Los chicos que cayeron en la trampa (47 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

Y no dio señales de vida.

No; si quería hablar con alguno de los tres tendría que pillarlos en la cama. Por eso Assad y él estaban en danza desde tan temprano esa mañana.

El primero sería Torsten Florin, y no era una elección dejada al azar. En muchos aspectos parecía el más débil, con su figura delgada y esa profesión tan poco masculina. Sus declaraciones a los medios en materia de moda también daban la impresión de que ocultaba algo, era frágil. En eso era diferente a los demás.

Al cabo de dos minutos, Carl recogió a Assad en la glorieta de Trianglen. Esperaban llegar a la finca de Ejlstrup en el plazo de media hora y sorprender a Florin con su más que intempestiva visita.

—Tengo la información sobre la banda —le comunicó Assad desde el asiento del copiloto—. Esta es la carpeta de Torsten Florin, entonces.

Durante el trayecto por Lyngbyvejen, sacó un expediente de la cartera.

—Su casa me parece una especie de fortaleza —continuó—. Tiene una verja de acero supergigantísima que corta el camino hacia la finca. He leído que cuando da fiestas, los coches de la gente entran de uno en uno, entonces. Y en realidad es verdad.

Carl le echó un vistazo a la hoja impresa en color que sostenía su ayudante. Era complicado hacerse una idea sin perder demasiado de vista la estrecha carretera que serpenteaba a través del bosque de Gribskov.

—Mira esto, Carl. Se ve todo muy bastante bien en la foto aérea. Aquí está la casa de Florin. Aparte del antiguo edificio de la granja, que es donde vive él, y entonces de esta casita de madera —explicó señalando hacia una mancha que aparecía en el mapa—, entonces todo lo demás, incluido este edificio gigante y todas las casitas que tiene detrás, no lo construyeron hasta 1992.

Desde luego era extraño.

—¿No te parece que están dentro de Gribskov? ¿Será posible que le hayan dado una licencia de construcción? —preguntó el subcomisario.

—No, no están dentro del bosque. Entre Gribskov y el bosquecito de Florin pasa un cortas… un cortas… ? ¿Cómo se llaman esas cosas, Carl?

—¿Un cortafuegos?

Sentía la mirada algo sorprendida de Assad clavada en él.

—Bueno, lo que sea, se ve muy bien en la foto. Mira. Esa rayita marrón estrecha. Y ha cercado sus tierras. Con lagos y colinas y todo.

—Vete tú a saber por qué lo habrá hecho. ¿Le dan miedo los
paparazzi
o qué?

—Tiene que ver con eso de que caza.

—Sí, sí. No quiere que los animales de sus terrenos se le escapen al bosque público, conozco a los de su calaña.

En Vendsyssel, de donde era Carl, la gente se reía de los que hacían esas cosas, pero al parecer, en el norte de Selandia era distinto.

Habían llegado a un punto donde el paisaje se abría, al principio en pequeños claros y más adelante en campos amplios de los que aún asomaba el rastrojo.

—¿Ves ese chalé de estilo alpino, Assad?

Señaló hacia una casa baja que había a la derecha y no aguardó respuesta. Destacaba a más no poder en medio del valle anegado por las aguas.

—Al otro lado está la estación de Kagerup. Una vez encontramos allí a una niña que creíamos que estaba muerta. Se había escondido en el aserradero porque le daba miedo un perro que había llevado a casa su padre.

Sacudió la cabeza. ¿Sería esa la verdadera razón? De repente sonaba inverosímil.

—Gira aquí, Carl —le indicó Assad señalando hacia un letrero donde se leía «Mårum»—. Después tenemos que torcer a la derecha en la encima de la colina. Desde allí son unos doscientos metros cuesta abajo hasta la entrada. ¿Quieres que lo llame antes entonces?

Su jefe negó con la cabeza. Y una leche, no pensaba darle la oportunidad de que se esfumara como Ditlev Pram.

En efecto, Torsten Florin había cercado su propiedad a conciencia. «Dueholt» ponía con enormes letras de latón sobre un bloque de granito que había junto al portón de hierro forjado que asomaba por encima del seto.

Carl se inclinó sobre un interfono que había sobre un poste a la altura de la ventanilla.

—Soy el subcomisario Carl Mørck —anunció—. Ayer hablé con el abogado Bent Krum. Nos gustaría hacerle unas preguntas a Torsten Florin. Solo será un momento.

El portón tardó al menos dos minutos en abrirse.

Al otro lado del seto, el paisaje era más abierto. Lagos y colinas a la derecha en una pradera asombrosamente lozana para la época del año en la que se encontraban; más abajo, una serie de arboledas que acababan convirtiéndose en un auténtico bosque y, como telón de fondo, la inmensa columnata de robles centenarios de Gribskov con sus copas casi desnudas.

Un buen montón de fanegas de tierra, se dijo Carl. Tal y como andaban los precios del suelo por la zona, la finca debía de costar varias docenas de millones.

Al girar hacia la casa, que estaba situada junto al bosque, la sensación de riqueza se multiplicó. El edificio de la granja Dueholt era una delicia de cornisas cuidadosamente restauradas y tejas vidriadas en negro. Contaba con varios salones acristalados, probablemente orientados hacia los cuatro puntos cardinales, y el jardín y el patio de la granja estaban tan bien cuidados que harían quitarse el sombrero al mismísimo equipo de jardineros de la reina.

Detrás de la vivienda principal había un edificio de madera pintado de rojo que debía de estar protegido. Al menos, con los casi doscientos años que tenía a sus espaldas, desentonaba del resto. Un contraste innegable con la enorme construcción de acero que asomaba por detrás. Enorme y hermosa. De cristal y metal reluciente, como el Palacio de Cristal de Madrid, que había visto en un póster en el aeropuerto.

El Crystal Palace a lo Ejlstrup.

También había unas cuantas casitas que se arracimaban en la linde del bosque como una aldea, con sus pequeños jardines y sus porches, rodeadas de terrenos roturados donde, al parecer, se cultivaban verduras. Por lo menos quedaban grandes sembrados de puerros y coles.

Joder, esto es inmenso, pensó Carl.

—¡Huy, qué bonito! —exclamó Assad.

No vieron a nadie hasta que llamaron a la puerta y salió a abrirles nada menos que Torsten Florin en persona.

El subcomisario le tendió la mano y se presentó, pero Florin, que solo tenía ojos para Assad, permaneció como un bloque de granito impidiéndoles la entrada.

A su espalda, una escalinata serpenteaba por el vestíbulo en una orgía de cuadros y arañas de cristal. Algo vulgar para un hombre que vivía del buen gusto.

—Nos gustaría hablar con usted de unos hechos con los que creemos que podría estar vinculada Kimmie Lassen. ¿Cree que podría ayudarnos?

—¿Qué hechos? —preguntó secamente.

—El asesinato de Finn Aalbæk el pasado sábado por la noche. Sabemos que hubo varias conversaciones entre Ditlev Pram y Aalbæk. Estaba buscando a Kimmie, eso también lo sabemos. ¿Se lo había encargado alguno de ustedes? Y, en ese caso, ¿por qué?

—He oído ese nombre un par de veces estos días, pero eso es todo lo que sé de Finn Aalbæk. Si Ditlev mantenía conversaciones con ese hombre, deberían hablar con él, no conmigo. Adiós, señores.

Carl metió un pie antes de que pudiera cerrar la puerta.

—Disculpe un momentito. También tenemos una agresión en Langeland y otra en Bellahøj que podrían estar relacionadas con Kimmie Lassen. Tres presuntos asesinatos, de hecho.

Torsten Florin pestañeó varias veces, pero su semblante era pétreo.

—No puedo ayudarlos. Si quieren hablar con alguien, hablen con Kimmie Lassen.

—¿No sabrá usted, por casualidad, dónde está?

Hizo un gesto negativo con una expresión extraña. Carl había visto muchas expresiones extrañas en su vida, pero esa no la entendía.

—¿Está seguro? —insistió.

—Completamente. No veo a Kirsten-Marie desde 1996.

—Tenemos una serie de pruebas que la relacionan con esos hechos.

—Sí, ya me lo ha comentado mi abogado, y ni él ni yo sabemos nada de esos casos. Les ruego que se vayan, me espera un día muy ocupado. Y si vuelven a pasar por aquí en algún otro momento, no se olviden de la orden judicial.

Su sonrisa era tan provocadora que Carl decidió presionarlo un poco más con un par de preguntas, pero Florin se hizo a un lado y aparecieron tres individuos oscuros que debían de estar esperando detrás de la puerta.

Al cabo de dos minutos volvían a estar en el coche. Amenazados con la hoguera, la prensa, el fiscal general y quién sabe cuántas cosas más.

Si antes pensaba que Torsten Florin era débil, ya no tenía ningún inconveniente en reconsiderar su antiguo punto de vista.

38

La mañana del día en que iba tener lugar la caza del zorro, Torsten Florin, fiel a su costumbre, se despertó al compás de la música clásica y del sonido de unos pasitos breves y ligeros, y al abrir los ojos se encontró con una joven negra con el torso desnudo y los brazos extendidos. En sus manos sostenía, como siempre, una bandeja de plata. Su sonrisa carecía de vida, era forzada, pero eso a él le traía sin cuidado. No necesitaba su afecto ni su entrega, solamente un poco de orden en su existencia, y orden quería decir cumplir con el ritual al pie de la letra. Así era todo desde hacía diez años y así pretendía que siguiera siendo. Algunas personas con dinero recurrían a esas cosas en sus campañas de
marketing
personal. Torsten lo hacía para sobrevivir a la rutina.

Levantó la servilleta, aspiró su aroma, se la colocó en el pecho y cogió el plato con cuatro corazones de pollo que le tendía la joven con el convencimiento de que sin aquellos órganos recién extraídos de los animales su vida se consumiría.

Se comió el primero de un bocado y a continuación rezó su plegaria para favorecer la caza. Luego dio cuenta de los otros tres corazones y se dejó limpiar el rostro y las manos con un paño con aroma de alcanfor que la muchacha manejaba con destreza.

Después les indicó con una seña a ella y a su marido, que había montado guardia durante toda la noche, que abandonaran la estancia y se dispuso a saborear el espectáculo de los débiles rayos luminosos del día que alboreaba atravesando el bosque. En unas horas se desencadenaría todo. A las nueve estaría listo el grupo de cazadores. Esta vez no buscarían a su presa a la débil luz del alba, iban a vérselas con un animal demasiado astuto y enloquecido. Tendrían que hacerlo a plena luz del día.

Imaginó al zorro azuzado por la rabia y el instinto de supervivencia cuando lo soltaran, con qué facilidad se aplastaría contra el suelo a la espera del momento justo cuando se aproximaran los ojeadores. Una sola dentellada en la ingle de cualquiera de ellos y se acabó.

Pero Torsten conocía a sus somalíes, no permitirían que el zorro se les acercase tanto. Le preocupaban más los cazadores. Bueno, preocupar no era quizá la palabra apropiada porque la mayoría era gente hábil que se había unido a sus juegos muchas veces y suspiraba por vivir su vida al límite. Hombres influyentes que movían los hilos del país. Individuos de miras más altas que las de la gente de a pie. Por eso se encontraban allí. Estaban hechos de otra pasta. No, no se sentía preocupado, sino devorado por una inquietud excitante.

De no haber sido por Kimmie y ese puto policía que había ido a hablar con Krum, y porque casos que hacía mucho que deberían haber caído en el olvido, como los de Langeland, Kyle Basset y Kåre Bruno, volvían a salir a la luz, el día habría sido perfecto.

Ya volvería a ocuparse de ese asunto en el plazo de unas horas.

¿Cómo coño podía aquel ser inferior, aquel policía que de pronto se le había plantado en la puerta, tener noticias de todo eso?

De pie en el recinto acristalado, en medio del griterío de los animales, observó al zorro mientras los somalíes sacaban la jaula de su rincón. Tenía una mirada salvaje y no dejaba de lanzarse contra los barrotes y morderlos como si fuesen tejidos vivos. Aquellos dientes llenos de bacterias letales que estaban acabando con la vida del animal hicieron que un cosquilleo le bajara por la espalda.

A la mierda la policía, a la mierda Kimmie y a la mierda todas las pequeñeces de este mundo. El paso hacia la antesala de la eternidad que suponía soltar a aquella bestia en medio de todos ellos estaba por encima de cualquier otra consideración.

—No tardaréis en enfrentaros a vuestro destino, Señor Zorro —dijo alargando un puño hacia la jaula.

Miró a su alrededor. Era una visión celestial. Más de cien jaulas con todo tipo de animales. Su última adquisición era la jaula de las fieras que acababan de traerle de Nautilus. La habían colocado en el suelo y en su interior había una hiena furiosa que le lanzaba miradas de reojo con el lomo arqueado. La pondrían en la esquina, en el sitio del zorro, con las demás piezas únicas. Ya estaban garantizadas las cacerías hasta Navidad. Lo tenía todo bajo control.

De pronto oyó los coches que entraban en el patio y se volvió sonriente hacia la entrada.

Ulrik y Ditlev llegaban puntuales, como siempre. Un elemento más que marcaba la diferencia.

Al cabo de diez minutos se hallaban en el túnel de tiro, con la ballesta y la mirada en estado de alerta. Ulrik tenía el día masoquista y se estremecía de gozo al hablar de Kimmie. De la incertidumbre sobre su paradero. Tal vez se hubiera excedido con las rayas blancas esa mañana. Ditlev, en cambio, tenía la mente despejada y un brillo especial en los ojos. En su brazo, la ballesta parecía una prolongación natural de su organismo.

—Sí, gracias; he dormido de maravilla. Que vengan Kimmie y todos los demás —dijo en respuesta a la pregunta de Torsten—. Estoy listo para lo que sea.

—Estupendo —contestó Torsten. No quería estropear el buen humor de sus compañeros de cacería con la visita del subcomisario Mørck y sus fisgoneos en el pasado. Eso podía esperar a que terminaran los ejercicios de tiro—. Bueno es saberlo, creo que te va a hacer falta.

39

Llevaban unos minutos metidos en el coche a un lado de la carretera, comentando el encuentro con Torsten Florin. Assad era de la opinión de que debían regresar y revelarle que tenían la caja de Kimmie. Creía que eso haría mella en su aplomo. Para Carl, sin embargo, no cabía la menor duda: antes de hablar de esa caja esperarían a tener una orden de detención.

Su ayudante empezó a refunfuñar. Por lo visto, en los desiertos por los que había desgastado las suelas de sus sandalias en sus años mozos, la paciencia no era un fenómeno tan extendido como creía la gente.

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