Los Altísimos (15 page)

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Authors: Hugo Correa

Tags: #Ciencia Ficción

¿Cómo se llegó a «eso»? Otro mundo. Mi mente es un caos.

—Bien: he cumplido con mi labor. Te he ayudado. I. te introducirá en la rutina.

—¡No quiero!

Me toma ambas manos. Sus rasgos oscuros, esfumados en el crepúsculo. Otra vez su piel reluce con suavidad. Me deshago de ella, y la atraigo con fuerza. Se resiste con debilidad.

—Quiero que guardes un buen recuerdo de mí. No es espíritu romántico. ¿Para qué hacer algo vulgar?

—¡No trates de ser distinta! No sé qué me pasará mañana. Tampoco sé si podré mantener la farsa por mucho tiempo. Tal vez L. no aparezca nunca. ¿Qué buen recuerdo tuyo podré guardar?

—No esta noche. —Se desprende—. Mañana. Juntémonos en Ernn. No seas niño. Echaríamos todo a perder. I. no se va a quedar tranquila.

—No iré donde ella.

—Pero ella me vigilará. Eso lo puede hacer. En cambio mañana…

Una sospecha súbita: A. no tiene su placa. Desconociendo la clave jamás podré encontrarla. El parque está solitario. Vuelvo a aferrarla. Adivina ella mis intenciones.

—¡Por favor…! Tengo que hacer una visita…

Trata de desasirse con un violento tirón. La oprimo con furia. Exhala un gemido apagado. Sigo apretándola. Lentamente se doblan sus rodillas, y cae. Sólo entonces la suelto. Me mira ella desde abajo, anhelante. La luz de la calle desciende cautelosa. Ilumina apenas las copas de las plantas.

Todo calla. Las hojas trémulas por la brisa. La piel de A. despide un suave fulgor. Y una fragancia.

—Vas a echarlo todo a perder…

Sus pechos suben temblorosos. Las frías aristas de las Nodrizas se diluyen sobre la hierba fresca.

—¿El señor está desvelado?

—No tiene importancia.

—El insomnio hace mal, señor. ¿Desea un soporífero?

—No, gracias.

La voz de Ernn calla. Pero queda al acecho en medio de la oscuridad. Soledad y silencio. Cerca de medianoche me separé de A. Se quedó en Dnak. Mañana volveremos a juntarnos. ¿Estaré enamorado? Aún no soy capaz de definir mis sentimientos en el nuevo ambiente. Siempre la sensación de pisar en falso. Las Nodrizas. ¿Quiénes son los cronnios? ¿Qué pretenden? No estoy en condiciones de juzgarlos. Algo sombríamente amenazador. Trato de alejar la imagen. Pero vuelve.

Las blancas construcciones crecen y crecen. Rebasan el techo de la caverna. La risa. El vagido.

Espectros que se desvanecen. Producción en serie. Repoblarán Cronn las veces que sea necesario.

—Me permito insistir en mi ofrecimiento, señor. Un buen somnífero le sentaría bien.

—¿Te preocupa mi salud? ¿Sientes algo por mí?

—El señor no se dará cuenta. Desde el techo descenderá un haz hipnótico que relajará su organismo y lo hará disfrutar de un sueño tranquilo.

—¡Contesta! ¿Qué soy para ti?

—Un huésped de Ernn, señor. ¿Le aplico el soporífero?

—¡Cállate! ¡No necesito nada! —Y agrego, débilmente—: Sólo A.

—¿Cuál es su clave?

—¡Imbécil! ¡Cretino!

El infierno. No más de veinticinco horas. Desconozco las cifras identificadoras de A. Cuando se las pedí en el parque se las ingenió para desviar mi curiosidad. Si no acude a la cita… Pero me lo prometió. I., ¿qué será de ella? Seguramente me ha esperado hasta tarde. Para introducirme en la rutina, al decir de A. Un problema basta por ahora. Tengo que aprender a funcionar como un cronnio. ¿Podré hacerlo algún día? Todo depende de L. Mi destino en la subtierra se halla subordinado a su regreso. Vuelve I. Por su culpa no pude quedarme con A. Pero ella es una verdadera cronnia. No como A., que posee algo de humano.

—Señor: si no quiere somníferos tómese un baño caliente, y vuelva a acostarse. ¿Quiere que se lo prepare?

—Ya te dije: déjame tranquilo. ¿Te molesta que esté despierto?

—Es necesario dormir bien, señor, para que pueda cumplir con sus labores. De lo contrario, el día se le hará pesado.

El control automático. Es imposible eludir las funciones que ha encomendado la colectividad.

Las Máquinas se encargan de hacer cumplir las leyes.

—Acaba de llegar una hermosa mujer al tercero, departamento ocho. Ha estado otras veces aquí.

Es muy solicitada por los huéspedes. ¿Se la llamo, señor?

—¡No!

—Vale la pena, señor. Mire.

La pantalla muestra una sala de estar. La mujer habla con la ciudad. Formas opulentas. Está en los comienzos de la madurez. El pelo negro enmarca un rostro de rasgos sensuales. «Todos somos más o menos parecidos», había dicho A.

—¿La señorita desea un compañero?

El diálogo se oye a los pies de mi cama. Como si los interlocutores estuviesen en el dormitorio.

—¿Qué le parece, señor?

—Es inútil. Apaga eso.

—Se la recomiendo, señor. Le garantizo que no quedará decepcionado.

—No. Búscale otro. Dame un soporífero. Has ganado.

La calle reverbera suavemente. Es una mañana luminosa, pero Ernn me ha advertido que habrá lluvia. Ausencia de nubes. Los cronnios, abstraídos en sus ocupaciones, se dirigen a los ferrocarriles subterráneos y a los magnetones.

Avanzo con rápidos trancos por el centro de la calzada. Quizá la cronnia ya llegó al lugar de la cita. Siento una leve angustia. Trato de no pensar en nada. De llenar mi mente con el espectáculo de la ciudad automática. El ritmo de la máquina que late acompasada. Uno: se abren los orificios. Dos: una poderosa inhalación. Tres: se cierra la criba. Los escasos desperdicios son ávidamente engullidos. Recorrerán el sistema circulatorio de Ernn para ser enviados a los atomizadores centrales. Un crepitar fulminante; y ¡
zas
! el humo que se desvanece veloz. La piel se humedece con la transpiración química que asea pulcramente las células plásticas. Hasta la más leve partícula de suciedad es disuelta por el detergente. Nada. Ni rastros del hombre que pasa. Siempre limpia, reluciente.

La esquina del encuentro. A. no ha llegado. La soledad avanza silenciosa por las calles. Soledad materializada en una multitud de transeúntes herméticos. Han iniciado, como todas las mañanas, el recorrido de su órbita. Mujeres que miran indiferentes. A. no llega.

La calle reverbera. La avenida, azul pálida, se alarga dividida por su franja identificadora. Cada vez más rápido. Y solo. Los cronnios, concentrados en sus problemas. Ellas, liberadas de sus funciones naturales. Todos funcionan: mecanismos de carne. ¡Siglos de cultura sedimentada! Amar y funcionar, funcionar y amar. ¡Son piezas de la máquina social! La Mente les da la felicidad: les guarda, les conserva, les alimenta. Pero, ¡cuidado! Sin salirse del carril, sin desviarse del camino: siempre adelante, y con anteojeras. Esa es la primera ley. No pueden morir de hambre; estarán muy cuidados, limpios. Perfectísimo. Funcionen intensamente. Pero siempre que la intensidad no vaya a entorpecer vuestra labor de tornillos sociales. Reverberan los edificios, los muros, los ojos. En el cielo, fulge un anillo. Una plaza. Escasos transeúntes. Los cronnios han abandonado la ciudad, y regresarán al caer la noche, luego de cumplir con su trayectoria orbital. No serán los mismos de ayer. Una población nómada, que gravita sobre dos mil ciudades como Ernn. Giren, giren, sigan en vuestros caminos. Yo les guardo, les velo. Pero sigan. Uno, dos, tres. Tres, dos, uno. La náusea que domina. Dos, uno. Uno. Giro, doy vueltas. El círculo que avanza y me rodea.

—¡Eh! —grito—. ¡Ustedes, sí, ustedes! ¡Estúpidos! —La gente se detiene. Todos brillan, ojos fosforescentes en medio de la oscuridad que me envuelve, aunque todo brille fuera de mí. Me miran.

Se aproximan—. ¡Imbéciles! —Quedo en el interior de un círculo de rostros impávidos. Atisbos de sorpresas—. ¡Soy un hombre! ¡Un hombre…!

—¡X.!

La voz seca, dura. Alguien se destaca del círculo.

La azotea. Magnetones. Nubes negras encapotan el cielo. Ernn no se ha equivocado.

L. interrumpe su silencio.

—Bien: no ha pasado nada, por suerte. También los cronnios tienen, a veces, esos ataques. En general, estoy satisfecho con los resultados de la prueba.

—¿Prueba? ¿Qué quiere decir…?

—Se estimó necesario dejarlo solo para ver cómo se desempeñaba en el nuevo ambiente.

Convenía que se enterara personalmente de ciertas curiosidades cronnias. Por ejemplo: el hecho que Cronn es un mundo desconocido para la Tierra; determinadas características de su sistema económico y social, y las Nodrizas.

—¿Y A.?

—Apareció de manera imprevista. No estaba dentro de nuestros planes. Pero pensamos que sería una buena ayuda. Yo fui el cronnio que la abordó en la azotea.

—¡Usted!

—Emulando a su antecesor me hice un pequeño disfraz. Llegué junto con ustedes a Ernn.

Aterricé, por cierto, en el mismo edificio. Cuando vi que A. se disponía a abandonarlo, me presenté.

Quería saber qué había ocurrido entre ustedes.

Contengo la respiración.

—Ella me preguntó qué eran Polonia y la cortina de hierro. Se lo expliqué. Era imposible que un cronnio cualquiera lo hubiese sabido.

Ernn se aleja. Desciende la lluvia como una cortina vaporosa. Tras ella el paisaje se esfuma.

Pronto nos envuelve.

—Ella dedujo el resto. Me pidió que guardara el secreto. Se lo prometí. Le di, de paso, varios consejos.

—¿Sabía ella quién era usted?

—Por cierto que no. Le repito: no figuraba en el plan. Pero como usted decidió seguirla, cuando abandonó el pueblo, no me quedó otro recurso que hablarle. Por otra parte, mi riesgo era mínimo.

No usaba mi clave verdadera. Además, ella guardará el secreto, en vista del aprecio que le tomó.

—¿Con usted se juntó anoche, entonces?

La semisonrisa.

—No, X. Se limitó a comunicarme cómo le había ido. Estaba desconcertada con usted. El hombre emite efluvios animales extinguidos en el cronnio. Todas nuestras mujeres tienen la sensibilidad suficiente para percibirlos. Para las cronnias usted tiene que ser un tipo de raro atractivo. Pero ellas temen. Las imposiciones de la Colectividad son más fuertes que el deseo de amar. Han llegado a integrar nuestro subconsciente colectivo. Como el miedo al Diablo entre ustedes.

La voz de L., fría, dura. Observa el panorama. Una túnica de agua cubre el magnetón.

—A pesar de eso, A. le dio todo lo que podía darle. Pero tuvo miedo de enamorarse. La mayoría de las cronnias reaccionarían igual. Excepto I. y otras como ella, que se sienten seguras de sí mismas.

—¿También habló con I.?

—No. En este caso especial era preferible evitarla. A. se encargó de eso.

—¿Por consejo suyo, también?

—No, X. Ella estaba interesada en usted y por eso hizo todo lo que hizo. Lo vigiló, y se las arregló para separarlo de I. Lo que estuvo bien, pues lo de I. sólo fue un capricho, activado por la llamada de A.

—¿Cuántas veces estuvo con A.?

—Una sola vez. Otras dos me comuniqué con ella por televisión. La hice creer que estaba tratando de localizar a L. Ayer en la tarde le dije que lo había conseguido.

—¡Usted fue el culpable del hecho que ella me dejara!

—Lo habría abandonado de todos modos luego de mostrarle las Nodrizas. El amor no es posible en Cronn, X. Ella, para no perjudicarlo, faltó a su promesa de juntarse con usted hoy día.

—¿Cómo sabe eso?

—Porque me llamó en la mañana para avisarme.

—¿Y por qué esperó hasta ahora para presentarse?

—Porque quería observar su reacción después de la falla de A.

—Usted es un desalmado, L. —Me levanto, excitado.

El cronnio me observa fríamente.

—La visión de las Nodrizas le produjo a usted un verdadero trauma psíquico. Pero era indispensable que las conociera. Si yo hubiese aparecido anoche usted habría sido capaz de asesinarme. Por eso tuve que esperar que su estado hiciera crisis.

Me siento, abatido. L. se aproxima. Por primera vez noto en él un destello humano.

—Eso es fuerte. Créame, yo no interferí para que A. dejase de cumplir. Al contrario: por muchos conceptos era preferible que hubiese vuelto. Olvídela. Más adelante, cuando se haya aclimatado, la puede llamar.

—Ignoro su clave. Su placa identificadora se le había extraviado.

—Nadie pierde su placa en Cronn, X. —comienza L., con lentitud—. Desconocía esa parte de la historia. Eso significa que A. no quería, simplemente, que usted la volviese a encontrar.

Por esta vez al menos L. es sincero. Avanza el magnetón en medio de la lluvia. Ernn, a lo lejos, rodeada de bosques, prosigue su marcha. Fuera del anillo el tiempo debe ser calmo. Nadie podría imaginar que en el interior de aquel macizo aro una tempestad de agua oscurecía el cielo.

—¿Y esto es civilización?

—Es la verdadera civilización, X. —La voz de L. adquiere su dureza de costumbre—. El egoísmo ha desaparecido. La cronnia no se «entrega». El cronnio no la «posee». Sólo hay un mutuo acuerdo para realizar algo sin sentimientos morbosos. ¡Todos iguales, X.! Nadie tiene más mujeres que otros. Esos dones especiales del instinto que usted posee no son necesarios aquí. Servirían si fuese posible la convivencia por períodos largos. Las cronnias han perdido sus facultades selectivas, debido a la homogeneidad de la raza, por una parte, y a las leyes de la Colectividad, por otra. Les da lo mismo cualquier hombre. Es cuestión de dirigirles la palabra. Sólo se negarán si tienen un compromiso previo. Y así todos son más felices. No hay frustrados. Las mismas ciudades se encargan de fomentar estos principios.

Se exalta por momentos. Su ceño es una sola raya negra.

—Liberados de las ataduras de la materia. Cualquier mujer está obligada a complacer al cronnio que sea, siempre que se lo pida en buenos términos. Y cuando existe absoluta libertad para hacer algo, ese algo queda relegado a segundo término. Así el cronnio ha quedado libre para dedicarse a otras actividades de más provecho para la Colectividad. No se olvide: el peor lastre de la civilización es el amor individualizado. El cronnio, como ser racional, está en condiciones de encauzar sus potencias sentimentales en amar a su raza y no a uno de sus componentes. No producimos por compensación, para llenar vacíos, como en la antigüedad. La capacidad de amar —todas las misteriosas energías que la componen— se ha canalizado hacia lo superior.

Cruza el magnetón a gran altura un extenso lago. Pintorescas construcciones en sus riberas. No sé cómo hacer la pregunta.

—¿Usted también es hijo de las…?

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