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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

Los crí­menes de un escritor imperfecto (7 page)

Más tarde me reuní con Line en el bar, y cuando le conté con avidez lo de nuestro acuerdo, ella se enfadó y dijo que ya podía olvidarme. El tipo era un cerdo al que debía evitar. Dije algo para que se relajara un poco y, por lo visto, le hizo el efecto contrario. Así que no nos vimos hasta que terminó la fiesta. En todo el trayecto de vuelta a casa no pronunció ni palabra. Fue al entrar en casa cuando me explicó el porqué de su conducta.

El día que Line hizo la confirmación, toda la familia se reunió como solían hacer en cada ocasión digna de ser celebrada. La fiesta tuvo lugar en un popular restaurante de Amager, con los acostumbrados discursos, las canciones y los buenos deseos. La bebida no faltaba, Line tomó su primer vaso de vino, una tradición que compartió con sus hermanas. Verner también se mantuvo fiel a la tradición, empinó el codo y andaba subido de tono como de costumbre. Después de la cena, la situación se volvió más informal. Se tomó café y la gente frecuentaba otras mesas mientras los niños jugaban y correteaban por doquier. Line había ido al servicio. Estaba un poco mareada por el vino y se miró al espejo. Los clichés de los discursos en torno a la entrada en el mundo de los adultos y todos los desafíos que le esperaban zumbaban en su cabeza y la llevaron a imaginar su rostro cinco o diez años más tarde.

Se liberó de esos pensamientos, cerró la puerta y salió corriendo para caer en los brazos de Verner. Primero se rio y lo empujó, pero él no la soltó. Al contrario, la agarró fuerte y la empujó hacia el servicio de nuevo. Fue hacia ella y deslizó una mano por su cuello hasta el pecho y se lo sobó. Line intentó empujarle y decir no y basta, pero él no la soltaba, sino que intentaba besarla. Un apestoso olor a alcohol empañaba su aliento, y ella recuerda con claridad lo empapada en sudor que estaba su camisa. De repente pudo liberarse y corrió hacia la puerta. Tras ella, Verner farfulló algo como que solo había sido un juego, pero Line no se detuvo hasta llegar a la calle y poder respirar aire fresco. Cuando el mareo se le pasó, volvió a la fiesta. Verner estaba cantando canciones báquicas como si nada hubiera pasado. Line nunca se lo contó a nadie de la familia.

Por supuesto, la historia me afectó. Me sentí indispuesto, indignado y un poco avergonzado por haberme dejado encandilar por ese hombre. Line me tranquilizó. No estaba dispuesta a perdonarle, pero había pasado mucho tiempo y la cosa no había pasado a mayores.

Le aseguré que me alejaría de él; sin embargo, cuando llamó unos meses más tarde, me dejé convencer y nos citamos para
nuestro
primer encuentro. Fue
con
cierta repugnancia, un sentimiento que siempre he tenido en su compañía. Había algo en esa sorna con la que me preguntó cómo le había ido a Line que me revolvió el estómago. Me figuré que se sonreía un poco mientras esperaba que le pasara el informe. A veces creo que incluso se relamió los labios. Si a pesar de todo se lo consentí, fue porque, en cierto modo, yo lo utilizaba. Pero Line nunca lo habría entendido, así que nunca se lo dije, no supo nada de nuestras citas hasta pasados unos años.

Había estado en el restaurante unos diez minutos con mi güisqui cuando apareció Verner.

Tenía la cabeza y la cara rojas y, a través de su pelo ralo, pude ver que tenía gotas de sudor en la coronilla. Llevaba un viejo traje gris y una camisa blanca que le quedaba demasiado ceñida alrededor de su gran barriga. Cada vez que volvía a verle, me parecía que la grasa de su cuerpo había aumentado de volumen.

Se dejó caer en la silla con un resoplido.

—Hola, Frank —bufó, y se secó el sudor de la frente con la servilleta de la mesa.

—Hola, Verner —respondí, y le di la mano. Me dio un apretón caliente y húmedo.

—Solo estrés y prisas, este trabajo va a acabar conmigo —continuó diciendo. Se desenfundó la chaqueta y la echó a la silla vacía de al lado.

Pedimos la comida; yo, el menú de pescado y vino blanco; Verner, un entrecot y cerveza.

—Demonios con ese crimen, ¿no? —dijo Verner tras soltar cuatro frases sobre la familia y el tiempo.

Valoré que lo mejor era acabar cuanto antes y le conté lo de mi relación de hacía dos años con Mona Weis. Me escuchó con cierta sonrisa burlona en los labios.

—Eres un fresco —dijo—. ¿Era buena en la cama?

Ignoré la pregunta. A falta de nada mejor, le solté mi teoría del despechado amante de Mona y la venganza perpetrada contra ella y contra mí con mi manuscrito a modo de guión. La duda debió de asomar en mi rostro, pero no tenía nada mejor que aportar.

Verner sacudió la cabeza.

—Para ti todo son rompecabezas, ¿verdad, Frank? Siempre buscas una solución complicada.

Se calló cuando el camarero nos sirvió la comida.

—Es demasiado premeditado para ser un crimen pasional —añadió—. Un hombre celoso actúa de inmediato, no se pasa horas planificando este tipo de asesinato. Quizá el hacer desaparecer el cadáver, pero no el propio crimen.

—Pero… ¿saben si tenía un amante?

—Lo están investigando —respondió—. Parece que estaba sola desde hacía unos meses, pero corren rumores de que tuvo relaciones con viejos y hombres casados, o sea que pudo tener un amante secreto. —Sonrió—. Se barajó también tu nombre.

—Te he dicho que fue hace unos años.

—Claro, claro, pero este tipo de historias tardan en esfumarse. Asuntos de faldas en una ciudad pequeña como Gilleleje, y, para colmo, con un escritor famoso de por medio, no se olvidan con facilidad.

—¿Soy sospechoso? Verner sacudió la cabeza. —No, todavía no.

—¿Todavía?

—Evidentemente, estamos obligados a contar lo del libro.

—¿Estás seguro? Eras tú quien quería omitirlo. Verner soltó un suspiro.

—No serviría de nada —dijo—. Ahora que se publica el libro, ¿cuándo saldrá?

—En dos días —respondí.

—¿En dos días? —repitió, y pareció sentirse agotado—. Todavía se nos presenta un problema más gordo.

Alcé la copa de vino y le estudié mientras bebía. La sonrisa desapareció de su rostro, y sus pequeños ojos oscuros apuntaban al plato, pero no comía. Solo miraba el entrecot fijamente.

El lanzamiento de
En el espacio rojo
se haría el primer día de la feria del libro. Todo estaba planificado. Las entrevistas y conferencias estaban organizadas; los carteles, impresos, y las ristras de libros estaban a punto. Si la policía decidía censurar el libro, sería una grave bofetada económica para la editorial y para mí.

—Esto tiene mala pinta —dijo Verner y alzó la vista—. Si hubieras hablado de vuestra relación enseguida, yo hubiera informado a la brigada criminal de inmediato. Ahora parecerá que intentamos esconder algo.

—¿Qué podemos esconder? —protesté—. No podíamos saber lo mucho que se parecía el crimen al de la novela. Es muy escasa la información que se ha hecho pública. Por ejemplo, yo no he leído nada acerca de equipos de submarinismo y el busto de mármol.

—Claro que no —respondió Verner irritado—. Se trata de un procedimiento usual el que ese tipo de detalles sean confidenciales, en atención a la investigación. El problema es que yo me he hecho notar con mi patente interés por el caso.

—Eso no nos convierte en asesinos sin más —dije yo seguro.

Verner me escrutaba con fijeza.

—En todo caso, yo tengo mi coartada preparada —dijo—. Estaba en un bar con un par de colegas. Policías. —Pronunció la última palabra deletreándola.

—¿Qué insinúas? —pregunté alzando la voz sin poder controlar mi rabia. Varios comensales nos miraron. Al callar y solo mirarnos a los ojos, ellos volvieron a concentrarse en la comida. Verner no respondió.

—Hay otra cosa —dije por lo bajo.

—¿Otra cosa? —preguntó Verner—. ¿Más secretos? Le entregué el sobre.

—Me lo dieron en recepción cuando llegué esta mañana.

Verner sacó el libro del sobre y lo contempló. Yo estuve atento a su reacción. Si él tenía algo que ver con ello, lo notaría en su expresión, estaba seguro, pero no hizo la más mínima mueca. Hojeó un poco el libro y encontró la fotografía. Al reconocer a la chica, apartó el libro como si le quemara los dedos.

Alzó la mirada hacía mí.

—¿Qué hostias es esto?

—No lo sé —respondí.

—¿Te estás quedando conmigo?

—No es ninguna broma —respondí—. Alguien lo dejó en recepción ayer por la tarde. Yo ni siquiera había llegado. —Hice una pausa, pero Verner no dijo nada—. Tienes razón en eso de que no solo es un amante despechado.

—Claro que tengo razón, pero… ¿cómo hostias ha conseguido el libro si ni siquiera se ha puesto a la venta aún?

A pesar de que había contemplado el libro durante varias horas, todavía no había interiorizado la pregunta del todo. Si no se trataba de un amante despechado y el libro no provenía de casa de Mona, entonces la pregunta era casi imposible de responder. A menos que… Mi corazón latió desbocado, y tuve que tomar un buen trago de vino antes de contar a Verner mi cuenta de los ejemplares gratuitos y el hecho de que tenía uno de menos. Remarqué que podía estar equivocado. Tal vez la editorial había contado mal, pero la posibilidad estaba ahí, la posibilidad de que el asesino hubiera entrado en mi casa, y eso me asustó. A Verner no le entusiasmó la idea.

—¿Y la fotografía? —preguntó—. ¿Es también una de las tuyas?

Sacudí la cabeza para negarlo.

—¿Estás del todo seguro, Frank?

Una sombra de desconfianza se había colado en su voz, tal vez un hábito de la profesión, el papel que asumía delante de los camellos que interrogaba cada día. Apreté los dientes y tuve que esforzarme para hablar bajo.

—Te digo que no tengo nada que ver con ello. ¿Crees de verdad que realmente yo cometería un crimen siguiendo una receta de mi propio libro? ¿Y sin preparar una coartada? Yo ya no sentía nada por Mona Weis. Era agua pasada. Además, ni siquiera sé conducir un barco y mis conocimientos sobre submarinismo, sin duda, son teóricos.

Verner pareció que por un momento disfrutara, lo que me irritó todavía más.

—Tranquilo, Frank —dijo con las manos levantadas—. Sé muy bien que tú no lo has podido hacer. Tu cerebro es lo bastante retorcido para elucubrar cosas así, pero simplemente no tienes sangre fría para llevarlas a cabo. —Se rio—. Eres demasiado blandengue y débil.

Algo dentro de mí se revolvió contra esa conclusión tan despectiva. ¿Qué hostias se creía? ¿Podía aceptar que ese montón de grasa con tendencias pedófilas me llamara endeble a mí? Tenía ganas de meterle una hostia. Para que se enterara de lo débil que era yo. Debí haberlo hecho ya hace mucho, esa vez que supe que se había propasado con Line. Un buen puñetazo. Y poner punto final a su despreciable sonrisa. Tal vez hubiera servido de algo. Y quizá hubiera evitado la mirada herida que Line me lanzó cuando al fin se enteró de que manteníamos citas secretas.

Mayor que la rabia era mi irritación por depender de él.

Mis manos temblaban débilmente, agarré la copa con una mano y engullí todo el contenido. Con la otra cogí la botella y la llené de nuevo. Enfrente de mí, Verner bebía su cerveza tranquilamente. Había dejado los cubiertos encima del plato señalando que había terminado aunque le quedaba medio entrecot.

—¡Hostias! —dijo, y respiró con pesadez—. ¿Cómo voy a explicarlo? —Cerró los ojos y se rascó el dorso de la nariz—. Es mejor que me ponga en contacto con la brigada criminal enseguida.

Yo no podía hacer otra cosa que asentir.

—Me llevo esto conmigo —dijo, y golpeó el libro con los nudillos de la mano.

Se levantó.

—¿Cuánto tiempo vas a estar en la ciudad?

—Me voy el lunes —respondí taciturno.

—Seguramente vendrán pronto a hablar contigo —dijo.

Asentí. Creo que los dos sabíamos que era la última vez que nos veíamos.

—Cuídate, Frank —dijo, y se fue.

No le respondí, aparté el plato con el resto de la comida y bebí vino mientras especulaba acerca de cuándo vendrían. ¿Tal vez esa misma noche? Fuera cuando fuera, sería incómodo.

Cuando la botella estuvo vacía, me levanté y caminé medio a rastras para salir del restaurante. De repente noté la cantidad de alcohol que llevaba en el cuerpo y me tambaleé de camino al ascensor. Pasó una eternidad antes de alcanzarlo y, cuando la puerta se deslizó ante mí, casi me caigo hacia delante y choco con una joven en minifalda y anorak de plumas.

—Ten cuidado, imbécil —exclamó en un archidanés de Copenhague a la vez que me empujaba con una fuerza sorprendente.

Intenté disculparme, pero ya se había marchado. El olor a su perfume, un barato tufo a lilas, llenaba el ascensor y sentí asfixia allí encerrado durante el trayecto de cinco pisos.

La conversación con Verner seguía zumbando en mi mente. Estaba furioso, pero, en cierto modo, aliviado.

Ahora el caso estaba en sus manos.

Le había contado lo que sabía y lo único que podía hacer ahora era esperar.

JUEVES
8

L
A POLICÍA NO APARECIÓ por el hotel esa noche. Dormí mal. No a causa del miedo a que las fuerzas del orden irrumpieran en mi habitación sin previo aviso, sino porque siempre duermo mal en un lugar nuevo. La primera noche en una cama extraña casi no pego ojo, y esa noche no fue distinto. En ese estado medio despierto, los pensamientos daban vueltas por mi cabeza y continuaba viendo los ojos azules de Mona Weis que me miraban fijamente a través de la turbia agua del puerto. Cuando al final quedé dormido, tuve un inquietante sueño con monos y gatos.

Aunque casi no había dormido, era sorprendente lo tranquilo que estaba. Parecía que mi estado somnoliento rebajara el miedo que había sentido el día anterior, y me decidí por llevar a cabo el programa del día como si nada hubiera sucedido. Por supuesto que era algo imposible, pero podía intentar hacer como si tal cosa, ¿qué si no?

El programa del día incluía un opíparo desayuno y yo estaba hambriento. La discusión sostenida con Verner el día anterior había dado al traste con mi apetito, así que tenía sitio de sobra para una porción extra de huevo revuelto con bacón del bufé. En algún lugar rezagado de la mente me asediaba la idea de que la policía vendría a por mí en cualquier momento, tal vez eso influyó en mi voraz apetito. En todo caso, pasé casi una hora a la mesa en compañía del periódico del día y los platos del bufé que se apilaban sobre mi mesa.

No había nada nuevo sobre el crimen de Gilleleje, pero solo hacía dos días que habían encontrado el cadáver de Mona Weis y además el valor de la noticia se había debilitado claramente.

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