. El Creador los dotó de extraordinarios poderes. No sabemos si atribuirlo al resultado de sus esfuerzos o a una cualidad innata —casi con seguridad lo último—: el enorme desarrollo de sus facultades extrasensoriales. Y en ese terreno, nosotros hemos comenzado recién. Nuestro infinito termina donde comienza el infinito de los Altísimos: allí todo es distinto. La materia y la energía se comportan de otra forma, obedecen a otros principios.
Somos la clase baja del universo. Menos que eso. Después de siglos de luchas y sufrimientos, nos hemos encontrado con una raza tan superior a la nuestra que nos ha quitado de una vez por todas la idea de hacerle frente. Lo único aconsejable es huir, esconderse como delincuentes, cuando aún hay tiempo.
Seguramente creen que es halagador para nosotros habitar un planeta como éste. ¿Qué más puede ambicionar un ser inferior? No entienden o no les preocupa entender el concepto de libertad. Lo de siempre: el que está arriba se arroga el derecho de decidir los destinos de los de abajo. Frente a nosotros constituyen una aristocracia, con todo el cúmulo de intereses creados que caracteriza a esos grupos. No se les puede juzgar por eso. ¡A otra escala, otros son los móviles y otras las finalidades!
Pero algo en común tienen con nosotros: les preocupa la ciencia, el saber, el aprender cada día más.
No tienen misericordia de nadie tratándose de adquirir nuevos conocimientos. Les importa un bledo nuestro porvenir, nuestra esclavitud. Piensan que nuestra finalidad es la de servirles fiel y lealmente.
Porque habrían podido llegar a un acuerdo amistoso con nosotros, con los consiguientes beneficios.
Pero no son dioses, a pesar que juegan ese papel frente a los cronnios. Nos consideran seres inferiores, incapaces de autogobernarnos, despreciables en muchos sentidos, no sólo debido a nuestra pequeñez. Tienen un concepto distinto de la vida. ¿Y qué van a hacer los cronnios? Para comenzar: no sabemos dónde están. No conocemos su aspecto ni sus intenciones finales. Pero, en relación a nosotros, Ellos todo lo saben. En la práctica, adivinan nuestros pensamientos colectivos, nuestras reacciones como integrantes de una masa. Eso les basta. Mal que mal, los microorganismos tienen la propiedad de multiplicarse vertiginosamente. Nosotros, no. En una palabra, no poseemos armas contra Ellos.
Es un misterio cómo construyeron Cronn. Se sabe que lo hicieron en muy poco tiempo: un lapso que podemos medir a nuestra escala. ¡Menos de un año! Unos pocos segundos para Ellos.
Aprovecharon, por cierto, productos de los planetas de nuestra galaxia para proveer a Cronn de tierra, agua y minerales. Efectuaron una acuciosa selección: les bastó poco tiempo para imponerse de nuestras necesidades y costumbres.
Se cree que el volumen de Cronn es muy inferior a la masa de uno solo de Ellos. Pero ignoramos qué forma tienen. A su escala todo cambia. Sería ridículo imaginar, por ejemplo, que son hombres de cien mil kilómetros de estatura. Son distintos: nada más. Todo cuanto sabemos de Ellos se basa en puras especulaciones. De manera ambigua nos han dado a conocer su magnitud. Sus formas, sus costumbres, los planetas que habitan han permanecido y permanecerán siempre en el misterio. Tal vez el diámetro de sus mundos deba medirse en años-luz. Es posible que existan supergalaxias, integradas por estrellas que sobrepasan en masa a la Vía Láctea. Desconocemos los límites del espacio. Todas nuestras teorías han fracasado. Quizás existan infinitos universos encajados uno dentro del otro en un espacio multidimensional, donde todos son vecinos, aunque, debido a las distintas escalas a que fueron creados, sean mutuamente invisibles.
¿Qué tal vez existen pequeñísimos sistemas planetarios, no más grandes que un átomo, habitados por seres ultra-microscópicos? Es casi un hecho que un átomo es la partícula mínima de materia. El límite entre la materia y la energía. Pero nada se repite en la naturaleza. El Creador tiene una infinita imaginación. Ha inventado millones de estructuras, cada una en función de determinadas magnitudes, sin repetirse nunca. Si hubiese alguna forma de vida en los átomos, ella estaría más lejos de nuestra comprensión que la de los Altísimos. Estos últimos deben actuar, posiblemente, en un universo inmediato al nuestro, donde la materia y la energía han creado fenomenales fuerzas. Tal vez el universo sigue expandiéndose por encima de los Altísimos, y la energía y el espíritu se funden en colosales seres, frente a los cuales los Altísimos son microbios. ¡Tan pequeños para esos colosos como los posibles seres atómicos para nosotros! Y tal vez el universo crece, crece hasta llegar a Dios, o a la nada…