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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

Los crí­menes de un escritor imperfecto (8 page)

El primer punto de la agenda era una reunión con Finn Gelf, mi editor. Fue Finn quien editó mi primer libro,
Desde ese ángulo muerto
; desde entonces he formado parte de la plantilla de autores fijos de la editorial ZeitSigns. Esta era entonces una editorial pequeñísima y Finn, además de encargarse de trabajos de edición, era el director. Después creció drásticamente y él encomendó esos trabajos a otros, pero no mis manuscritos. Insistió en seguir siendo él quien los revisaba y así ha sido hasta hoy. En cierto modo, está en deuda conmigo por el éxito que ZeitSigns ha tenido. Mi primer
best seller
fue una mina de oro para ellos y mis posteriores libros han sido una fuente estable de ingresos para las dos partes.

Con el tiempo se fue creando una amistad entre nosotros. Finn Gelf corrió un riesgo con
Desde ese ángulo muerto
y
Las paredes hablan
, pero creyó en mí a pesar de que la editorial perdió dinero en esos años. Más tarde me contó, cuando ya teníamos más confianza, que vio en mí una perseverancia y un enorme afán de querer alcanzar la fama. La combinación de las dos cosas era combustible creativo, solo me faltaba enfoque. Podía sentir que hallaría la fórmula tarde o temprano, y él quería estar allí cuando sucediera. La diferencia de edad entre nosotros, por otra parte, no era mucha, diez años, así que perfectamente podía identificarse con el idealismo que yo irradiaba cuando nos conocimos. Incluso sentirse diez años más joven o aquel que podía haber sido.

Mi éxito fue también un éxito para nuestra relación. Viajamos juntos por Dinamarca y el extranjero, y fue en esos viajes cuando nos hicimos amigos y empezamos a hablar de más cosas que de literatura y de la rama editorial.

Finn Gelf era hijo del editor Gustav Gelf, cuya editorial solo publicaba libros de viajes. Finn entró en la empresa siendo todavía un niño. Tan pronto como pudo, ayudó a empaquetar los libros que se enviaban, una actividad que le procuraba un dinerillo extra y el respeto de su padre. Aprendió a ser impresor, pero tuvo la mala suerte de que le tocara hacer las prácticas en la imprenta de una empresa cervecera en la que se producían las mismas etiquetas una día sí y otro también. Al poco tiempo, empezó a aburrirse tanto que abandonó los estudios y volvió a la editorial. Ahí ocupó una oficina con la condición de que continuara estudiando. Hizo el bachillerato y estudios de comercio en la escuela superior y, muy pronto, se convirtió en miembro indispensable del negocio paterno.

El padre, Gustav, ya entrado en años, concibió la editorial dirigida por su hijo, pero cuando Finn empezó a hacer planes para ampliar la oferta con otros tipos de literatura diferentes a las guías turísticas, se encolerizaron tanto el uno con el otro que Finn abandonó la editorial y fundó ZeitSign.

A pesar de su juventud, Finn disponía de una buena red en la rama de la edición, y consiguió levantar su editorial mediante los buenos precios que le hacían las imprentas y los compradores. No era un negocio lucrativo, pero sobrevivía y aun podía permitirse apostar una pequeña parte de su capital en autores desconocidos.
Desde ese ángulo muerto
era parte de esa apuesta por autores desconocidos. Si no hubiera sido por Finn Gelf, quizá jamás habría editado nada.

Tomé un taxi desde el hotel hasta Gammel Mont. Por el camino especulé acerca de si debía contarle a Finn lo del asesinato en Gilleleje. Sería lo correcto, pero, si la policía todavía no me había llamado a declarar, pudiera ser que el crimen estuviera aclarado. Tal vez ni siquiera había ninguna conexión con el libro, en realidad solo disponía de la versión de Verner en eso de que todos los detalles coincidían. La recepción de ZeitSign se hallaba detrás de un par de puertas de cristal glaseado. El suelo y las paredes estaban cubiertos de piedra arenisca clara y un mostrador negro y brillante reinaba en la sala como un monolito caído. Detrás del mismo estaba Ellen, la recepcionista de la editorial, una mujer con aspecto refinado que nunca perdía el control. En la pared de detrás colgaba el nombre de la editorial, ZeitSign, con grandes letras negras.

—¡Frank! —exclamó cuando yo empujé las pesadas puertas y pasé al interior. Se levantó y, a pasos cortos, vino hacia mí y me dio un buen abrazo. Yo le correspondí agradecido. Hacía mucho que no recibía un abrazo de una mujer, quizá tanto como desde la última feria del libro, y seguro que había sido también de Ellen.

—¿Cómo estás? —preguntó entusiasmada, y yo murmuré que bien, caramba.

—Pareces un poco cansado —remarcó—. ¿Has empapelado la ciudad de carteles?

—Algo por el estilo —respondí—. Y tú, ¿cómo estás?

Ellen se puso a contarme sus últimas vacaciones con su marido y sus dos hijos, que ahora ya debían de tener casi veinte años. No me enteré de dónde habían estado exactamente, pero me dejé llevar por su entusiasmo y la alegría que transmitía hablando de la familia y sus recuerdos de ese viaje, imágenes seguras y cálidas dignas de una película de Morten Korch. Con comentarios apropiados animé el flujo de sus palabras hasta que sonó el teléfono.

—Tengo que volver —dijo, e hizo un gesto hacia el auricular—. Te está esperando allá arriba, y acuérdate de recoger tu correo antes de marcharte.

Le di las gracias y me dirigí al ascensor, que me llevó al piso de arriba.

Como contraste con el espacio abierto de la recepción, el pasillo de los editores era estrecho y oscuro. A cada lado había pequeñas oficinas en las que los editores se inclinaban sobre papeles o teclados. Algunos levantaron la vista y me miraron cuando pasé, y un par de ellos me saludaron con un ademán de cabeza aunque yo nunca los había visto antes.

La oficina de Finn estaba al final del pasillo. La puerta estaba abierta, él se dispuso a salir y nos topamos.

—Qué bueno tenerte aquí, Frank —dijo, y nos dimos la mano.

El pelo se le había encanecido del todo desde la última vez que lo había visto. En los últimos cinco años le habían salido más y más canas, pero ahora su pelo ya se había rendido a la invasión blanca.

Me llevó hacia dentro de la oficina, lo bastante grande para acoger un escritorio enorme, una mesa de reuniones para seis personas además de un viejo sofá negro de piel que había acompañado a Finn durante toda su carrera. En las paredes, colgaban ilustraciones enmarcadas de las portadas de los libros de más éxito de la editorial, entre las cuales dos eran mías. Colgué la chaqueta en un perchero de detrás de la puerta y me senté a la mesa de reuniones con tazas de café y pastas de hojaldre y crema. Me sirvió una taza de café sin preguntarme. Yo le añadí un poco de leche y tomé un sorbo. Por lo general no lo tomo con leche, pero Finn siempre hacía el café tan fuerte que a veces me daba dolor de estómago. Él, en cambio, engullía una taza tras otra; siempre he sospechado que se había hecho galvanizar el estómago.

—Bien, ¿qué dices a esto? —preguntó.

—¿A qué?

Finn sonrió y cogió algo de encima de la mesa, parecido a un pedazo de cartón, y me lo puso delante. Resultó ser un artículo de periódico enmarcado en plástico duro, como si hubiera pensado colgarlo en la pared entre el resto de trofeos.

El título rezaba: «Mujer joven desfigurada y ahogada en el puerto de Gilleleje».

9

¿
T
E SUENA? —PREGUTÓ FINN. Me miró expectante mientras yo leía el artículo. Era de un periódico de la mañana y no me revelaba nada nuevo.

Asentí con la cabeza.

—Es nuestro asesinato
—respondí—. Hablé con Verner ayer. Todo coincide, incluso el busto y el traje de submarinismo, aunque no lo nombren.

Finn hizo chascar los dedos.

—Lo sabía —exclamó y esbozó una amplia sonrisa—. Pensé para mí: «¡Cáspita esto es un Fons! No puede ser de otra manera».

—No tengo nada que ver con el crimen.

—No, no —dijo Finn—. Lo sé muy bien pero está impregnado de tu sello. —Estiró las manos hacia delante como si quisiera cogerme la cabeza y estamparme un beso—. Imagina lo que puede significar para la venta del libro.

—Si no es confiscado.

Su sonrisa se heló.

—¿Qué ha dicho la policía?

—Solo he hablado con Verner —respondí—. Hasta el momento solo nosotros sabemos lo del libro, pero estaba muy ansioso por contárselo a la brigada criminal.

—Oh, no, ¿no puedes intentar que espere un par de días? El libro se lanza mañana, maldita sea.

—Dijo que se pondría en contacto con ellos ayer por la noche.

Finn agitó la mano.

—Falta tan poco —dijo—. Si solo consiguiéramos mantenerlos alejados veinticuatro horas, todavía podríamos sacarle un buen provecho.

Quizá fuera el café o el opíparo desayuno del bufé, pero sentí que se me removían las tripas.

—Quizá deberíamos parar el lanzamiento nosotros mismos.

—¿Estás loco? Es demasiado bueno para echarlo todo a perder. —Me miró como si hubiera ofendido a su familia más cercana.

—Pero una mujer ha sido asesinada, ¿estás seguro de que…?

—Sí —exclamó con tono áspero—. No le devolveremos la vida no permitiendo que el libro salga al mercado.

—Claro que no, pero ¿y los familiares?

Finn adquirió una maliciosa expresión.

—Podrían denunciarnos —dije. Su mirada divagó un instante ante la perspectiva de tener que gastar dinero en un juicio y una indemnización.

—Tendremos que asumirlo llegado el caso —dijo descorazonado—. No haremos nada hasta que la policía no nos lo pida. Maldita sea, Frank, a juzgar por la información que se ha hecho pública, no existe ninguna relación.

—Excepto que lleva estampado el sello Fons —dije secamente.

Finn señaló el techo.

—Solo para los que te conocen —dijo. Abrí los brazos, abatido.

—¿Y qué quieres que haga? ¿Que mienta?

—No, no. Solo debes comportarte como de costumbre, atenerte al programa y abandonar la idea de recurrir a la policía.

—Pero en ese caso resultaría sospechoso.

—De ninguna manera —exclamó Finn—. Si no fuera por tu amigo Verner, ni una sola alma se daría cuenta de la conexión, no antes de que fuera ya demasiado tarde.

Sacudí la cabeza. Estaba claro que Finn había tomado una decisión, y en el fondo de mi alma me sentía aliviado. No hacía falta que yo hiciera nada.

—Elucubraciones aparte —dijo, y manoteó en el aire—. Incluso sin contar con este suceso «picantito», intuyo que será un éxito. —Sonrió y dio tres golpes en la mesa—. Esta vez has dado en el clavo, te ha salido redondo. El tema de las fobias y horrores cala hondo. He hablado con algunos críticos hoy y se muestran muy positivos. El
Weekendavisen
quiere tu pellejo, claro, como siempre, pero, por lo demás, hay buena predisposición. Será un éxito, te lo puedo asegurar. Nuestra gente ha dispuesto un rincón Frank Fons en el
stand
, con grandes rótulos: «Enfréntate a tu miedo», y eslóganes de este tipo. Te gustará. No estaba seguro de querer ir. Para mí la feria era un mal necesario, toda esa atención no me sentaba bien. Y menos ahora.

—Las entrevistas están concertadas. —La sonrisa de Finn desapareció—. De TV3 viene Linda Hvilbjerg. —Alzó las palmas de las manos hacia mí—. Ya sé que no te gusta, pero no tenemos alternativa, atrae gente.

Asentí con un gesto.

—Vale. Si me la imagino simplemente con una soga alrededor del cuello, lo resistiré. Finn se rio.

—Creo que todavía no te ha perdonado por
Rameras mediáticas
.

Linda Hvilbjerg había tenido un programa sobre libros para diferentes canales de televisión a lo largo de varios años, y en un momento dado le eché la culpa de que mi matrimonio con Line hubiera fracasado. Por supuesto, era un total desatino, pero yo estaba tan amargado esos años que siguieron a mi divorcio que escribí
Rameras mediáticas
con tantas semejanzas y referencias a Linda Hvilbjerg que había que ser bastante duro de mollera para no captarlo. A uno de los personajes, Vira Lindal —una ambiciosa reportera de televisión—, la hice morir colgada de una viga de la sala de producción con un manuscrito enterrado en su sexo. El libro no fue reseñado ni en broma en el programa de Linda Hvilbjerg, y desde entonces ella no ha dicho nada positivo de mis libros, eso en los casos que se ha dignado reseñarlos.

—No te he inscrito en la fiesta del sábado por la noche —continuó Finn—. Pero dímelo si quieres venir, siempre podemos hacerte un sitio.

Sacudí la cabeza negativamente.

—Tengo otra cita.

No la tenía, pero sabía que, tras un largo día en la feria, lo último que me apetecería sería asistir a una fiesta con la misma gente.

Hablamos una hora más. Más que nada, de la feria, de las entrevistas y el interés en el extranjero por
En el espacio rojo
. Esa vez había habido ofertas de Alemania y de Noruega, una señal de que se vendería bien.
Demonios exteriores
, un éxito, y la novela que le siguió,
Demonios interiores
, vendieron bastante bien fuera de las fronteras danesas, pero ahí había acabado la cosa. Ahora todo pintaba bien para
En el espacio rojo
, y cuanto más hablaba él de acuerdos y expectativas, más imposible parecía detener esa enorme máquina que ya funcionaba a toda marcha.

Al salir de la editorial, recogí mi correo en recepción. Ellen había agrupado un pequeño montículo de cartas y un paquete dentro de una bolsa de plástico negro con el logo de la editorial.

—Espero que sea un éxito —dijo sonriente.

—Yo también lo espero —respondí, y correspondí a su sonrisa. Ellen era esa clase de personas de trato siempre agradable que hacen su trabajo sin grandes revuelos y siendo amable con todos. Nunca la había oído decir nada feo de nadie, irradiaba autoridad y un profesionalismo muy beneficiosos para la editorial.

—Lo necesitamos —susurró, y miró cohibida a su alrededor.

Yo me
incliné
sobre el mostrador.

—¿Qué quieres decir?

—Necesitamos un
best seller
—volvió a susurrar—. Hace bastante que no lo tenemos y la economía no tira.

—Finn no me ha dicho nada.

Ellen sacudió la cabeza.

—Él es el último en reconocerlo —respondió—. Más bien, hace como si no estuviera preocupado, para protegernos a nosotros. —Suspiró—. Si tu nuevo libro no se convierte en un
best seller
, la cosa pinta negra. Por eso le dedica tantos esfuerzos. Hace lo que puede y más para conseguir que esté en boca de todos.

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