Los Cinco se escapan (6 page)

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Authors: Enid Blyton

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Los chicos pasaron el resto del día sin hacer nada. Llegó la hora del té y la señora Stick les preparó pan con mantequilla, pero sin ningún pastel. La leche estaba demasiado agria y todos tuvieron que tomar el té solo, cosa que no les gustaba.

Cuando hubieron concluido el té, los chicos oyeron a Edgar desde el otro lado de la ventana. Llevaba una escudilla de lata en la mano y la depositó fuera, encima de la hierba.

—La comida de vuestro perro —gritó.

—¿Hay alguna galleta en esa escudilla de lata que hay en el suelo,
Jorge?

Jorge
fue a mirar.
Tim
atravesó la puerta y se acercó a la escudilla. La olió.
Jorge
se dirigió también al sitio donde estaba la escudilla y Dick miró al perro a través de la ventana, mientras pasaba. De repente se acordó de que al can lo querían envenenar y lo llamó apresuradamente, cosa que hizo dar un salto a los demás.


¡Tim…, Tim!
¡No toques eso!

Tim
empezó a mover el rabo como indicando que de ningún modo pensaba tocar aquello.
Jorge
corrió junto a él y cogió la lata, que, al parecer, tenía carne cruda. La olió.

—No has tocado esto, ¿verdad,
Tim?
—preguntó ansiosamente.

Dick se apoyó en la ventana.

—No, no se ha comido nada. Lo he estado observando. Lo olfateó cuidadosamente, pero no quiso tocar nada. Apuesto a que la escudilla esa tiene veneno para las ratas o algo parecido.

Jorge
estaba muy pálida.

—¡Oh
Tim
! —dijo—. Eres un perro muy inteligente. No has querido tocar la comida envenenada, ¿verdad?

—¡Guau! —ladró
Tim
con aire decidido.

Stinker
oyó el ladrido y aplicó la nariz junto a la puerta de la cocina.

Jorge
lo llamó con fuerte voz.

—¡
Stinker, Stinker,
ven aquí!
Tim
no quiere su comida. Puedes tomártela tú. Ven acá,
Stinker,
aquí la tienes.

Edgar llegó corriendo detrás de
Stinker.

—No le des eso —dijo.

—¿Por qué no? —preguntó
Jorge
—. Vamos, Edgar, dime por qué no.

—A él no le gusta la carne cruda —dijo Edgar después de una pausa—. El sólo toma galletas especiales para perros.

—¡Eso es mentira! —gritó
Jorge
con los ojos centelleantes—. Yo lo vi ayer comiendo carne. ¡Aquí,
Stinker,
ven y cómete esto!

Edgar le arrebató la escudilla a
Jorge
y echó a correr metiéndose en la casa.
Jorge
quiso perseguirlo, pero Julián, que había saltado por la ventana cuando Edgar apareció, la detuvo.

—¡No, vieja amiga! —dijo—. No vas a conseguir nada. La carne está ahora probablemente ardiendo en la chimenea de la cocina. De ahora en adelante nosotros mismos le daremos de comer a
Tim
con carne que compremos al carnicero con nuestro propio dinero. No tengas miedo de que haya comido nada de la escudilla. Es un perro muy inteligente.

—Lo podía haber hecho si hubiera estado hambriento —dijo
Jorge,
con la cara verde ahora. Parecía encontrarse enferma—. Él no quiso que
Stinker
comiera de la escudilla porque la comida estaba envenenada. Es una prueba, ¿verdad?

—Creo que sí que lo es —dijo Julián—. Pero no te preocupes,
Jorge.
A
Tim
nadie lo envenenará.

—Podrían hacerlo, podrían hacerlo —dijo
Jorge
acariciando a su enorme perro en la cabeza—. Oh, no puedo soportar este pensamiento, Julián. Realmente no puedo.

—Pues no pienses más en ello —dijo Julián—. Anda, tómate una galleta.

—¿Y no piensas que los Stick pueden querer envenenarnos a nosotros también? —dijo Ana, súbitamente asustada, contemplando su galleta y haciendo conjeturas si debía morderla o no.

—No, tonta. Ellos sólo quieren acabar con
Tim
porque nos guarda muy bien —dijo Julián—. No te asustes. Sólo estaremos con los Stick un día o dos más y podemos pasarlo en grande. ¡Ya lo verás!

Pero Julián había dicho esto sólo para confortar a su hermanita. En su fuero interno estaba muy preocupado. Casi deseaba llevarse a Dick y a Ana a su propia casa. Pero él sabía que
Jorge
no hubiera querido ir con ellos. ¿Y cómo iban a poder dejarla sola con los Stick? Era enteramente imposible. Eran amigos y tenían que permanecer juntos hasta que tía Fanny y tío Quintín regresasen.

Capitulo VII

BUENAS NOTICIAS

—¿No creéis que deberíamos ir abajo después de que los Stick se vayan a la cama, para coger algo de comida? —dijo Dick en vista de que aquella noche no servían la cena.

Julián no se sentía inclinado a ello. No quería enfrentarse de nuevo con el señor Stick. No porque le tuviera miedo, sino porque se trataba de un asunto muy desagradable. Estaban en su casa, la comida era de ellos. ¿Por qué tenían que hurtarla o mendigarla? Era algo ridículo.

—¡Ven aquí,
Tim
! —llamó Julián. El can dejó la compañía de
Jorge
y fue con Julián—. Tú vas a ir conmigo a persuadir a la señora Stick para que nos dé las cosas mejores que haya en la despensa —dijo Julián con una risa burlona.

—¡Buena idea! —dijo Dick—. Podemos ir todos.

—Es mejor que no —dijo Julián—. Yo solo me las puedo arreglar muy bien.

Bajó la escalera y se encaminó por el pasillo que daba a la cocina. Bajó y anduvo con tal cautela que nadie en la cocina lo oyó hasta que no hubo franqueado la puerta. Fue entonces cuando Edgar levantó la vista y vio a Julián y a
Tim.

Edgar se asustó ante la vista del enorme perro, que ahora gruñía fieramente. Se escondió tras el sofá de la cocina mientras contemplaba medrosamente a
Tim.

—¿Qué quieres ahora? —preguntó la señora Stick apagando el transistor.

—Cenar —dijo Julián, sonriente—. ¡Cenar! Las mejores cosas de la despensa, compradas con el dinero de mi tío y cocinadas en la cocina de mi tía, con gas pagado por ella…, ¡sí, cenar! Abra la puerta de la despensa y déjeme ver qué hay dentro.

—¡Y que no tiene agallas! —empezó el señor Stick con voz asombrada.

—Si quieres puedes llevarte un poco de pan con queso. Ésta es mi última palabra.

—Pues bien, ésta no es mi última palabra —dijo Julián acercándose a la puerta de la despensa—. ¡Quieto,
Tim
! ¡Gruñe todo lo que quieras, pero no muerdas nada ni a nadie… todavía!

Los gruñidos de
Tim
eran realmente aterradores. El mismo señor Stick se fue al rincón más alejado de la habitación.
Stinker,
por su parte, había desaparecido. Estaba escondido en el fregadero.

La señora Stick habló.

—Te llevarás el pan y el queso y te irás —dijo.

Julián abrió la puerta de la despensa, silbando suavemente, cosa que enojaba mucho a la señora Stick.

—¡Caramba! —exclamó Julián admirativamente—. Usted sabe cómo abastecer una despensa, señora Stick, puedo decírselo. ¡Un pollo asado! Lo estoy oliendo. Supongo que el señor Stick se ha entretenido hoy en matar a uno de nuestros pollos. ¡Y qué finos tomates! Mejores que los que venden en el pueblo, no tengo la menor duda. Y ¡oh, señora Stick, qué maravillosa tarta de miel! ¡Puedo decir que es usted una magnífica cocinera, realmente!

Julián cogió el pollo y el plato de tomates, acercándolo a la tarta de miel.

La señora Stick le gritó.

—¡Deja esas cosas! ¡Ésa es nuestra cena! Déjalas donde estaban.

—Usted ha cometido una pequeña equivocación —dijo Julián cortésmente—. ¡Ésta es
nuestra
cena! Hoy hemos comido muy poco y nos vendrá muy bien todo esto. ¡Muchísimas gracias!

—¡Ahora, mírame! —dijo el señor Stick, muy irritado, viendo cómo le volaba su magnífica cena.

—Usted no querrá seguramente que le vuelva a mirar —dijo Julián con cierto tono de sorpresa—. ¿Por qué? ¿Es que acaso se ha lavado o se ha afeitado? Me temo que no. Por eso hago muy bien en no mirarle a usted.

El señor Stick estaba mudo de asombro. Él no tenía mucha facilidad de palabra y en esta ocasión un muchacho como Julián le quitaba el aliento y le dejaba en la imposibilidad de decir su frase favorita: «ahora, mírame».

—Deja esas cosas donde estaban —dijo la señora Stick agudamente—. ¿Qué crees tú que vamos a cenar si te llevas todo eso? ¡Dímelo!

—La cosa es fácil. Le ofrezco nuestra cena: pan con queso, señora Stick, ¡pan con queso!

La señora Stick profirió una exclamación irritada y se acercó a Julián con la mano levantada. Pero
Tim
se abalanzó sobre ella y empezó a rechinar los dientes.

—¡Oh! —chilló la señora Stick—. ¡Este perro vuestro por poco me arranca la mano! ¡El muy bruto! Ya sabré algún día lo que hacer con él. ¡Ya lo verás!

—Usted ha intentado ya algo hoy, ¿verdad? —dijo Julián con voz tranquila, mirando serenamente a los ojos de la señora Stick—. Esto es asunto de la policía, ¿no es así? Tenga cuidado, señora Stick. Tengo buenas cosas que decirle a la policía mañana.

Lo mismo que la otra vez, la mención de la policía pareció asustar a la señora Stick. Le echó una mirada a su marido y dio un paso atrás. Julián empezó a considerar la posibilidad de que el hombre hubiera hecho algo malo y estuviera escondiéndose de la policía. Él nunca ponía un pie al otro lado de la puerta. El muchacho se dirigió triunfante al pasillo.
Tim
le seguía pisándole los talones y muy defraudado por no haber podido morder a
Stinker.

Julián se dirigió al cuarto de estar y depositó los platos cuidadosamente en la mesa.

—Fijaos lo que he traído —dijo—. ¡La cena de los Stick! —Luego les contó todo lo que había ocurrido.

—¿Qué tenéis que decir a todo eso? —dijo Ana admirativamente—. Julián, yo no creo que tú solo los hubieses asustado. Fue muy buena idea llevarse el perro abajo.

—Sí —asintió Julián—. Yo creo que solo no hubiera sido tan valiente.

La cena era muy buena. Había cuchillos y tenedores en el aparador y los chicos se hicieron con los platos fruteros que también había en el aparador, cosa que les evitó tener que ir a la cocina a buscarlos. Había sobrado pan del té, por lo que la comida resultó de lo mejor. Disfrutaron de ella en gran manera.

—Siento no poder darte los huesos del pollo —dijo
Jorge
a
Tim
—. Pero se pueden partir cuando te los hayas comido y perjudicarte. Te daremos todo lo que sobre. ¡Procura que no quede nada para
Stinker
!

No había que insistir con
Tim
acerca de ello. En dos o tres bocados dejó limpio su plato y se puso a la expectativa, por si le tiraban más desperdicios o le dejaban probar la tarta de miel.

Los chicos se sintieron muy contentos y animados cuando hubieron dado cuenta de la cena. Habían terminado completamente el pollo, del que no quedaba más que un montón de huesos. Se habían comido también todos los tomates y habían acabado el pan y la tarta de miel.

Era tarde. Ana dio un bostezo y entonces lo hizo
Jorge
también.

—Vámonos a la cama —dijo—. No me siento con ánimos de jugar a las cartas ni nada.

Se fueron todos a la cama.
Tim,
como de costumbre, se echó a los pies de su amita. Estuvo despierto todavía un rato con las orejas empinadas pendiente de los ruidos. Oyó a los Stick irse a la cama. Oyó cerrarse las puertas. Oyó un gruñido de
Stinker.
Después todo quedó en silencio.
Tim
apoyó la cabeza en las patas y se durmió, pero permaneció con una oreja erecta por si acaso. ¡
Tim
desconfiaba de los Stick tanto o más que los chicos!

Los chicos se despertaron muy temprano por la mañana. Hacía un día maravilloso. Julián despertó primero. Se dirigió a la ventana y miró el paisaje. El cielo estaba azul pálido y flotaban en la altura algunas nubes rosadas. El mar estaba también de un azul limpio, liso y tranquilo. Julián recordó lo que Ana solía decir de que el cielo por las mañanas temprano cuando hace buen día parece que lo acaban de sacar del lavadero. ¡Así está de claro y limpio!

Los chicos tomaron un baño en la playa antes del desayuno, pero esta vez regresaron a las ocho y media, temerosos de que el padre de
Jorge
pudiera telefonear temprano como el día anterior. Julián vio a la señora Stick en la escalera y la llamó:

—¿No ha telefoneado todavía mi tío?

—No —dijo la mujer en un tono grosero. Ella había estado esperando que el teléfono sonara mientras los chicos estaban fuera. Entonces habría podido salir ella y decir las primeras palabras.

—Por favor, queremos ya el desayuno —dijo Julián—. Un
buen
desayuno, señora Stick. Mi tío puede preguntar qué hemos tomado para desayunar, no lo olvide.

La señora Stick pensó que evidentemente Julián podía contar a su tío lo que habían desayunado, o sea, sólo pan con mantequilla. Por ello, los chicos no tardaron en percibir un delicioso olor a lomo de cerdo frito.

La señora Stick lo sirvió, aderezado con tomates, en una fuente, que depositó violentamente sobre la mesa, juntamente con los platos. Edgar llegó con un pote de té y una bandeja con tazas y salsa.

—¡Ah, aquí está el querido Edgar! —exclamó Julián con voz de agradable sorpresa—. ¡Mi querido "Cara Sucia"!

—¡Perro! —dijo Edgar poniendo en la mesa el pote de té de un golpe.
Tim
lanzó un gruñido y Edgar puso pies en polvorosa.

Jorge
no quería comer nada. Julián empezó a servir el desayuno. Sabía que su prima estaba preocupada, a la espera de noticias. Con sólo que el teléfono sonara, sabría por fin si su madre estaba mejor o no.

No sonó el teléfono hasta que estaban a medio desayuno.
Jorge
estaba junto a él antes de que dejara de sonar el primer timbrazo. Puso el auricular en la oreja.

—¡Padre! Sí, soy
Jorge.
¿Cómo está mamá?

Hubo una pausa mientras
Jorge
era toda oídos. Todos los chicos dejaron de comer y se pusieron a escuchar en silencio, esperando a que
Jorge
hablara. Por sus palabras sabrían si las noticias eran buenas o malas.

—¡Oh, oh! ¡Qué contenta estoy! —oyeron que decía
Jorge
—. ¿Conque la operaron ayer? ¡Oh, no me habías dicho nada! Pero ahora está mucho mejor, ¿verdad? ¡Pobre mamá! Dale recuerdos míos. Yo quisiera verla. ¡Oh, papá! ¿Puedo ir a verla?

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