Bajo la central, una Mente coordina el incesante trabajo. ¿Qué me espera? L., transformado ahora en mi instructor, me prepara para mi oficio. Todo en forma sigilosa, por cierto. El tornillo que Cronn perdiera con X. debe ser repuesto sin llamar la atención.
Sí: también existe una incomunicabilidad en el universo. Pero es real y no metafísica. Dios lo creó a infinitas escalas, dentro de las cuales imperan leyes que les son inherentes e inseparables. Allí los seres viven y mueren. Su capacidad e inteligencia ni siquiera les permiten comprender qué ocurre entre esos muros. Menos podrán comprender lo que sucede al otro lado de esas infranqueables e invisibles barreras. Y los cronnios entrevieron dichas barreras al crear los Máximos y los Mínimos.
—¿El disco que apareció en mi dormitorio, en su refugio?
—Sí. Esos son los Mínimos.
Otro fracaso de la ciencia cronnia. También pensaron que esos seres minúsculos les serían de insuperable ayuda para desentrañar los misterios del microcosmos. Pero huyeron, y aprovechándose de su tamaño, establecieron sus guaridas en los ilimitados escondrijos del sistema. Son tenues, sutiles y huidizos. Al revés de los Máximos, han asimilado gran parte de los adelantos científicos y sociales cronnios. Pero se niegan a mantener relaciones con éstos. Viven en otra dimensión. Temen y quizá odian a sus creadores. Nunca se han podido descubrir las causas de su miedo; pero los cronnios la sospechan. Son muy hábiles. Han fabricado armas que les hace temibles. Sin embargo, evitan pelear. De ellos no ha sido posible obtener ni la más ínfima colaboración. Pero saben exigir.
Los cronnios se han visto obligados a habilitarles enormes cavernas con su tenue atmósfera —verdaderos países—, y allí viven sin aceptar intromisiones. De tarde en tarde salen en rápidas excursiones a los planetas, en sus veloces y bien equipadas astronaves. Habría sido interesante conocer más a fondo sus problemas y cómo los han resuelto. El de la superpoblación, sin ir más lejos, que es el mayor de todos. Se reproducen con pasmosa rapidez. Pero su longevidad es proporcional a su tamaño. Además, se sabe que terribles pestes han exterminado naciones enteras.
No obstante, su población se estima en dos mil millones.
Los Máximos han colaborado con los cronnios en la adaptación de las cavernas para los Mínimos. Al parecer no se han establecido contactos entre éstos y los colosos. A los Máximos nada les preocupa mayormente. Por su parte, los Mínimos huyen de todo. Temen a todo. Desconfían de todo. ¿Por qué? Misterio impenetrable como el de la indolencia de los gigantes. Con la colaboración de estos dos extremos, Cronn habría sido invencible. Pero en la práctica se le han convertido en un problema.
Los planetarios son los museos vivientes de los cronnios. Quedan exactamente encima de los telescopios —los Ojos— y son tantos como éstos. Constituidos por dos hemisferios concéntricos, el externo, excavado en la roca, y el de adentro, hecho de un material muy resistente, encierran una superficie equivalente a una provincia chilena. Son una de las obras maestras de los titanes.
Desde el techo del hemisferio exterior se proyectan, sobre la cúpula interna, que es translúcida, los cielos estrellados de cualquier planeta que haya visitado Cronn. Adentro, sobre el suelo encerrado por el hemisferio interior, los cronnios han reproducido, con ayuda de los Máximos, los paisajes y condiciones atmosféricas que más les han interesado en sus constantes exploraciones.
Asimismo, los han dotado de variados ejemplares de la fauna propia de los mundos conocidos. Es posible realizar interesantes y peligrosas excursiones de caza en estos singulares zoológicos.
El planetario Tierra: en él sale y se pone el sol como en la Tierra. De noche las estrellas cambian de posición en el período de un año terrestre. No hay posibilidades de descubrir el engaño. Gracias a sus progresos en botánica, los cronnios se hallan en condiciones de hacer crecer en corto tiempo los árboles y plantas sustraídos de los planetas. Los Máximos, con sus grandes poderes, son capaces de reproducir los escenarios elegidos en cosa de semanas. Nada falta en ellos: lagos, ríos, bosques, montañas e incluso pueblos y ciudades.
Al visitar de nuevo el planetario Tierra, recordé el incidente de los caballos. Como yo, los animales se encentraban bajo los efectos del trauma interplanetario aquella mañana en que, acompañado de L., paseamos por el «campo polaco». Y a cien años-luz de la Tierra.
Tiempo después acudí al planetario. En un jeep típicamente terrestre —ya los silenciosos y suaves magnetones habían terminado por enervarme— descendí por una carretera de tierra, bordeada de árboles familiares y bajo un sol ardiente. Liebres y conejos huían a esconderse en la espesura al oír el vehículo. Por una avenida de álamos llegué a un pueblecito deshabitado. Una calle central, con casas a derecha e izquierda. Posadas, con pintorescos nombres escritos en sus muros blanqueados a la cal. ¡Y en español! «Patente de primera clase», «La sin Enbidia», etc.
Los ojos o telescopios de Cronn se encuentran, como los planetarios, en la esfera externa. Son tubos que atraviesan dos zonas de gravedad distinta. La pantalla magnética del aparato sería capaz de albergar cómodamente a Dinamarca, y ha sido emplazada en la parte rocosa de la corteza. El proyector de imágenes fue instalado por los titanes en la zona donde la gravedad es nula. De allí el conducto sube a través de la región contráctil hasta desembocar en un cráter mil quinientos kilómetros más arriba. La tercera sección del telescopio es el ojo: una esfera grande como un asteroide que, impulsada por un foco magnético, asciende por el respiradero hasta asomar en la Cáscara. Puede girar y seguir la trayectoria de los astros sin otro límite que el horizonte. Es decir, «mira». Recoge las imágenes y las envía al proyector, el cual, a su vez, las refleja en la pantalla. La observación se hace por encima. Como la chimenea atraviesa sectores de gravedad opuesta, su fondo constituye el techo de la pantalla, a kilómetros de ésta. La pantalla magnética, la cámara reflectora y el globo ocular protegen a los observadores. En caso de necesidad el ojo se cierra: baja la esfera y se contrae la segunda sección del tubo.
Túneles con esclusas contráctiles unen al Ojo con la red subterránea. Vasos capilares del gigantesco organismo que es Cronn. Su piel o Cáscara, horadada por miles de chimeneas. Allí asoman los Ojos. Y por aquella piel Cronn absorbe la energía cósmica que le permite moverse y dotar a sus planetas internos de todas las condiciones necesarias para la vida. Se alimenta por osmosis.
Piezas provistas de trajes del espacio —la pantalla está en el vacío—, y, por último, una cámara donde invisibles compresoras extraen el aire. La falta de presión da soltura a los movimientos. En medio de un grupo de cronnios salimos al Ojo. Hay allí un balcón amplísimo, que circunda toda la pantalla. Arriba y atrás: oscuridad impenetrable. Al frente, detrás de la baranda del volado, surge un halo de luz.
—Las estrellas, X.
Avanzamos. La gente camina hacia la luz, apenas perfiladas en las tinieblas. Sensación de espacio abierto, sin paredes ni techo. No obstante, estamos en el extremo anterior de un tubo cerrado herméticamente. La baranda. Instrumentos similares a microscopios y cámaras montados en el antepecho, hasta una distancia incalculable. La circunferencia total del volado se aproxima a la distancia de Santiago a Puerto Montt
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Súbitamente una luz intensa rasga la penumbra. Los alrededores se hacen visibles. Como hallarse a pleno día. Multitud de cronnios se mueven a lo lejos, la mayoría apoyados en el parapeto, manipulando los instrumentos. Se recortan contra una barrera blanca e interminable que se pierde en las alturas.
—Un planeta, X.
Cronn se aproxima a un sistema solar. Sus ojos lo han venido observando durante varios días. Me asomo al antepecho. Abajo, a poca distancia, se destaca un globo de colosales proporciones. Es como mirar la Tierra desde una altura que permita abarcarla de un solo vistazo en todo su tamaño.
La luz que despide enceguece. Poco a poco voy distinguiendo cosas. Regiones sombrías, zonas amarillentas y una franja rojiza que se extiende a lo largo de su borde derecho. Luego se bifurca en dos ramas: una desaparece hacia la cara posterior del planeta y otra baja hacia el ecuador. Existe una línea definida, con numerosas protuberancias, que la separa de la parte luminosa. Unas motitas se deslizan sobre la zona amarilla. Sí: en el fondo de la sima un mundo entero gravita silencioso. Es como estar a bordo de una astronave que se aproxima lentamente: el balcón parece balancearse sobre el abismo. La esfera se hincha a ojos vistas. Nuevos accidentes resaltan en su nítida superficie.
Más allá de ella, una sección de espacio estrellado.
Es la imagen tridimensional de un planeta. La ausencia de atmósfera de la Cáscara permite una visibilidad insuperable. El mayor telescopio de la Tierra posee un reflector de cinco metros. Se necesitaría un espejo de más de doscientos mil metros de diámetro para conseguir un efecto aproximado. Y sin tomar en cuenta las aberraciones, parpadeos, etc., que produce la capa de aire.
Los Ojos de Cronn aproximan millones de veces los objetos.
El planeta: conjunto de montañas y valles áridos. Nubes que navegan en una atmósfera arrastradas por silenciosos vientos. Paulatinamente se aproxima. L. manipula un complicado instrumento con tubos que se asoman al vacío.
—Atmósfera venenosa. Gran porcentaje de gases radiactivos.
El aparato lleva un espectroscopio anexo. Apoyo la cara en una abertura rectangular: el fondo de un valle, al alcance de la mano. Rocas de siniestro aspecto, de un color rojizo. Forman la pared de un desfiladero cortado verticalmente. Gases verdes se esparcen sobre el terreno como una neblina repugnante.
El planeta se encuentra a medio año-luz de distancia. Los astrónomos terrestres atribuyen un radio de cinco mil millones de años-luz al universo. El telescopio del Monte Palomar penetra hasta dos mil millones de años-luz. Los Ojos de Cronn alcanzan a billones: no han encontrado los límites del universo.
El mundo continúa agrandándose. Sus bordes ya no se delinean con el trazo firme de una esfera: poco a poco se va extendiendo y aplanando. Desaparecen las estrellas en sus contornos.
—Cada vez más aumento, X. Vamos a ver algo interesante. ¡Mire allí, cerca de la orilla derecha!
En primer plano se ve un valle por cuyo fondo serpentea un río caudaloso. Pero el panorama es árido. Ni rastros de vegetación. Zonas coloreadas, que no son sino yacimientos minerales. Se alterna el rojo intenso con el azul turquí: aquí y allá fuertes trazos gualdas. De pronto, a orillas del río, una mancha. Sus contornos, difuminados por el aire neblinoso, se prolongan hasta la ribera misma de la corriente por un lado, y penetran en un desierto marrón por el otro. El telescopio auxiliar la enfoca: es una gran ciudad. Sus calles obstruidas, y en el centro, un enorme cráter.
El Ojo aumenta su poder progresivamente. La ciudad se agranda. Es posible ver sus torres y murallas: se yerguen carcomidas. Hay restos de una gran carretera, que interrumpen algunos cráteres. Tienen algo de familiares.
—Hace siglos que está abandonada. ¡Guerra atómica! —comenta L. con voz calma—. Han envenenado el aire y destruido la superficie. Todo el planeta está así, al parecer. Eso es lo que queda de un mundo. Un cadáver que gira solitario en el espacio. —Lo dice sin ninguna emoción.
La ciudad se encuentra ahora a corta distancia. Abarca la parte más próxima de la pantalla. Más allá se perfila la curvatura del horizonte. En medio de su triste aspecto, los edificios se alzan con cierta majestad, perforados sus muros por ventanas poligonales. Los terrenos vecinos, desérticos y pedregosos, desaparecen bruscamente en las tinieblas.
La imagen proyectada tiene ahora el tamaño real de la urbe. Una ventana. El interior de una habitación vacía, iluminada por los rayos solares. Los muros han sido construidos con bloques muy bien unidos.
—¿Es posible ir hasta allá?
—Desde luego.
A unos cien metros se alinean diez o doce magnetones: ventanillas redondas, cuyos vidrios son lentes de aumento, y un equipo de instrumentos de observación. Una verdadera lupa voladora.
Trasponemos la baranda, y empezamos a descender sobre la ciudad. Es lo mismo que acercarse a una población real. Planeamos sobre la campiña que circunda la metrópoli por su extremo norte. Se desliza por debajo del magnetón una pradera salpicada de peñascos rojos, sin una brizna de vegetación. Baja la esfera: su fondo roza el terreno. Miro atrás, seguro de ver una nubecilla de polvo que se deshace en el aire. Nada. La esfera se precipita contra una roca de gran tamaño: es decir, la atraviesa con suavidad. L. indica el cielo. Levanto la vista. Sobre mi cabeza se extiende una impenetrable manta negra. La luz por cierto no proviene de arriba. Es el único detalle que lo distingue de un paisaje real.
Al frente, a unos cinco kilómetros, se alzan los muros circunvalatorios de la urbe. Resalta un edificio en forma de aguja situado en primer plano detrás de la muralla.
—Ahora estamos casi con el máximo de aumento. El territorio que está ahí abajo es una exacta reproducción, a escala real, del territorio que enfoca el Ojo.
No alcanzo a oír sus últimas palabras. ¡Nos precipitamos contra la torre! Estamos a menos de cincuenta metros… Cuando abro los ojos, el edificio, con su imponente mole, ha quedado atrás.
Atravesamos murallas y rascacielos: la esfera se inunda con un destello de luz. Las imágenes, al ser atravesadas, se deshacen como pompas de jabón, pero al mirarlas de nuevo, se las ve tal cual estaban antes, compactas y materiales. El magnetón llega, por último, a una amplia plaza, rodeada de edificios en ruinas. No es el silencio lo que más impresiona. La muerte emana de cada piedra de los rascacielos, de sus ventanas poligonales, de sus puertas desquiciadas. Por una de las calles que desemboca en la plaza avanza una densa neblina: se arrastra por el suelo, repta por encima de los baches y los montones de escombros que la obstruyen. Es difícil creer que aquel suelo, de apariencia tan sólida, no sea sino una imagen. Los edificios se elevan a nuestro alrededor: la esfera flota a la altura del primer piso. La ilusión es perfecta. Pero aquel cielo opaco —en contraste con las arterias iluminadas por el sol de mediodía— me vuelve a la realidad.