Arma sicológica, van no obstante provistos de toda clase de instrumentos de destrucción.
Hace un par de horas, cuando L. me dejó en mi garita, la soledad me produjo pavor. Pero he recuperado la calma. Estoy iniciándome en la actividad que constituirá mi profesión en la tierra de los cronnios. Para éstos, no hago otra cosa que reintegrarme a mi antiguo oficio. Y a fin de facilitar mi supuesto regreso, se ha instruido a los demás vigías para que me presten toda la colaboración, pues recién me vengo recuperando de un serio accidente. Especiales deferencias para X., que siempre fue un ejemplar vigía.
Mi refugio está sobre un fanal, similar al que utilizan los mineros, instalado en la parte frontal de la escafandra del Máximo, encima del cristal de observación de aquélla: allí se halla montada la cabina, mediante un sistema de suspensión cardánica, para que siempre conserve su posición horizontal sean cuales fueren los movimientos del coloso. Integrado por una sala de mando, un dormitorio, baño completo y una cocinilla, el recinto es, amén de cómodo, seguro, pues ha sido construido con materiales indestructibles. Detrás de la carlinga, sobre la coronilla del casco de Mh., existe una concavidad hemisférica donde encaja el magnetón con precisión matemática. Premunido de zapatos magnéticos, que se adhieren al metal, es simple llegar a la cabina. Me es difícil evitar el terror cuando, pegada la nariz al ventanal, observo el suelo, deslizando la mirada paralelamente al cristal de observación del titán y a la curvatura de su pecho ciclópeo. Veo cómo las piernas del Máximo avanzan y se esconden sincrónicamente al marchar: lapsos durante los cuales me parece estar suspendido en el vacío. Al comienzo, se me hiela la sangre en las venas. Y lanzo un suspiro de alivio cuando, convencido del hecho que me precipitaré a tierra sin remedio, veo aparecer contra la negra superficie la punta de una gigantesca bota fosforescente, sobre la cual se eleva una pierna inmensa, semejante al flanco de un precipicio oscilante que avanza hasta apoyarse en el suelo para luego desaparecer paulatinamente según el ritmo de los pasos. Y en lontananza, las estrellas y los montes se balancean con majestuosa lentitud. Imagino el aspecto aterrador que debe ofrecer el Máximo con su traje blanco, y sus cinco faros que pueden iluminar a enorme distancia.
Como el objetivo de los gigantes es el de atemorizar a los intrusos, llegada la ocasión encienden sus focos, y sus armaduras despiden espectrales destellos: haces de luces horadan las tinieblas.
No estoy del todo mal. Creo que, por lo menos, podré desempeñar mi trabajo en forma digna.
Recuerdo a un alto jefe de Acomsa, quien, con motivo de una desafortunada reorganización de la oficina, como resultado de la cual fui a dar a las vecindades del subterráneo, a un lugar poco acogedor, me dijo:
«—¡No entiendo lo que le pasa a usted, Hernán! —Hablaba con mucha seriedad—. Lo cambian y toma las cosas como una especie de ofensa personal…»
«—¡No es eso, señor Blanco! Lo que no me gusta es que ni siquiera me hayan consultado.»
«—¿Usted cree que la gerencia tiene tiempo para explicarle a cada empleado que, por razones de organización interna, serán cambiados de lugar? ¡Un buen empleado rinde bien en cualquier parte!
Usted, Hernán, podrá realizar tan dignamente su trabajo allá como aquí… Yo, por ejemplo, ¿cree que me molesté cuando la gerencia me ordenó, sin decir agua va, que me hiciera cargo de la industria?»
«Claro —pensé entonces para mi fuero interno—, si el gerente general me ordena, sin previo aviso, hacerme cargo de su puesto, con su sueldo y jerarquía, estoy seguro que no me molestaría.»
Tampoco me consultaron en este caso. Desde que nací siempre alguien me ha dado órdenes.
Primero, mi padre: después, mis profesores; luego, los gerentes y jefes de Acomsa. Ahora, los Técnicos, voceros oficiales de los Altísimos. Dioses locales, cuya existencia la Tierra ni siquiera presiente.
Repito: podré desempeñar mis funciones con «dignidad». Sí: no es cosa de risa. La cabina es cómoda, segura. No así la Cáscara, que, negra y accidentada, apenas se destaca a la luz de las estrellas. Pleno corazón de la Vía Láctea. En todas partes, la misma cosa. Arriba y abajo. ¡Siempre hay alguien sobre uno! Ya sea el gerente, el subgerente o el jefe. La misma historia.
La Cáscara. La envoltura de Cronn. Algo conozco de sus propiedades. Susceptible de expandirse, de hincharse hasta alcanzar cien veces su espesor. Visto de lejos, Cronn sería una bola ígnea de trescientos treinta mil kilómetros de diámetro que atraviesa el Universo con la rapidez del pensamiento.
Una vez que he recibido el aviso de la Central, me dirijo con Mh. al respiradero más cercano —en este caso el cráter 517—, y me sumerjo en las entrañas del sistema. El Máximo posee medios de propulsión para descender o subir a lo largo de las chimeneas. Me comunico con él mediante un transformador de ondas mentales, que convierte nuestros diálogos en verdaderas pesadillas. Fuera de eso, el coloso es hermético. Sólo en las grandes ocasiones los transformadores transmiten sus lacónicos mensajes. Los Técnicos, desde un lugar de Cronn, cierran los respiraderos. Esto ocurre al término de un plazo perentorio: después nadie se preocupa por averiguar si todo el mundo está a salvo. Simplemente, transcurrido el lapso, los Técnicos aprietan el correspondiente botón. Entonces la Cáscara comienza a hincharse en la medida que absorbe energía cósmica. Adquiere celeridad. Al alcanzar los trescientos mil kilómetros por segundo, se ha expandido al máximo. Es el instante crítico: adquiriendo una conformación lenticular puede llegar hasta el confín del Universo. Una operación que dura una semana. El viaje demora sólo unos pocos segundos. El tiempo restante es empleado en acelerar hasta la velocidad de la luz y en desacelerar, acto continuo.
Efectuado el salto, la luminosidad de la envoltura disminuye, y se encoge de nuevo hasta mostrar su acostumbrada superficie arrugada. La faz de Cronn cambia constantemente de conformación topográfica. Luego de cada expansión y contracción aparecen nuevas cordilleras y valles: solamente las chimeneas permanecen en su posición, porque los mecanismos que las accionan van instalados en la parte sólida de la corteza, no siendo afectada por las infernales potencias de la Cáscara. De inmediato, una flotilla de astronaves traza con veloz precisión una carta topográfica de todo el territorio, señalando los principales accidentes y cambios.
Una pantalla me permite observar el terreno, por intermedio de una luz invisible y el radar. Hay, además, un telescopio para espiar las estrellas. Reina una tranquilidad perfecta. Hace menos de quince días Cronn abandonó un sistema planetario. El mismo que me sirviera para comprobar la potencia de sus Ojos. Estamos en pleno espacio interestelar, rumbo al núcleo de la galaxia, a cuatro billones de kilómetros del sol más próximo. Aquellos, apiñados en el cielo, no dejan de observarme.
Mi Sol, ese que da calor a la Tierra, ya no es visible a simple vista. Estoy solo. Bajo mi cúpula de observación comienza el cerebro del pobre coloso. Somos dos desconocidos. Tras el cristal de su escafandra, coloreado con un azul intenso, sus rasgos no son perceptibles a través de una atmósfera líquida, densa y opaca. Destino común: la vigilancia de Cronn. Ambos contra nuestras voluntades.
Abandono mi puesto de observación. Necesito beber una taza de café. De ese café incoloro y sin cafeína de Cronn. Raquel y mi madre atraviesan fugaces por mi imaginación, hundiéndose luego en las profundidades de la conciencia. Únicamente la figura de A., la cronnia, en el parque de Dnak, e I., ofreciéndose en Ernn, permanecen unos instantes. ¿Qué será de ellas? Perdidas entre los cien mil millones de pobladores de Cronn. Hierve el agua. Pronto mis manos sostienen una tacita rebosante de líquido. Me invade una sensación de infinito bienestar. Me siento a una mesita de plástico reluciente. De golpe surgen las palabras:
—¡X.! ¡Una nave desconocida se dirige a tu sector!
Abstraído en mis meditaciones, apenas oigo el susurro.
Sigo paladeando el café, sumergido en un agradable sopor.
—¡X.! —La llamada se repite en un tono más alto—. ¡Apúrate!
Mh., al parecer, se ha detenido. De tarde en tarde se sienta en algún promontorio.
—¿Qué? —La tacita cae de mis manos, se balancea un segundo al borde de la mesilla y se precipita al suelo: el piso plástico absorbe el golpe.
—¿Hablo con el sector 517?
Trago saliva.
—¿Hablo con X., vigía del 517?
—¡No…, no…! —Y añado con precipitación—: ¡Es decir, sí…!
—¿Qué pasa? ¡Apúrate! Una astronave desconocida va hacia el sector 517. ¡Rápido!
Se escucha un gruñido de impaciencia.
—¡Date prisa! ¡Están barriendo la zona con el radar! Al noreste hay una serie de montículos.
¡Corre para allá con Mh., antes que te detecten!
Torpemente, a trastabillones, llego hasta el tablero de dirección. Conecto el transformador. La Cáscara es indetectable, no así el Máximo.
—¿Quién habla? —La primera pregunta decente que consigo formular.
—¡N., del 518!
—¿Hacia el noreste?
—¡A menos de mil metros, X.! Hace una hora estuve por ese lado.
Se pone en movimiento el Máximo. Hago funcionar la alarma para que se percate del peligro.
¡Una nave desconocida…! Mi primer turno, y pasar una cosa así.
—¿La viste? ¡Mira a 3D-45H-2C, bajo la constelación en forma de triángulo! Una llamita azul.
El Máximo se desplaza raudo rumbo al noreste. Me precipito a la ventanilla, mientras reviso nervioso la tabla de posiciones estelares. A la primera ojeada: semeja la llama de un soplete, bastante alargada. Desciende en forma vertical, destacándose de las vecinas estrellas.
—¿De dónde viene? —La ingenuidad de mi pregunta no traduce otra cosa que una completa ignorancia.
—¡Un turista! —comenta N., sarcástico—. Hay que tener cuidado con él. ¡Menos mal que lo divisé a tiempo! Parece que los Ojos no lo vieron. ¿Te escondiste?
—¡Sí!
—¡No lo pierdas de vista!
La nerviosidad me hace cometer torpeza tras torpeza. Multitud de luces parpadean en el tablero de instrumentos. Silbidos y sordas alarmas.
—¡Sector 517! ¿Lo tiene localizado? —La voz de la Central.
—¡Sí! —Trato de dar énfasis a la respuesta.
—¡Astronave no-humana! ¡Cuidado! ¡Protéjase del radar!
—¡Sí, sí! Creo que ya estoy bien.
—Lance un espía, y no lo pierda de vista. ¡Cuidado con delatarse! Obsérvele y esté atento a las instrucciones.
—Peso: 24.320 toneladas. Longitud: 225 metros. Diámetro: 80 metros.
Secamente otra voz enumera una serie de características que yo intento comparar con los datos que mis instrumentos han reunido. Calla la voz. Temblando, alargo la mano y abro un interruptor.
Luego de tropezar con la tacita, que rueda por el piso, me inclino sobre la pantalla del espía, un periscopio integrado por una esfera pequeña, premunida de un ojo y radar. Un haz magnético lo impulsa a gran altura sobre el Máximo.
El objeto desciende apoyado en un abanico multicolor de chispas. Pronto distingo la aeronave.
Una pera invertida de color naranja, con extrañas hendiduras en sus costados, provista, en su parte superior, de cinco grotescos brazos que rematan en bolas candentes, cuya forma habla a las claras de sus tripulantes. Ninguna criatura semejante al hombre ha podido diseñarla. No se distinguen ventanillas en su coraza dispareja. Los tentáculos se agitan sin ritmo. Sus toberas, dispuestas en torno al pecíolo, deben ir montadas sobre un mecanismo giratorio, pues los chorros de gases rotan vertiginosamente.
Calculo su velocidad de descenso en cinco metros por segundo. Sin duda, se apresta a frenar, ya que es excesiva para un aterrizaje. Llega a dos mil metros, a mil quinientos, a mil, a quinientos.
Nada. Cien, cincuenta metros. No aumenta la intensidad de los chorros. Pesadamente se estrella contra el suelo. Se apagan los sopletes: se bambolea, torpe y ridícula, hasta quedar inclinada, apoyándose en un aro metálico que se desprende de un costado.
—¡Bonito aterrizaje! —comenta N.
—No debe haber quedado nadie vivo —tartamudeo.
Dos tentáculos se curvan: con sus extremos recogen un pedúnculo situado en el centro de las toberas. Forcejean como si quisieran desprenderlo. La lucha: varios segundos. Fracasan. Luego: cesa. Se reinician los tirones. La astronave entera se estremece con el esfuerzo. De súbito la parte inferior se desprende de cuajo, como una tapa. La violencia del impulso hace que los tentáculos se eleven más arriba de la cúspide del cohete. La cubierta, alrededor de la cual se destacan las toberas, cae desde gran altura, y rebota en silencio contra el suelo. Los garfios dejaron escapar su presa.
Vuelven a bajar los tentáculos. Tantean el suelo con torpeza hasta que encuentran la tapa. La recogen, y, levantándola, la cuelgan del lado derecho del navío. Sólo entonces reparo en una multitud de puntitos azules y fosforescentes que saltan en tierra, alrededor del cohete.
—¡Metalíferos! —masculla N.—. ¿Qué buscarán? No se asustan con nada, y son anaerobios.
Sólo ellos son capaces de entenderse. A veces.
Hago esfuerzos por distinguir sus formas. Parecen ovoides. Ni duda queda que son de por sí luminosos, como su astronave. Me es imposible encontrarles extremidades. Miden, a lo más, un metro de estatura.
—Están probando el suelo —prosigue N.—. ¡No le van a poder hincar el diente!
Transcurre así poco más de media hora. Los tentáculos no descansan. Abren otra compuerta más o menos en el centro de la pera, y por allí extraen, con su habitual falta de coordinación, varios objetos.
—Algo están tramando. —N., según colijo, se halla mejor situado que yo. Maneja con mayor soltura su instrumental.
No se ha equivocado. Paulatinamente va adquiriendo fisonomía una estructura similar a un hongo, que refulge con vagos destellos plateados. Se balancea de manera constante. Se retiran los tentáculos, y el hongo continúa meciéndose.
—¡Una unidad de observación! —exclama N.—. Seguro que ahora emprenden el vuelo.
Los metalíferos desaparecen uno a uno en el vientre de la pera. En breves minutos y al cabo de ímprobos esfuerzos, los tentáculos ajustan la tapadera. En seguida, la astronave se endereza. Estallan los surtidores de gases. Veloz, la gigantesca máquina sube en línea recta. Muy pronto la llamita azul se desvanece en el espacio, tragada por las constelaciones.