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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

Los caminantes (36 page)

La idea, por supuesto, era fabricar un cóctel molotov, utilizando el whisky como habían visto hacer en innumerables películas. La prueba que hicieron, utilizando una vieja camiseta como mecha, sin embargo, no funcionó en absoluto: el whisky se evaporaba rápidamente y el invento acababa resultando más una molestia temporal que otra cosa. Decepcionados, se dejaron caer en el suelo.

—En La Mitad Oscura funcionaba... —dijo el más joven.

—Pues ya ves que no. Además está la lluvia... —dijo el otro—. Necesitamos otra cosa.

Buscaron por la habitación, excitados por el sonido constante de los disparos que les llegaba desde abajo. Algunas de las mujeres seguían deambulando por los pasillos, abrazadas unas a otras; no se atrevían a bajar, porque la escalera era una alfombra salvaje de cuerpos abatidos y apilados en escalofriantes montañas.

Por fin, uno de los chicos encontró lo que buscaba: olvidados en un rincón había algunos botes de disolvente de tamaño industrial. Un gráfico naranja surcado por bordes amarillos adornaba todos los botes con una señal escrita en grandes caracteres de imprenta:

ALTAMENTE INFLAMABLE

Probaron a verter un poco en la misma esquina donde habían hecho la prueba con el whisky, y el líquido, pese a ser poco, se mantuvo en llamas durante más de medio minuto, burbujeante como un lago de lava. Satisfechos, vaciaron las grandes botellas de whisky y montaron sus pequeñas bombas: diez de ellas estuvieron pronto dispuestas en una pequeña caja de cartón rígido provista de tapadera.

Subirlas al tejado fue, sin embargo, una extraordinaria prueba de habilidad y fuerza en sí misma. Cada botella de whisky pesaba cuatro kilos y medio, así que el total ascendía a cuarenta y cinco kilos de peso. Pero finalmente, se encontraron de nuevo encaramados al tejado de dos aguas, jadeantes, con los brazos cansados y las gotas de lluvia resbalando de sus cabellos húmedos.

Muy poco después, se encontraban a menos de diez metros de la entrada principal, por donde los caminantes se infiltraban en el campamento como hinchas de algún grupo musical el día álgido del concierto estrella de la temporada.

—Con fuerza, ¿eh? —dijo el más joven prendiendo la primera mecha. Había entreabierto la caja para evitar que la lluvia mojara los trozos de tela que iban a servir de mecha.

El chico cogió la botella, la sopesó en su mano unos breves segundos y la lanzó contra la puerta. La botella evolucionó por el aire describiendo una órbita elíptica e impactó justo donde la querían; cayó entre los zombis que estaban cruzando bajo la verja de hierro y se inflamó con un ruido fabuloso, crepitante. Los espectros que fueron alcanzados se convirtieron en teas humanas, bolas de fuego que rápidamente perdieron el sentido de la orientación y quedaron inmóviles, impidiendo el paso a los que iban detrás. Corpúsculos incendiados caían de la masa incandescente que eran sus cuerpos; el suelo era un infierno llameante cuyas lenguas de fuego lamían las ropas de los zombis que pasaban alrededor.

Los chicos aullaron de contento, sorprendidos por el inesperado éxito de su plan. Daban saltos sobre sus pies y levantaban los brazos, henchidos de euforia. Cogieron un par de botellas más y las lanzaron contra la puerta. De nuevo los lanzamientos se produjeron con un acierto enorme, y la entrada de la Ciudad Deportiva se convirtió en un fulguroso horno humeante. Los espectros que habían ardido primero empezaban a caer al suelo, incapaces ya de mantenerse en pie. Su carne podrida, envuelta en las ropas que les eran propias, ardían con una facilidad fascinante. Los que venían detrás se contagiaron con rapidez, pese a la lluvia. Bien era un espectro que se giraba con un brazo envuelto en llamas, o una lengua de fuego que se abría paso por el suelo a medida que el disolvente se extendía y prendía los bajos de los zombis aglomerados en la entrada; en cuestión de medio minuto se había declarado una hoguera de proporciones considerables.

Tiraron todavía tres botellas más, para asegurarse de que la lluvia no mermara el efecto del fuego. El líquido del disolvente se propagó, codicioso. Un total de trece litros adicionales de disolvente en llamas desparramándose por la acera prendieron todo cuanto tocaron, bloqueando efectivamente la entrada al recinto; al menos, por un buen rato.

Y mientras los chicos celebraban su iniciativa en el tejado, soltando lapidarias y elocuentes frases extraídas directamente de discursos de la industria del cine americano, quiso el Señor en los Cielos darles un respiro aun mayor: de repente, dejó de llover.

El fuego redobló su intensidad.

XLI

La contundente maniobra estratégica de los dos jóvenes tuvo inmediatas repercusiones en la recepción. Aguantando la respiración, todos fueron conscientes de que el número de atacantes estaba mermando en cuestión de segundos. Cuatro disparos más tarde, los tiradores se quedaban mirando, atónitos, a un único zombi traspasando el marco del ventanal roto, cuya pierna, completamente ennegrecida, humeaba débilmente.

José apuntó entre los ojos y disparó.

De repente, tras el eco ominoso del disparo rebotando por los altos techos de la recepción, se produjo el silencio. Aún quedaban zombis vagando por el exterior, repartidos por toda la instalación; muchos, de hecho, pero parecían caminar erráticos y no habían reparado en ellos. La hilera interminable había terminado. Lo habían conseguido.

Todos al unísono, los supervivientes se lanzaron a una ovación de profundo júbilo que sabía a victoria: un clamoroso estruendo donde todos se entregaron a dar gritos de entusiasmo, levantar los brazos en señal de triunfo, y abrazarse unos a otros con los ojos anegados en lágrimas pero con radiantes sonrisas en sus rostros agradecidos.

José soltó el fusil, dejándolo colgar, bamboleante, de la cinta de cuero que lo mantenía sujeto al hombro. Echó la cabeza hacia atrás y dejó que una sonrisa le floreciera en los labios. Extendió las manos hacia delante; le dolían todos los huesos de la mano, el antebrazo y los hombros; cada pequeño músculo gimoteaba suplicando una pausa. Incluso mantenerlos ligeramente levantados le provocaba un dolor vivo y persistente.

—¿Estás bien, pecholobo? —le preguntó Uriguen, acercándose a él.

—No puedo disparar ni una bala más, tío.

—No pasa nada... creo que lo tenemos controlado.

Aranda llegó hasta ellos. Aunque la expresión en su rostro había perdido la gravedad de hacía unos minutos, todavía una sombra cruzaba su mirada.

—No podemos relajarnos... La enfermería... Dozer y el doctor...

—Oh, Dios... —exclamó Uriguen.

—Ese cura está por aquí... él disparó a Susana.

—¡Vale! —exclamó Uriguen, municionando el fusil mientras hablaba—. ¡Vale, vale! Vamos allá...

—Espera... —pidió Aranda. Entonces levantó los brazos y pidió atención al resto del grupo—. ¡Atención, por favor! Esto no ha acabado, aunque estamos cerca. Lo peor ha pasado... pero necesito dos grupos. Uno irá inmediatamente a la enfermería a ver cómo están nuestros amigos, y otro se encargará de abatir a todos los caminantes que tenemos en el recinto. Todos y cada uno. Hay que identificar también por dónde entraron y ver si está controlado. No queremos una segunda oleada como ésta. Yo iré a la enfermería con Uriguen y Moses; creo que será suficiente.

—Nosotros limpiaremos el patio, Juan —dijo uno de los hombres. Había descubierto que no lo hacía mal del todo con el fusil y, por primera vez en muchísimos años, se sentía tan vivo que creía que el corazón iba a salírsele por la boca.

—De acuerdo... Hacedlo desde aquí hacia fuera... nunca perdáis de vista la recepción. Recordad que arriba hay mucha gente todavía, y tenemos a Susana que por el momento no puede moverse. Por lo menos alguien debe quedarse en la escalera.

—Yo mismo —dijo otro de los tiradores. Por Dios que no le apetecía salir ahí fuera, por mucho que dijesen que la situación estaba controlada.

—Bien... vamos... ¡Vamos, vamos!

Pero apenas salieron fuera, descubrieron el motivo que había impedido a los espectros seguir inundando el recinto. Un fenomenal incendio ardía en la puerta principal, levantando llamas fulgurantes que se erguían sobre la verja de hierro y oscurecían el techado de cemento blanco. En el suelo se apilaban varios cuerpos cuyas formas negras se adivinaban en el rescoldo de las llamas.

—Jesús... —dijo alguien.

Sin embargo, no tardaron en concentrarse de nuevo en abatir a los espectros que vagaban por las pistas. No se precipitaban, no se separaban, y no perdían de vista ni sus espaldas ni la entrada a la recepción. Después de la agotadora experiencia en las escaleras, se sentían triunfadores, invencibles, y esa adrenalina especial y nueva que recorría sus venas hacía que funcionasen mejor como equipo y los disparos eran, en su mayoría, aciertos plenos.

Aranda, Uriguen y Moses recorrieron a la carrera la distancia que les separaba de la enfermería. Sorprendieron a un caminante en muy avanzado estado de descomposición cruzando la puerta rota de cristal. Aranda pensó fascinado que era como si le hubieran raspado todo el costado: sus costillas estaban expuestas, y un órgano hinchado e irreconocible asomaba como un tumor abyecto y violáceo. Uriguen acabó con la espantosa visión de un preciso disparo.

Saliendo a recibirles encontraron a Peter.

—¡Pí! —dijo Uriguen, sorprendido de verle.

—¡Hey, tíos! ¿Cómo está la cosa? —preguntó.

—Más o menos controlada, Pí... ¿Cómo llegaste aquí? —dijo Aranda, más que contento de verle.

—Estaba de guardia en la torre —contestó, un poco incómodo—. Pero todo sucedió tan rápido, yo no vi... en fin... vine para acá cuando pude, justo a tiempo, creo. Iba a salir ahora... escuchamos los disparos en el patio...

—Están disparando a los muertos que quedan por las pistas... ¿Y Jaime? ¿Dozer?...

—Bien, estamos todos bien —exclamó, extendiendo una palma—. Están ahí dentro.

Todos respiraron con alivio, relajando al fin su postura, tensa hasta ese momento.

—Acabo de limpiar las habitaciones del fondo —continuó Peter—, así que esto está controlado también.

Hizo una pausa para mirar a Moses directamente a los ojos.

—Y tenemos a tu cura, Moses. Tenemos a ese hijo de puta.

En apenas tres horas, la situación dentro del campamento de Carranque se había normalizado. Las pistas deportivas fueron limpiadas, y las verjas de la entrada habían sido temporalmente cerradas apilando muebles contra ellas, ya que los goznes de la puerta habían acusado notablemente el fuego y no consiguieron hacerlas girar. La barricada, no obstante, resistía notablemente bien.

Susana había sido trasladada a la enfermería. El doctor Rodríguez limpió de nuevo la herida e hizo un fantástico trabajo de sutura. El disparo había pasado limpiamente por debajo del hueco de la clavícula, sin mayores complicaciones, así que pudieron hacerle incluso una transfusión gracias a que Susana compartía el mismo grupo sanguíneo que Dozer, entre otros. Se quedó estable y adormilada.

Los héroes del día fueron vitoreados y abrazados por todos cuando se supo su pequeña iniciativa. Estaban radiantes, aunque un poco incómodos por la atención que habían generado. Andrea se acercó y les plantó un fenomenal beso en mitad de los labios, lo que les turbó sobremanera. De hecho, también besó a José, a Uriguen y a un buen montón de otros tiradores.

También comenzaron rápidamente las tareas de limpieza, que se prolongaron por el resto del día. Nadie quería aquella amalgama de cadáveres infectando el interior del edificio. La cantidad que había de ellos en la recepción y las escaleras era sobrecogedora, y arrastrarlos afuera fue una dura prueba para todos los que intervinieron. Fue como mirar de cerca a la muerte: una vez caídos, aquellos desdichados no parecían menos humanos que ellos mismos. Formaron grandes piras y utilizaron un poco de disolvente para asegurarse que ardían debidamente. Columnas de humo negro se elevaron aquella mañana bien alto en el cielo.

La electricidad fue también restablecida con prontitud. Resultó que el sacerdote sólo había saboteado el panel principal, así que fue suficiente con cambiar algunos cables y fusibles y conectar de nuevo. Fue también afortunado que hubiese material suficiente para llevar a cabo la reparación sin tener que salir a por suministros, porque nadie tenía ya energías para ninguna incursión por las alcantarillas.

El Padre Isidro fue trasladado al pequeño despacho del doctor Rodríguez, vigilado siempre por dos guardianes armados. Aunque en ningún momento dijo nada, sobra decir que tenían pendiente una larga charla con él.

En cuanto a las bajas sufridas, hubo todavía una más. Encontraron a Julián y a Pablo entre los cadáveres, ambos con un disparo en la cabeza. Interpretaron que había sido el sacerdote, pero lo cierto es que después de morir por sus respectivas heridas, habían abierto sus ojos de nuevo y se habían levantado, confusos y con la mente nublada con un manto rojizo y primigenio. Los sonidos que llegaban a sus oídos estaban distorsionados, ahora apagados, ahora estridentes. Los disparos de los fusiles eran como dolorosas punzadas en su radar mental, y las formas de los vivos les atraían como una buena cagada a un puñado de moscas viejas y gordas: algo en el olor y en cómo refulgían. Pero no duraron mucho: fueron abatidos en medio de la multitud de muertos vivientes sin que nadie reparara en ellos. Y esta vez sí, su cerebro se desconectó como un viejo ventilador que ha girado ya demasiado y se sumieron en las neblinas opacas del olvido.

Pero nadie pudo localizar a Sandra o a Iván. Solamente cuando miraron la pizarra de tareas descubrieron que Iván tenía guardia en las alcantarillas hasta las dos de la tarde, así que dos de los hombres bajaron hasta el sótano para ver si aún seguía allí. Bromeaban con la idea de que quizá Iván no se había enterado de nada y continuaba ahí abajo sumido en el aire pútrido de sus propios pedos. Cuando llegaron, no vieron a Sandra, que apareció de improviso saltando de entre las sombras hacia la yugular de uno de ellos. Consiguieron frenarla a tiempo, pero cuando aún lidiaban con ella, intentando reducirla, la cosa horrible que una vez fue Iván vino corriendo desde el fondo del corredor, con los ojos blancos y un grito escalofriante brotando en tropel de su garganta. La cosa sí consiguió su objetivo, desnucando a uno de los hombres con un violento movimiento una vez tuvo su cabeza entre las manos.

Por fortuna para su amigo, que había quedado petrificado en el suelo con una ardiente mancha de orina en los pantalones, la algarabía de la pelea había sido escuchada en el piso de arriba, donde imperaba una febril actividad. Uno de los tiradores del patio, ya con cierta maestría en el manejo de su fusil, acabó con ellos con hasta siete disparos consecutivos. Iván se retorció en el aire haciendo grandes aspavientos con las manos antes de caer sobre el cuerpo de Sandra, privado ya de todo hálito, de una u otra clase.

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