Los chicos que cayeron en la trampa (45 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

Carl tragó saliva. ¿Otra vez iban a empezar con esa cantinela? Y un huevo, al colegio él no volvía. Eso ya lo tenía más que hablado con Marcussen.

—¿Y tú qué le has dicho?

—¿Yo? Bueno, he cambiado de tema. ¿Qué querías que le dijera?

Buena chica, pensó.

—Oye, Rose —arrancó haciendo un esfuerzo extraordinario. Para un tipo de Brøndslev no era fácil pedir perdón—. Antes he estado un poco desagradable. Olvídalo. El viaje a Madrid fue muy bien. Desde el punto de vista del ocio, bastante por encima de la media, ahora que lo pienso. Vi a un mendigo desdentado, me robaron todas las tarjetas y el dinero y recorrí por lo menos dos mil kilómetros con una desconocida cogiéndome de la mano. Pero, para otra vez, avísame primero, ¿quieres?

Rose sonrió.

—Y, antes de que se me olvide, una cosa más. ¿Fuiste tú la que habló con la asistenta que llamó desde casa de Kassandra Lassen? Se me había olvidado la placa, te acuerdas, y llamó para verificar mi identidad.

—Sí, fui yo.

—Cuando te pidió una descripción de mi aspecto, ¿qué le dijiste? ¿Podrías contármelo?

En sus mejillas se abrieron dos hoyuelos traicioneros.

—Ah, pues le dije que si era un tipo con un cinturón de cuero marrón, los quesos metidos en unos zapatones negros del cuarenta y cinco y pinta de no ser ni fu ni fa, había bastantes probabilidades de que fueses tú. Y si, además, te veía una calva con forma de culo en la coronilla, entonces bingo.

Joder, no tiene ni un átomo de piedad, se dijo mientras se echaba el pelo un poco hacia atrás.

Encontraron a Bent Krum en el muelle 11, sentado en un sillón acolchado que había en la cubierta de popa de un yate que, con toda seguridad, valía mucho más que un tipo como él.

—Es un V42 —comentaba un chiquillo delante del restaurante tailandés del paseo marítimo. Eso es lo que se llama una buena educación, sí señor.

El entusiasmo del abogado Krum al ver subir a bordo de su paraíso a uno de los guardianes de la ley, seguido de un individuo moreno, de pelo ralo, exponente de la Dinamarca alternativa, era más bien escaso, pero no tuvo la menor oportunidad de decir ni pío.

—He estado hablando con Valdemar Florin —lo informó Carl— y él me ha remitido a usted. Lo considera adecuado para hablar en nombre de la familia. ¿Dispone de cinco minutos?

Bent Krum se puso las gafas de sol a modo de diadema. También podría haberlas llevado allí desde el principio, porque no había ni un rayo de sol.

—Cinco minutos y ni uno más. Mi mujer me espera en casa.

El subcomisario sonrió de oreja a oreja. Sí, seguro, decía su sonrisa. Bent Krum tomó buena nota de ello como el perro viejo que era. Tal vez tuviera más cuidado con las mentiras en adelante.

—Valdemar Florin y usted estaban presentes cuando condujeron a aquellos jóvenes a la comisaría de Holbæk en 1986 como sospechosos de haber cometido el crimen de Rørvig. El señor Florin ha insinuado que algunos de los chicos destacaban del resto del grupo y que usted podría darme más detalles al respecto. ¿Sabe a qué se refería?

Allí, bajo el sol, era un hombre muy pálido. No era una cuestión de falta de pigmentos, sino de anemia. De desgaste a causa de todas las bajezas que había tenido que urdir a lo largo de los años. Carl estaba harto de verlo. Nadie más pálido que los policías con asuntos por resolver y que los abogados con demasiados asuntos resueltos.

—¿Que destacaban, dice? Supongo que todos ellos destacaban. Unos jóvenes estupendos, en mi opinión. Y han tenido ocasión de demostrarlo desde entonces, ¿no le parece?

—Sí, bueno —contestó Carl—. Yo no sé mucho de esas cosas, pero con uno que se pega un tiro en sus partes bajas, otro que vive de inflar mujeres a base de bótox y silicona, un tercero que obliga a un puñado de crías desnutridas a tambalearse de un lado a otro mientras la gente las mira, un cuarto que está en la cárcel condenado a cadena perpetua, un quinto que se ha especializado en hacer que los millonarios se lucren a costa de la ignorancia de los pequeños ahorradores y, para terminar, otra más que lleva doce años viviendo en la calle, la verdad, no sé que decirle.

—No creo que sea buena idea hacer semejantes declaraciones en un espacio público —replicó Krum más que dispuesto a ponerle una demanda.

—¿Público? —repitió Carl echando un vistazo al escenario de madera de teca, fibra de vidrio reluciente y cromo que los rodeaba—. Pero ¿existe algún sitio menos público que este?

Extendió los brazos con una sonrisa. Muchos lo habrían calificado de cumplido.

—¿Y Kimmie Lassen? —continuó—. ¿Ella no destacaba? ¿No es cierto que su papel dentro del grupo era fundamental? ¿No es cierto que Florin, Dybbøl Jensen y Pram podrían tener cierto interés en que desapareciera de la faz de la tierra sin armar mucho jaleo?

La sonrisa de Krum le surcó el rostro de arrugas. No era una visión agradable.

—Le recuerdo que ya ha desaparecido. ¡Y por voluntad propia, que conste!

El subcomisario se volvió hacia Assad.

—¿Lo tienes, Assad?

Su ayudante le hizo una señal afirmativa con el lápiz.

—Gracias —concluyó Carl—. Eso era todo.

Se levantaron.

—¿Disculpe? —saltó Krum—. ¿Que si tiene qué? ¿Qué es lo que acaba de pasar?

—Bueno, acaba usted de decir que el grupo estaba interesado en que Kimmie Lassen desapareciera.

—No, de ninguna manera.

—¿A que sí, Assad?

El hombrecillo asintió con vehemencia. Desde luego, era leal.

—Tenemos todo tipo de indicios que apuntan al grupo como responsable de la muerte de los hermanos de Rørvig —dijo Carl—, y no me refiero solo a Bjarne Thøgersen, de modo que volveremos a vernos, señor Krum. Conocerá además a una serie de personas de las que quizá haya oído hablar, o quizá no, todas ellas muy interesantes y con muy buena memoria. Por ejemplo, Mannfred Sloth, el amigo de Kåre Bruno.

El abogado no reaccionó.

—Y un profesor del internado, Klavs Jeppesen. Por no hablar de Kyle Basset, al que ayer interrogué en Madrid.

Esta vez la reacción de Krum no se hizo esperar.

—Un momento —lo interrumpió tomándolo del brazo.

Carl lanzó una mirada de desprecio hacia su mano y el abogado la retiró a la velocidad del rayo.

—Sí, sí, señor Krum —dijo—. Ya sabemos que siente usted el mayor interés por el bienestar del grupo. Es usted, por ejemplo, presidente del consejo de administración de la clínica Caracas. Puede que esa sea la principal razón que le permite frecuentar un entorno tan privilegiado.

Señaló hacia los restaurantes del muelle y el estrecho.

No cabía la menor duda de que Bent Krum estaba a punto de salir corriendo como alma que lleva el diablo a hacer una ronda de llamadas a los miembros de la banda.

Así estarían en su punto cuando él fuera a buscarlos. Tal vez hasta tiernecitos.

Assad y Carl hicieron su entrada en Caracas como un par de caballeros amantes de la belleza y deseosos de conocer el entorno antes de decidirse a dejarse aspirar un poquito de grasa de aquí y de allá. La recepcionista trató de detenerlos, pero el subcomisario echó a andar hacia lo que parecía la zona administrativa con paso decidido.

—¿Dónde está Ditlev Pram? —le preguntó a una secretaria cuando al fin se topó con la placa donde ponía «Ditlev Pram, director ejecutivo».

La secretaria ya había echado mano al teléfono dispuesta a llamar a seguridad cuando él le mostró la placa y la deslumbró con una sonrisa que hasta la realista madre de Carl habría encontrado irresistible.

—Disculpe que irrumpamos de esta manera, pero tenemos que hablar con Ditlev Pram. ¿Cree que podría conseguir traerlo hasta aquí? Él se alegraría tanto como nosotros.

No cayó en la trampa.

—Lo lamento, pero hoy no vendrá —contestó con tono autoritario—. Si quieren puedo darles una cita. ¿Qué les parece el 22 de octubre a las 14:15?

Pues no iban a hablar con Pram. Mierda.

—Gracias, ya llamaremos —contestó Carl mientras tiraba de Assad.

Iba a avisar a Pram, sin duda. Ya se había dado la vuelta y se dirigía a la terraza con el móvil en la mano. Una secretaria muy competente.

—Nos han mandado ahí abajo —dijo Carl señalando hacia las habitaciones al volver a pasar frente a la recepción.

Por el camino fueron objeto de miradas muy atentas a las que ellos correspondieron con corteses inclinaciones de cabeza.

Cuando dejaron atrás la zona de los quirófanos se detuvieron un instante para cerciorarse de que Pram no aparecía. Luego pasaron por una serie de habitaciones individuales de las que salían acordes de música clásica y fueron a parar a la zona de servicio, frecuentada por personas con peor aspecto que iban vestidas con uniformes de menos calidad.

Saludaron a los cocineros y llegaron a la lavandería, donde una hilera de mujeres con un aspecto muy asiático los observaron extraordinariamente asustadas.

Carl estaba dispuesto a apostar cualquier cosa a que si Pram se enteraba de que habían estado allí abajo, se desharía de todas aquellas mujeres en menos de una hora.

En el viaje de regreso, Assad se mostró taciturno. Al llegar a la altura de Klampenborg se volvió hacia su jefe y le preguntó:

—¿Adónde irías si fueras Kimmie Lassen?

Carl se encogió de hombros. ¿Quién podía saberlo? Aquella mujer era impredecible. Al parecer tenía la capacidad de improvisar en la vida como nadie. Podía estar en cualquier parte.

—Pero estamos de acuerdo en que su interés en que Aalbæk dejara de buscarla era grande. Quiero decir que ella y el resto del grupo no eran precisamente carne y uña.

—Uña y carne, Assad; uña y carne.

—Los de Homicidios me han dicho que el sábado por la noche, Aalbæk estuvo en algo que se llama Damhuskroen. ¿Te lo había contado?

—No, pero ya lo había oído.

—Y fue con una mujer, ¿no?

—Eso, en cambio, no lo sabía.

—Carl, si ha matado a Aalbæk no creo que los demás de la banda estén contentos.

Eso por decirlo suavemente.

—Entonces hay guerra entre ellos.

Carl asintió, cansado. Los últimos días no solo le estaban pasando factura a su cerebro, sino también a su sistema motor. De repente le costaba una barbaridad pisar el acelerador.

—¿No crees que en ese caso volvería a la casa donde encontraste la caja para recuperar las pruebas que tiene contra los demás, entonces?

Carl asintió despacio. Era una posibilidad a tener muy en cuenta. Otra era hacerse a un lado y echar una cabezadita.

—¿Vamos para allá? —concluyó Assad.

Encontraron la casa cerrada y con las luces apagadas. Llamaron un par de veces al timbre. Buscaron el número de teléfono y marcaron. Lo oyeron sonar en alguna de las salas, pero nadie contestó. Parecía inútil. Al menos, Carl no se sentía capaz de hacer mucho más. Las mujeres de cierta edad también tenían derecho a salir de entre las cuatro paredes de su casa de vez en cuando, qué carajo.

—Venga, vámonos —dijo—. Conduce tú, así me echo un sueñecito mientras tanto.

Cuando llegaron a Jefatura, Rose estaba recogiendo. Se iba a su casa y ya no la verían en el plazo de dos días. Estaba cansada, había trabajado duro el viernes por la tarde, el sábado y parte del domingo. Ya no daba más de sí.

Carl se sentía exactamente igual.

—Por cierto —dijo Rose—, he conseguido hablar con una persona que ha localizado el expediente de Kirsten-Marie Lassen en la Universidad de Berna.

Conque le había dado tiempo a terminar la lista, pensó su jefe.

—Fue muy buena estudiante mientras estuvo allí, nada de patinazos, me ha dicho. Por lo que cuenta su ficha, de no haber sido porque perdió a su novio en un accidente de esquí, se podría calificar su estancia allí de agradable.

—¿Un accidente de esquí?

—Sí; por lo que me ha dicho la secretaria, fue un poco raro. En realidad, a veces todavía lo comentan. Su novio era muy buen esquiador, no era propio de él salir de la pista para adentrarse en una zona tan rocosa.

Carl asintió. Un deporte peligroso.

Se encontró a Mona Ibsen frente a Jefatura con un bolsón enorme echado al hombro y una mirada que le dijo que no antes de que él llegara a abrir la boca.

—Estoy considerando seriamente la posibilidad de llevarme a Hardy a casa —le dijo en voz baja—, pero creo que no dispongo de suficiente información sobre cómo podría afectarnos tanto a nosotros como a él desde el punto de vista psicológico.

La miró con ojos cansados. Por lo visto había dado en la diana, porque cuando le preguntó si quería ir a cenar con él para hablar de las consecuencias que una decisión de ese calibre podía tener en cada una de las partes implicadas, la respuesta de la psicóloga fue afirmativa.

—Sí, no estaría mal —contestó regalándole una de esas sonrisas que lo noqueaban como un derechazo en el estómago—. Al fin y al cabo, tengo hambre.

Carl se quedó sin habla. No sabía qué decir. La miró a los ojos con la esperanza de que bastara con su encanto natural.

Después de una hora delante de la comida y cuando Mona Ibsen empezaba a estar a punto de caramelo, se sintió embargado por una sensación de alivio y de entrega tan beatífica que se desplomó dormido sobre el plato.

Primorosamente dispuesto entre el filete de solomillo y el brécol.

36

El lunes por la mañana las voces habían enmudecido. Kimmie fue despertando lentamente y paseó la mirada por su antigua habitación con aire aturdido; tenía la mente en blanco. Por un instante creyó que tenía trece años y no había oído el despertador una vez más. ¿Cuántas veces la habían mandado a clase sin más sustento para pasar el día que las pestes que echaban Kassandra y su padre? ¿Cuántas veces había pasado la jornada en su pupitre del colegio de Ordrup soñando con irse mientras le protestaban los intestinos?

Entonces recordó lo que había sucedido un día antes, lo abiertos e inertes que estaban los ojos de Kassandra.

En ese momento empezó a tararear de nuevo su vieja canción.

Una vez vestida, cogió el fardo, bajó a la planta inferior, echó un rápido vistazo al cadáver de Kassandra y se sentó en la cocina a susurrarle los posibles menús a su pequeña.

En esas estaba cuando sonó el teléfono.

Se encogió ligeramente de hombros y levantó vacilante el auricular.

—¿Sí? —contestó imitando la voz afectada y ronca de su madrastra—. Al habla Kassandra Lassen. ¿Con quién tengo el placer?

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