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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

Los caminantes (38 page)

Isabel suspiró, observando cómo las nubes evolucionaban ante sus ojos. La luz cambiaba a cada poco, arrancando destellos brillantes a las formaciones más altas mientras que la oscuridad caía lentamente sobre el campamento.

—Mo... —dijo Isabel en voz baja.

—¿Sí?

—Abrázame.

Moses volvió a rodearla con su brazo y la atrajo hacia sí. Ella se acurrucó en su costado, apoyando la cabeza contra su hombro. Permanecieron en silencio, sin decir nada, mientras pasaba otro día. Un día más. Sólo un día más.

A las seis y cuarto del día siguiente, el doctor Rodríguez llamó a la puerta del dormitorio de Aranda. Éste le recibió medio desnudo y soñoliento.

—Antonio... dime... ¿ocurre algo?

—Creo que sé qué ocurrió —dijo, con una media sonrisa en su cara fatigada.

Aranda le miró, perplejo.

—Vale... —dijo, reaccionando al fin—. Por favor, dame sólo un minuto para ponerme algo y me lo cuentas.

Diez minutos más tarde estaban otra vez en su laboratorio. Había una buena colección de latas de refresco con cafeína sobre la mesa; era evidente que el doctor había estado trabajando toda la noche.

—Mira esto... —Le enseñó unas muestras que había colocado en unos cristales de los que se usan para observar por el microscopio. Los colocó en la pletina y le invitó a mirar con un gesto de la mano.

—¿Qué estoy viendo? —preguntó Aranda, tras inclinarse y echar un vistazo por el ocular.

—Ah, lo siento... Bien, son trazas encontradas en la sangre de nuestro cura. Naturalmente, antes de nada debo decir que sí, indiscutiblemente, el hombre está infectado hasta los huesos del mismo agente patógeno que puede encontrarse en cualquiera de nuestros zombis. Con una sutil diferencia, pero a esto iremos luego.

—Lo imaginaba... —dijo Aranda, echando otro vistazo al microscopio. Vio unos corpúsculos redondos moviéndose perezosamente, circundados por unos puntos negros que se agitaban nerviosamente.

—¡Claro! —dijo el doctor—. Pero encontré algo más... había indicios de una antigua enfermedad conocida como Síndrome de Guillain-Barré. Es una enfermedad muy seria, Juan. Una clase de neuropatía aguda y autoinmune que afecta al sistema nervioso, tanto al periférico como al central. Se cree que ocurre como resultado de un proceso infeccioso agudo, en donde hay un descontrol del sistema inmune... pero bueno, eso no viene al caso. Lo importante aquí es que es una enfermedad severa que nunca se pasa por alto: empieza como una parálisis ascendente con pérdida de fuerza en los miembros inferiores y posteriormente se extiende a los miembros superiores, alcanzando cuello y cara, con la consecuente pérdida de los reflejos tendinosos profundos.

—¿Esa enfermedad tenía el sacerdote?

—La tuvo, al menos. Aquí viene lo interesante. Es obvio que nuestro cura debió ser atendido, me refiero a ayuda hospitalaria, o habría acabado muerto; de eso no hay género de duda. ¡Pues bien! El tratamiento recomendado para los enfermos de Guillain-Barré es... ¡la plasmaféresis!

El doctor le miró con una radiante sonrisa.

—Doctor, no me entero muy bien de...

—Oh... sí sí sí... la plasmaféresis... bien, es un procedimiento mediante el cual, a través de una máquina separadora celular, se produce la extracción de plasma global... ¿comprendes?

—¿Cambiar la sangre? ¿Como una diálisis?

—En absoluto... Extracción de plasma global —dijo, poniendo mucho énfasis en la última palabra—. Toda la sangre se cambia y se renueva.

—Entiendo...

—Tiene muchas complicaciones, por eso creo que encaja. Desde hipotensión a parestesias, o gingivorragia... Estoy hablando de paros cardiacos, Juan.

—Paros cardiacos... —repitió Aranda—. Eso pudo provocar su estado de... ¿clínicamente muerto?

—Oh, desde luego que sí. En ese tiempo, es posible que el agente patógeno que hemos identificado empezara a invadirlo, a actuar. Y puede que, después de que él se recuperase, de que lo trajeran de vuelta, los procesos de plasmaféresis se reanudaran en poco tiempo. Al fin y al cabo era eso o arriesgarse a que su enfermedad acabase matándolo.

—Te sigo —dijo Aranda, vivamente interesado.

—Verás... —dijo el doctor, pasándose la punta de la lengua por el labio inferior. Intentaba encontrar una forma sencilla de explicar a Aranda su teoría—, el problema de los antivirales es que atacan al agente. Una vez leí una entrevista a Carlos Bonfil, un investigador de la Universidad de California. Él postulaba que los antivirales son ratoneras, que es preferible dejar que el sistema de cada persona controle al virus, y cuando eso sucede, ya no tenemos que preocuparnos por saber dónde se encuentra este virus. El sistema inmunológico lo localiza y acaba con él. Los medicamentos no tienen esa capacidad, pues funcionan contra un solo tipo de virus, tal como es y se comporta en el momento de utilizarlos. Eso es lo que creo que pasó en el caso de nuestro sacerdote, que la plasmaféresis dio un respiro a su sistema inmunológico, que pudo reaccionar a tiempo y controlar la infección.

Aranda se dejó caer en una silla cercana.

—¿Pero eso explica por qué los muertos le ignoran, Antonio?

—No tengo equipo suficiente para hacer las pruebas requeridas, pero desde luego, entre otras cosas, ésa puede ser una de las causas. La transpiración constituye un proceso natural para eliminar las toxinas del organismo, y es un hecho que ciertas enfermedades como la diabetes, o algunas otras relacionadas con problemas del hígado, provocan olores característicos. Es posible que los zombis identifiquen eso de alguna manera... como pasa con las feromonas, auténticos pasaportes del mundo de los insectos.

—Sí, he leído sobre eso... —dijo, paseando la mirada por la mesa de análisis. Tenía una sola pregunta dando vueltas en la cabeza, pero casi le daba miedo formularla—. Vale... lo que quiero saber es... ¿se puede utilizar la sangre del sacerdote para conseguir reproducir los efectos de su... inmunidad frente a los zombis?

—Ésa es la sutil diferencia de la que te hablaba al principio. Verás, sería imposible hacer una vacuna con los medios de que dispongo. Esos virus se aíslan en un laboratorio y se les manipula borrándoles de su ADN la función que tienen para implantarles una nueva: la de destruir a los virus de su mismo género. Se les dota de una sustancia química que usan como arma letal contra sus ex compañeros virus. Y hacen más cosas, como insertar límites de réplicas para evitar una superpoblación. Todo eso se realiza con costosos equipos y grandes equipos humanos. Pero... también podemos hacerlo a la vieja usanza.

—¿Cómo es eso?

—Es la historia de las vacunas —continuó el doctor. Cogió otra silla y se sentó frente a él—. En China, a los pacientes que sufrían tipos leves de viruela les arrancaban sus pústulas secas para molerlas y conseguir un polvo que luego se introducían por la nariz para conseguir inmunizarse. Los turcos ya hacían eso en el año 1700; se inoculaban con fluidos tomados de casos leves de enfermedades contagiosas, y vaya si funcionaba. La buena noticia es que nosotros ya tenemos ese “caso leve” de zombificación, o como quieras llamarlo.

—Nuestro cura.

—Nuestro cura —repitió el doctor con una sonrisa—. El agente patógeno que descubrimos está latente, vivo, activo, pero controlado por su sistema inmunológico. Se replica e instala en sus células continuamente, pero su sistema las destruye con una rapidez pasmosa. Esto generalmente acabaría con cualquier sistema rápidamente, pero a su vez el virus actúa como esas células madre de las que hablamos aquella vez, ¿recuerdas?

—Sí, sí... es lo que hace que esas cosas sigan moviéndose y viviendo incluso con sus órganos vitales destrozados.

—Eso es. Así que el sistema se replica constantemente y se mantiene estable. Es más... sospecho que el agente patógeno podría estar alargando de alguna forma la vida de ese hombre... ¿has visto su aspecto? No has visto sus heces, desde luego...

—¿Doctor? —preguntó Aranda de repente.

—¿Sí?

—¿Por qué siempre dice “agente patógeno” en lugar de “virus”? Es mucho más corto...

—Hijo... —contestó el doctor—, la Seguridad Social se encargó de banalizar tanto esa palabra, que ningún profesional de la medicina debería ya usarla bajo ningún concepto.

Aranda soltó una sonora carcajada.

XLIV

A primera hora de la tarde, toda la comunidad se encontraba en la sala acostumbrada. Habían sido avisados de que el doctor Rodríguez y Juan Aranda iban a poner sobre la mesa, por fin, los resultados de las investigaciones.

El doctor Rodríguez apareció casi diez minutos tarde. Aun así, recibió un estruendoso aplauso cuando recorrió el pasillo central en dirección al púlpito; todos sabían demasiado bien lo duro que había estado trabajando en su pequeño laboratorio y se encontraban nerviosos e intrigados por conocer sus hallazgos.

El doctor pidió silencio, levantando ambas manos y sonriendo con cierta timidez. Cuando habló, sin embargo, lo hizo con voz clara, fuerte y firme. Les contó todo lo que había descubierto sobre el virus, cómo actuaba manteniendo activos a los caminantes, y también sus más recientes descubrimientos sobre cómo el Padre Isidro mantenía dicho virus latente en su interior. Cuando terminó la exposición hubo una tanda de preguntas. Casi todas eran recurrentes sobre temas ya expuestos, que precisaban de una explicación más sencilla con palabras que todos pudieran comprender. De esas preguntas se encargó Aranda.

Cuando ya no hubo más brazos levantados, Aranda expuso, con tacto infinito, la siguiente parte del plan. Había que probar la cepa del virus debilitado en alguno de ellos.

Se produjo un intenso silencio.

Aranda continuó entonces explicando que se haría muy poco a poco. Inocularían cantidades controladas para estudiar, bajo la supervisión del doctor Rodríguez, cómo reaccionaba el organismo a la infección. Pero también indicó que, naturalmente, todo el proceso no estaba carente de peligro, incluyendo el riesgo de muerte. Por último, se apresuró a anunciar que no estaban buscando un voluntario. Eso despertó un murmullo en la sala. Con una sonrisa, comunicó que ya tenían a alguien dispuesto a probar la cepa.

—Yo mismo —dijo.

Un nuevo rumor recorrió la sala, y no faltó quien se puso de pie con ambas manos ahogando una exclamación de horror en la boca. Alguien chilló una rotunda negativa al experimento y a su airada protesta se le unieron varios vítores en diversos puntos de la sala, pero Aranda cortó de raíz las diferentes reacciones continuando hablando.

—Sé lo que pensáis, y os lo agradezco, pero no quería provocar un debate interminable sobre si debe hacerse, y luego sobre quién debe hacerlo. Es mi prerrogativa. Cuando os he dicho que soy voluntario, no era ninguna falacia: el doctor ya me ha inoculado la primera dosis de la cepa hace ahora... —miró su reloj de muñeca, un modelo simple de Casio digital—, noventa minutos.

Una exclamación de asombro se levantó entre los oyentes. Los que estaban de pie se dejaron caer en sus asientos como si les hubieran empujado. Aranda vio expresiones de asombro, de manifiesto terror, de pena... y aun otras, miradas valientes que le contemplaban con una mezcla de fascinación y reconocimiento.

—Llegué aquí cuando Carranque ya era un campamento en marcha —dijo entonces Aranda—, un campamento que funcionaba, que sobrevivía... y me acogisteis con brazos abiertos y el corazón generoso. Desde entonces me he sentido muy querido aquí, y quiero que todo nos vaya bien. A todos. Por eso he hecho lo que he hecho. Comprendedme... no hace tanto tiempo tomé la decisión equivocada de mandar a Jaime al desastre, y esa decisión casi acaba con Dozer también. Era mi turno de aceptar mi parte de riesgo. Además... —continuó con otra sonrisa en el rostro sincero—, quiero añadir que por el momento me encuentro perfectamente.

Hubo algunas risas, aunque pocas y difuminadas, y no tardaron en desvanecerse.

—A partir de este momento estaré todo el tiempo en la enfermería, vigilado como lo está nuestro prisionero. No sabemos qué puede pasar. Dozer, que por cierto se encuentra ya muchísimo mejor para todos los que lo habéis preguntado, tiene instrucciones de utilizar su arma si... bueno, si mis ojos se ponen en blanco y todo eso. ¡Pero confiemos que eso no ocurra! Sugeriría, de hecho, tratar de tener una actitud positiva con todo esto. Y esto es todo por hoy... Carmen y el doctor Rodríguez os mantendrán informados de los progresos de este experimento; si queréis pasar por la enfermería cuando os apetezca, ya sabéis que sois todos bienvenidos. Buenas tardes a todos.

La mayoría de los asistentes se quedaron plantados en sus asientos, comentando la impactante noticia entre ellos. Muchos se acercaron a Aranda y al doctor llenos de preguntas y palabras de ánimo, preocupación y apoyo. Aranda les tranquilizó haciendo bromas y, en general, intentando quitarle importancia al hecho de que un virus desconocido y letal, causante de la mayor pandemia conocida por la humanidad en toda su larga historia, corría por sus venas.

Al día siguiente, Aranda pasó su reconocimiento médico completo con nota. Las muestras de orina, heces y sangre indicaban una evolución positiva de la hipótesis de actuación que había trazado el doctor. Durante todo el día recibió numerosas visitas, y luego pasó la tarde jugando a las cartas junto con Jaime, Susana y algunos otros. Las risas de todos ellos podían escucharse muchos metros alrededor. Por la noche, antes de dormir, el doctor le inoculó otra dosis del virus.

El Padre Isidro fue trasladado al campamento falso ubicado al otro extremo de la Ciudad Deportiva. Las ventanas tenían barrotes y la puerta, de pesado metal, se cerraba sólidamente con fuertes candados. Le dieron al menos un poco de lectura para sus horas de soledad: un ejemplar de La Biblia.

Isabel, esta vez intencionadamente, le hizo llegar una segunda nota. La nota decía:

Le perdono

A eso de las tres y media de la mañana, Carmen despertó al doctor.

—Es Juan, doctor... está ardiendo.

Juan temblaba en su cama, aquejado de una fiebre repentina de casi cuarenta grados. Carmen sugirió un baño en la piscina para bajar la temperatura, pero el doctor se negó en rotundo.

—La fiebre es un agente protector natural frente a la agresión microbiana, Carmen. A temperaturas tan elevadas, nuestras defensas se activan más rápido y se vuelven más eficientes.

Sin embargo, sí le aplicó una dosis de ibuprofeno.

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