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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

Los crí­menes de un escritor imperfecto (11 page)

Dejé que mi mirada, a través del cristal, vagara por las calles que pasaban ante mí. La rabia seguía hirviendo en mi interior y sentí las lágrimas agolparse en mis ojos.

Enseguida me concentré en la bolsa con el correo que había recogido en la editorial y miré dentro. Había un pequeño montón de cartas y un paquete. Lo saqué y lo alcé hasta el cristal lateral a la luz de las farolas de la calle.

Mi corazón latió con fuerza.

En mis manos tenía un sobre amarillo con una etiqueta blanca que llevaba mi nombre. Era del grosor suficiente para contener un libro.

12

E
L RESTO DEL TRAYECTO HASTA EL HOTEL permanece oscuro en mi memoria. Quizá le dijera algo al taxista antes de ir hacia la recepción y el ascensor, quizá solo salí del taxi sin decir palabra; no lo recuerdo, pero sí que recuerdo la sensación de que me flaqueaban las piernas cuando el ascensor me subió a la planta en que me alojaba. El sobre se volvió más y más pesado los últimos metros del pasillo a mi habitación. Una vez dentro, cerré la puerta con llave y deposité el correo en la mesita del sofá. Por fortuna, Ferdinan se había ocupado de que llenaran el minibar, así que me serví un güisqui doble y me senté en el sillón. El sobre era idéntico al anterior, amarillo y anónimo, con mi nombre escrito en la etiqueta. La única diferencia era que esa vez llevaba la dirección de la editorial.

Tomé un sorbo de güisqui sin quitar ojo al sobre. Todo indicaba que se trataba del mismo remitente que me había enviado la foto de Mona Weis, pero era imposible saberlo con seguridad antes de abrir el paquete. Dejé la copa en la mesa. Mis manos temblaban al extenderse hacia lo que consideré la peor carta que había recibido nunca. Di vueltas y más vueltas al sobre, pero no había otra señal. Con mucho cuidado empecé a despegar la solapa. Cuando estuvo suelta, coloqué el sobre en mis rodillas y metí la mano dentro. Palpé un libro y lo saqué.

Era un ejemplar de
Quien bien siembra
, la novela que había escrito hacía ya casi cinco años y en la que se había cometido un crimen precisamente en el hotel donde me hospedaba.

Dejé el libro encima del sobre. Una repentina sequedad en la garganta me empujó a echar mano de la copa y beber un buen sorbo.

La portada del libro era una imagen nocturna de una calle de Copenhague. No podía distinguirse cuál, pero quedaba patente que no era una de las mejores zonas. Escaleras oscuras y fachadas grises junto a luces de neón y entradas empedradas conferían una atmósfera mugrienta y cruda, un excelente anticipo de lo que sería el libro.

La asesina y personaje principal, Silke Knudsen, era una prostituta de Vestebro que lo había probado casi todo y había sido estafada en todo. Un día siente que ya basta y se venga de todos los que le han hecho daño. Clientes violentos son tratados con el mismo salvajismo que ellos han usado con las chicas, los proxenetas sufren una lenta y dolorosa muerte por cada corona que se han llevado de comisión, y ese repugnante comisario corrupto muere en una habitación anónima de un hotel. Una de las chicas también recibe su merecido. Se trata de otra prostituta que le ha estafado dinero a Silke, dinero ganado en un trío. Como venganza, organiza una violación en grupo, y cuando la chica está atada, magullada y torturada en un viejo banco de madera, con respaldo y reposabrazos, en un frío almacén portuario de la zona de Sydhavnen, Silke le inyecta una sobredosis de heroína. El asesinato de esta chica ocurre al principio del libro y hace que su hermana, Annika, abandoné Jylland para ponerse a investigar el caso. Annika tiene un enfrentamiento con ese duro ambiente, pero no se rinde. Su formación de abogada le sirve de ayuda en la investigación, y cuenta además con la asistencia de un policía joven al que seduce. La escena final transcurre en un hotel de Westend donde las dos mujeres se enfrentan y se enzarzan en una pelea por todo el edificio mientras el piso inferior arde en llamas. Al final, Silke cae del tejado de ese edificio de seis pisos, con la ayuda inestimable de Annika, y se estrella contra la acera. Annika ha vengado a su hermana, pero se da cuenta de que ella misma se ha prostituido en el proceso. No siente nada por ese policía con el que está liada y además ha ayudado a delincuentes dándoles consejos jurídicos como pago a las informaciones que le proporcionaron durante su investigación. El futuro de Annika, al final del libro, es poco claro, el lector no sabe si vuelve a Jylland o queda envuelta en el ambiente de prostitución.

Por lo poco que pude ver, el libro estaba sin estrenar. Era de la primera edición, lo que no me sorprendía, porque
Quien bien siembra
no se había vendido bien.

Hojeé las primeras diez o quince páginas sin encontrar nada anormal. Después recorrí las hojas rezagando su vuelo con el dedo pulgar.

Hacia la tercera parte del libro, allí estaba.

En la página 124 estaba la fotografía que había temido encontrar. Era una polaroid y en el primer momento no pude distinguir quién era el de la imagen. La foto era de un hombre con ligero sobrepeso, a juzgar por el rostro. La boca, tapada con una ancha cinta adhesiva gris. Sudaba y tenía una expresión de pánico en sus pequeños ojos hundidos. El terror deformaba la expresión de su rostro, pero de pronto lo reconocí.

Era Verner, mi contacto en la policía, con el que había cenado la noche anterior.

Di la vuelta a la foto, pero no había ninguna información adicional en el dorso, así que dirigí de nuevo la atención a la cara principal. Con una respiración profunda intenté bloquear mis sentimientos y centrarme en los elementos de la foto. El pelo corto de Verner estaba empapado en sudor y tenía el rostro un poco rosado. Era visible que no llevaba camisa, porque se podía apreciar la parte superior de su hombro. Su figura estaba enmarcada por un cabezal de latón.

Me levanté de un salto, de manera que el libro y el sobre cayeron al suelo, y me precipité al dormitorio. Mi cama era más grande de lo acostumbrado en ese hotel, pero era del mismo modelo —con un poderoso cabezal con barrotes dorados y sinuosos—. Acerqué la foto al de mi cama para compararlos. No cabía duda.

De vuelta al salón, recogí el sobre e inspeccioné su interior. No esperaba encontrar nada; sin embargo, esa vez no estaba vacío. En el fondo había un juego de llaves. Puse el sobre boca abajo y las atrapé al caer.

Eran, ya lo había adivinado, las llaves de la habitación 102, la que yo siempre ocupaba cuando me alojaba en ese hotel, la misma que había servido de escenario del crimen a
Quien bien siembra
.

Una repentina idea se apoderó de mí. Podía tratarse de una broma. Quizá el mismo Verner me estaba gastando una jugarreta. Estaba lo suficientemente enfermo para hacer algo de ese estilo, pero ¿con qué intención? Miré la foto de nuevo. En la expresión de sus ojos había auténtico terror y Verner no era actor.

Solo había una manera de averiguarlo.

Tener coraje para abandonar mi suite exigía un par de güisquis más. Un repentino impulso hizo que usara las escaleras, quizá porque no deseaba toparme con nadie por el camino, y menos con Ferdinan, pero también porque tenía náuseas y no quería encerrarme en el ascensor.

Ante la puerta de la habitación 102 me aseguré de que no me veía nadie. El pasillo estaba vacío. En el pomo de la puerta colgaba el letrero de «Por favor, no molesten». Introduje la llave con cautela y entré.

El mal olor era asfixiante. Una mezcla de defecaciones, orines y algo más en lo que no quería pensar. Tuve que tragar un par de veces para no vomitar allí mismo.

Estaba oscuro. Las persianas estaban bajadas y las cortinas, corridas. Mi mano topó con el interruptor al lado de la puerta y encendí la luz. Tras la puerta había un pequeño recibidor, una puerta que daba al servicio y después el dormitorio, un espacio grande de alrededor de dieciséis metros cuadrados, ocupados la mayoría por una cama doble.

Aunque sabía exactamente lo que me esperaba, no pude por menos que lanzar un grito sofocado cuando entré y vi a Verner.

Estaba medio apoyado en la cabecera de la cama, desnudo con los brazos extendidos todo lo largos que eran, y atado a la cabecera dorada con cintas de plástico. En la pared por encima de la cama estaba escrita la palabra «CERDO» con algo que parecía sangre. La barbilla reposaba en el pecho como si se mirara su propia parte inferior. Su enorme corpachón estaba embadurnado de sangre y vómito, y las piernas, extendidas y atadas a la estructura de la cama con cordel de nailon. El peso de su cuerpo había hecho un hoyo en el colchón y se había formado un charco de sangre y líquidos corporales a su alrededor.

Me abalancé hacia el servicio justo a tiempo para alcanzar la taza del inodoro y vomitar. Cuando tuve el estómago vacío, me desplomé y lloré tirado en el suelo. Aunque nadie mereciera lo que Verner había sufrido, en realidad no lloraba por él, sino por mí. Lloraba porque me sentía impotente. Yo era ahí la víctima, castigada por algo que no entendía lo que era y, en mi opinión, totalmente absurdo.

Después de un rato, no sé cuánto tiempo pasó, me levanté. Escupí un par de veces en la taza del inodoro, me soné la nariz, me lavé la cara e intenté aclararme el sabor a vómito con agua.

Después cogí una toalla y limpié el mando del grifo, la tapa del inodoro y el pomo de la puerta.

De vuelta a la cama, contemplé a Verner un momento. Todo concordaba con el libro. La manera en que estaba atado, la mutilación de los órganos sexuales y el profundo corte en la barriga. No obstante, en el libro había escrito que las manos habían tomado un color azul oscuro, como un par de guantes, por estar atadas tan apretadas, pero en la realidad tenían la misma palidez que el resto del cuerpo.

Todo indicaba que Verner estaba más muerto que una piedra, pero debía asegurarme. Me acerqué a la cama y con dos dedos presioné en su cuello. Estaba tieso y frío. De un tirón aparté la mano y me limpié los dedos con la toalla como si hubiera tocado algo contagioso.

No me hacía falta ver más. Si quería saber cómo había ocurrido todo, solo tenía que leer mi libro. Ahí podría encontrar que le habían cortado los testículos y se los habían estampado en la boca, y que tendría marcas en la cabeza de golpes dados con la culata de una pistola. El escalpelo debía estar tirado en algún lado como un palo de helado usado. Me arrodillé y me agaché para recorrer el suelo con la mirada. El escalpelo estaba al otro lado de la cama. Y junto a él estaba la Biblia que había sido usada como tabla de cortar durante la castración.

Me mareé y corrí hacia el servicio para vomitar otra vez, pero no me salió nada. Solo un alarido ronco resonó entre las paredes cubiertas de azulejos. No estaba en condiciones de pensar con claridad.

Sin embargo, conseguí mantener el autocontrol el tiempo suficiente para limpiar los sitios que recordaba haber tocado. Después salí al pasillo, donde hice lo mismo con el pomo de la puerta y me metí la toalla dentro de la camisa. Quedaba la llave. Barajé por un momento si la echaba por debajo de la puerta, pero por una u otra razón cambié de opinión y la metí en una maceta de camino a mi habitación.

No quedaba ni güisqui ni ginebra en el minibar, así que bebí coñac a morro. El sabor de vómito en la boca fue sustituido por el del alcohol, pero las ganas de vomitar no desaparecieron. Sudaba mucho y me sequé la frente con la toalla.

La imagen de Verner no quería abandonarme y con su fotografía ante mis ojos no había manera de pensar en otra cosa. Él mismo me había aportado gran parte de la materia prima usada en
Quien bien siembra
. El comisario de policía que fue asesinado en el libro era para Verner una persona tan concreta como para mí. Para Verner era su propio jefe, pero para mí siempre fue el propio Verner. El nunca me había gustado y, cuando escribí su asesinato, sentí que así pagaba por todas sus manifestaciones racistas, sus bromas fanfarronas y su total falta de sensibilidad y compenetración con los sentimientos ajenos. Castigado por todos los sarcasmos que había echado sobre Line y por sus patéticas tendencias pedófilas. Cuando escribí el libro, Line y yo llevábamos algunos años divorciados; sin embargo, tuve la sensación de que al ponerle en la picota lo hacía por ella. Era una penitencia por haber tenido contacto con Verner a pesar de que ella me había puesto al tanto de lo cerdo que era.

Si Verner había sospechado del papel que jugaba él en ese asesinato, nunca lo manifestó. Estaba bastante satisfecho de castigar a su propio azote, el comisario de policía de su sección que, a las claras, era tan corrupto como despótico, trazos del carácter que el propio Verner había ido adoptando con el tiempo.

La cuestión de quién era el asesinado del libro quedaba ahora decidida.

Era Verner.

VIERNES
13

C
ASI NO PEGUÉ OJO ESA NOCHE. En lugar de ello, seguí bebiendo lo que había en el minibar mientras sentía más y más pena de mí mismo.

No tenía ni idea de qué debía hacer. En mi cabeza bullían diferentes posibilidades, cada cual más irreal. Varias veces cogí el teléfono para llamar a la policía, pero cada vez perdía el coraje antes de acabar de marcar el número. ¿Qué les diría? Si daba parte del asesinato de Verner, tendría que explicar por qué estaba en posesión de las llaves de la habitación, y entonces saldría a relucir el asesinato de Mona Weis y la pregunta de por qué no había acudido a la policía antes. Y esa pregunta no podía ni respondérmela a mí mismo. La situación hacía pensar en un desprendimiento que arrastra consigo más y más peñascos y no es posible pararlo sin evitar dañar a alguien.

Si yo no hacía nada, era solo cuestión de tiempo que encontraran el cadáver en la 102. Era imposible ocultar el terrible olor de la habitación, el personal sospecharía enseguida. Ferdinan no tardaría demasiados segundos en reconocer la manera como Verner fue asesinado. Además seguro que recordaría a la víctima del restaurante, al igual que los huéspedes podrían testificar que habíamos cenado juntos y que nos habíamos peleado. De ahí a que la policía llamara a mi puerta iba poco.

Tenía que adelantarme, ponerme en contacto con ellos enseguida, a pesar de las consecuencias, pero algo me retenía. Verner había sido asesinado antes de que consiguiera poner en conocimiento de la brigada criminal nuestras sospechas, y llevaba consigo la prueba, el libro y la fotografía de Mona. Tan a fondo no había yo rastreado la 102, pero estaba prácticamente convencido de que el asesino lo había eliminado todo y había reproducido con exactitud la escena del libro.

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