El anillo, el más próximo al planeta superior, es una barra metálica que centellea suavemente.
Todos los planetas de Cronn tienen anillos. ¿Cuántos son los planetas? Los ojos de L., con su fulgor hipnótico, me devuelven la calma. Intento hablar. Las palabras no salen de mi garganta. Enormes flores abiertas en las selvas giran majestuosas. Son los pueblos continentales.
Se invierte el magnetón. Giran los planetas en derredor nuestro. Iniciamos el descenso. Nuestra velocidad va en constante aceleración. En el centro de una pradera se destaca un montículo, similar a los volcanes de la Luna. Volvemos a sumergirnos en las entrañas de la Tierra, con centenares de esferas que nos hacen cortejo. Ese es el motivo de tanto tránsito: los cronnios se trasladan continuamente de un planeta a otro. Y para ello, sólo cráteres. Centenares en cada planeta. En cada continente hay dos o tres, por lo menos. Todos iguales. Su longitud equivale al espesor de las esferas: quinientos kilómetros. Entre aquéllas hay un vacío de mil kilómetros, en el cual flotan tres anillos. Para ir de una superficie convexa a otra es necesario recorrer mil quinientos kilómetros.
Planetas concéntricos. Un sistema planetario dentro de un planeta. El sistema Cronn.
De nuevo al aire libre. La abertura del cráter se contrae rápidamente. Otra vez en plena travesía interplanetaria. Tempestad de lluvia y viento. Trasponemos las ráfagas y el agua. Hay un cruce de anillos a la izquierda. Debajo, nubes arremolinadas. Encima, la carta geográfica, vecinas las tierras a la zona polar. Los continentes y mares son distintos a los de los planetas anteriores. Cada mundo ha sido diseñado en forma diferente. Es una galería de planetas que se suceden unos a otros, con su sello característico. Y todo en el interior de un humilde globo terrestre. De un minúsculo satélite del Sol, una de las tantas estrellas de la Vía Láctea. Las esferas jamás chocan entre sí, porque poseen un centro de gravedad común. Cada mundo posee tres anillos, que son sus satélites. Todos idénticos al que yo conociera. Eso significa que la población de la subtierra es fabulosa.
El cruce en la actualidad, suspendido a nivel nuestro: materialización de sueños descabellados, de inconcebibles obras de ingeniería. Encerrados en aquellos estuches los cronnios, con sus ciudades, valles y cerros, aislados en el cielo, sobrevuelan eternamente los planetas. ¡Cuándo van a imaginar los hombres que bajo sus pies comienza un nuevo infinito, a menos de mil kilómetros de distancia!
Un infinito subterráneo, repleto de mundos que ruedan sobre sus ejes, empequeñeciéndose a medida que se acercan al centro común.
¿Dónde acaba el sistema cronnio? Quizá los planetas siguen achicándose hasta alcanzar el tamaño de una manzana. Y dentro de aquel gravita otro no más grande que una nuez. Y más al interior existe un espacio infinitamente pequeño en cuyo centro flota el Átomo. Así sucesivamente.
Los cronnios son los únicos hijos de la Tierra que tienen el privilegio de admirar ambos universos: el de las estrellas y el subterráneo, los dos inconmensurables.
En el centro de la concavidad se yerguen ruinas ciclópeas: murallas, colosales edificios, calles amplias como océanos. Una ciudad titánica. En sus vecindades se extiende una planicie desértica, de fuertes colores: un continente intensamente mineral. A la distancia un mar mediterráneo, con la configuración de un trébol de múltiples hojas.
Al vértigo se suma el miedo. Luego un desfallecimiento paulatino. El paisaje se reviste de un aspecto tétrico. Figuras confusas se retuercen tras una cortina de niebla. El cruce da vueltas como una rueda negra.
Vuelvo en mí, sentado en el mismo sillón. L., desde el suyo, me escruta tranquilo. La esfera de nuevo va subiendo. Encima aparece el eterno techo cóncavo, atestado de continentes oscuros y vastos mares con simétricas costas. Aquel techo, más que los anteriores, es de colosales proporciones. Dobla en tamaño a los precedentes. Es tan inmenso que casi no se nota su concavidad.
Oscurece. Los límites del planeta interior se desvanecen a una distancia infinita. Los bordes sutiles de un anillo: en su vítrea superficie se refleja un atardecer con verdosos destellos dorados. Y dicho aro es dos veces más ancho que el de Ernn. Parte el techo en dos porciones idénticas. En tanto el panorama longitudinal allí reproducido aparece lejano, el que se divisa a sus dos lados es más claro y grande, aunque se encuentra en el fondo de un abismo.
—¿Cuándo va a concluir este viaje?
—Ahora. Estamos en el último planeta. Ahí está la Cáscara. Atravesando ese cráter se llega a la superficie.
Pasamos al lado del anillo. Su oscura muralla, impenetrable, parece ilimitada.
—Ese anillo es el doble de los otros, por lo menos…
—Exactamente. Ahí se hallan las ciudades más grandes de nuestro sistema.
¿Cuántos planetas hemos atravesado? Por lo menos tres. Y hay que agregar aquel donde despertara. El primer planeta de Cronn conocido por mí. Como cada uno es doble, resulta que hemos sobrevolado ocho mundos. ¿Cómo una población tan numerosa no ha absorbido a la Tierra?
Inexplicable y absurdo. ¿Cómo los cronnios no han sojuzgado a los hombres? ¿Se conforman con vivir en el subsuelo? ¿En aquel mundo seguro y dotado de todo lo necesario para vivir, sin duda, pero privado de la luz del Sol y de las estrellas? ¿Ellos, incansables científicos, preocupados de lograr la última etapa?
Un pueblo. En seguida una pradera con animales. Un arenal: de su centro surge recta algo como una línea. Una interminable antena metálica. Pasamos a menos de una cuadra de ella. Es como una robusta columna que intenta tocar el cielo.
—¿Qué es eso?
—La Aguja de los Rebeldes. Un monumento nacional.
Es un verdadero pilar, ligeramente inclinado con relación al terreno. Cuando mucho, mide un metro de diámetro. Y una longitud de kilómetros. Es difícil justificar su empleo en una zona tan desolada. La sigo hasta que sólo su extremo superior es visible detrás de un cerro. Pronto no es sino una línea estampada en una fotografía.
Mar adentro. Vuelo horizontal. Rodeado de lánguidas olas, aparece uno de los cráteres. Surge del océano como un caño trunco, con sus paredes externas verticales. Nuestra esfera emboca en él, y nos sumimos en la noche. Sólo los ágiles puntos de los magnetones perforan las tinieblas. Bajamos varios kilómetros. La esfera cambia de rumbo. Avanza en sentido horizontal y al hacer una curva, penetra en un túnel colosal, con un techo combado. Simétricos arcos luminosos lo dividen. Arcos que se achican a lo lejos y que irradian una luz azulina. Una multitud de vehículos de diversos tamaños —algunos enormes— se suceden por el piso de la caverna, que debe ser un gigantesco aeródromo.
Los cronnios entran y salen de los aparatos. Conversan en forma más animada que cuantos hasta la fecha conociera. Usan uniformes de colores opacos y de líneas sobrias.
En una explanada libre de magnetones, sobre una plataforma a ras del piso, nos hundimos en tierra junto a varios uniformados hasta un vestíbulo de grandes proporciones, cien metros más abajo.
Innumerables reproducciones de aparatos voladores se distribuyen en la sala sobre pedestales.
Pilotos o soldados van y vienen entre las maquetas. Se escucha un bronco zumbar, que el eco agranda.
L. no me da tiempo para contemplar el Museo. Me conduce por un bien iluminado pasadizo. Al fondo, una puerta se abre automáticamente. Una sala grande. Otra puerta. Una segunda sala: detrás de un escritorio, D. Al verlo me acomete la misma desagradable sensación de nuestro primer encuentro. Lo saludo secamente. No parece percatarse de mi presencia. L. se le acerca. Cambian algunas palabras en voz baja.
Me escruta el viejo con científico interés. Hace un gesto afirmativo con la cabeza. Luego acomoda al azar unos instrumentos pequeños dispersos sobre el escritorio.
—Me dice L. que usted ya se ha repuesto por completo de su enfermedad. En un par de días más comenzará su aprendizaje de vigía. Ya está en condiciones de entrenarse en forma seria. Espero que se desempeñará convenientemente en sus nuevas funciones.
Acostumbra acompañar sus palabras con dramáticos visajes: fruncimientos de ceño, y uno que otro gesto de sus manos nerviosas. Sin ser demasiado notorio, se advierte un trasunto irónico cada vez que me dirige la palabra.
—Así espero yo también, profesor —murmuro entre dientes—. Me gustaría saber, eso sí, cuándo podré regresar a Chile.
Mira D. a L. y éste a aquél. Permanecen un segundo sin decir nada. Acto continuo, el viejo me habla con su acostumbrada rapidez:
—Dentro de veinticinco horas podremos contestarle con seguridad esa pregunta. —Y añade, convencido—: Sólo debo advertirle una cosa: no se preocupe.
Es como para quedarse tranquilo.
—¿Y por qué tengo que esperar veinticinco horas? —La pregunta tiene mucho de infantil. Pero me es imposible evitarla. Presiento que D. contestará: «Porque sí».
—No puedo satisfacer ahora tan natural curiosidad —replica—. En algunos minutos más L. lo llevará a conocer ciertas cosas. Muchas de sus preguntas encontrarán respuesta. Ya ha esperado lo más. ¿No es así?
Debí darle una bofetada.
Abandonamos la construcción. L. no se preocupa de darme explicaciones. Una vez más atravesamos el aeródromo. Reina allí una extraordinaria actividad. Segundo a segundo los magnetones aterrizan y despegan. Algunos se dirigen hacia la entrada del refugio. Otros hacia el fondo. En medio de mi furia me detengo a admirar la magnitud de aquél. Las arcadas luminosas, que siguen la curvatura del techo, se achican progresivamente hacia el interior hasta adquirir minúsculas proporciones, esfumadas en una neblina azul.
El último despertar. El sueño, provocado por un narcótico, no me trajo pesadillas ni visiones como los primeros sueños. Me hundo en la oscuridad. Después de un lapso indefinible, vuelvo en mí. Sin malestares. Como si únicamente se hubiese tratado de una breve interrupción en el proceso de percibir los objetos y los hechos. Alguien nos tapa los ojos. Hay un instante de cesación de todo, producido por la sorpresa. Cuando descubrimos que es una jugarreta todo pasa.
La noche ha caído. El cielo se materializa en puntos luminosos. Algunos enormes, otros pequeñísimos. Una nube que abarca todo el espacio. Se hacen cada vez más penetrantes: ojos que comienzan a abrirse paulatinamente. Miles y miles de soles pegados a un techo negro. Saltan de la noche y del espacio. ¡Las estrellas! Millones de estrellas. Infinitas estrellas hundidas en la inmensidad. Palpitantes, vívidas, en un cielo negro. Recién me encontraba en una caverna artificialmente iluminada. Ahora estoy bajo otra caverna. Una bóveda sin paredes ni techo.
—El corazón de la galaxia.
Ahí está L. Su silueta se proyecta contra las constelaciones. Sus ojos me observan enigmáticos.
—¿Qué es esto? ¿Dónde estamos?
—En la Cáscara. Venga.
Avanzo torpemente hasta la pared translúcida: abajo, una zona sin rasgos visibles, sombría como el alquitrán. Cerca del horizonte, moles de cadenas montañosas, débilmente perfiladas contra el cielo. Y encima del paisaje tenebroso: estrellas y estrellas. Su luz nos permite ver nuestros cuerpos, apretujados, a velocidades vertiginosas.
¡Nada importa! Todo ha cambiado, X. Puedes preguntar. ¿Qué temes? La verdad única y definitiva. Está frente a ti. Me dejo caer en el sillón. Otra vez las estrellas. Sí: estos son los cielos de X.
L. indica una pequeña constelación próxima a desaparecer.
—El Sol. La más pequeña de las cinco. La amarillenta. Ahí está la Tierra.
El Sol, la Tierra. La verdad dicha en forma escueta. Perdido en la multitud. En medio de un gentío. Todos gritan a la vez, sin que nadie entienda a nadie. Mis dudas se aclaran. Aquellas dudas que no me abandonaran desde mi despertar en la clínica. El mundo subterráneo de Cronn no se encuentra en la Tierra. Por mis ojos desfilan los astros rostros, porque la esfera está a oscuras.
—La Cáscara. La envoltura externa de nuestro sistema.
Cronn es un sistema planetario compuesto por nueve esferas concéntricas. La primera es la Cáscara. Cronn no gira en torno a un Sol: elige sus órbitas. La Cáscara es capaz de absorber energía cósmica, que lo provee de todas las condiciones necesarias para la vida y evolución de sus planetas.
Es un sistema que durará por toda la eternidad, pues no depende de la existencia más o menos efímera de una estrella. Los cronnios viven en las entrañas de la gran madre, mientras Cronn viaja de una estrella a otra, sin exponerlos a los riesgos del cosmos. Además, los protege de las miradas indiscretas con una inhóspita envoltura negra. Siete esferas son habitables tanto en su cara externa como interna. Sólo la Cáscara —apta para la vida en la superficie interior únicamente— y el planeta central, poblado en su faz externa, constituyen las excepciones. Los cronnios disponen así de dieciséis planetas. Todo ello en una esfera de treinta y tres mil kilómetros de diámetro.
Los cronnios viven sin un cielo estrellado sobre sus cabezas. Pero de otro modo sería imposible sobrevivir a un viaje interestelar. Se congelaría la atmósfera; se estrellarían nubes de meteoritos contra las ciudades; la población se vería expuesta a las tempestades cósmicas. Cronn, más que un planeta o un sistema planetario, es una insuperable astronave. Segura, veloz e indestructible. Capaz de viajar durante millones de años con los recursos frescos y siempre renovados de dieciséis mundos. Con océanos insondables y continentes casi inexplotados que proveen de agua y alimentos.
La historia de la organización social y política de Cronn se relaciona directamente con sus peculiaridades. Más que en cualquier otro planeta, la conformación cósmica de Cronn ha influido en el carácter cronnio. Nadie ha podido determinar la edad del sistema. Sus primitivos pobladores —los titanes— descubrieron que la Cáscara era un acumulador natural de energía cósmica. Que, asimismo, aquella podía transformarse en un agente propulsor con la intervención de sencillos mecanismos. Al cabo de milenios de experiencias, descubrieron un proceso para convertir a Cronn en un mundo autónomo, capaz de trasladarse por el espacio a grandes velocidades, hacia puntos determinados de antemano. La magnitud de estos trabajos habría sido irrealizable para una raza como la cronnia. De este modo Cronn puede polarizar la energía que acumula y moverse entre los campos magnéticos estelares. Un principio semejante al de los magnetones. Los cronnios, como herederos de los titanes, han proseguido sus viajes por el universo a través de los siglos.