Llegó andando hasta los locutorios interurbanos, llamó al padrastro y le pidió que le mandase algún dinero; luego se lo devolvería, por supuesto. Leonid Petróvich no le hizo preguntas, conocedor como era de lo puntual y escrupulosa que era Nastia en asuntos de dinero, y le prometió enviar la cantidad solicitada en seguida, por giro telegráfico.
Nastia compró un puñado de fichas más para llamar a Lioska.
¡Querían engañarlo, esos chacales pretendían levantarle el dinero y colocarle una mercancía falsa! ¡Narices! Les pondría en evidencia, él, Zarip, no iba a consentir que nadie se pitorrease de él. Les había dicho a las claras qué mujer quería, ¿cuál era el problema ahora? ¿Cómo era que no se les ocurría ofrecerle dinero a la muñeca, mucho dinero? Zarip no era nada tacaño, la haría de oro, sólo tenía que decir que sí. No hacía ninguna falta contarle nada sobre lo que iba a hacer con ella después. En cuanto a todo lo demás, siempre era posible convencerla, hacer que aceptase, se trataba sólo de acordar el precio.
Decían «imposible». ¿Cómo que imposible? ¿En qué se diferenciaba ésta de todas las demás? Todas aceptaban el dinero y decían que sí, bueno, casi todas. Cuando se les ofrecía mucho dinero, muchísimo, entonces sí, absolutamente todas. Vamos, ¿qué les importaba aguantar quince minutos si con esto se ganaban una renta vitalicia? Esa gente ni siquiera había intentado hablar con ella pero tenían el morro de decirle «imposible». ¡Mentían con toda la boca! Estaba claro que la tenían reservada para otro cliente o para sí mismos.
Quizá era amiguita de uno de ellos. Así se entendía el porqué de ese «imposible». Pero él, Zarip, no tragaría. Se encargaría de averiguarlo todo por cuenta propia.
Con pasos quedos, Zarip salió del bungaló y, cauteloso, se acercó al edificio principal. Esa ventana era del comedor. Suerte que estaba en la planta baja. Zarip esperó pacientemente hasta que el último huésped terminó de desayunar pero no vio a la hermosa rubia. ¿Le habría pasado algo? ¿Estaba enferma? Quizá le habían mentido al decir que se hospedaba en el balneario, y el bobo de él les dejó comerle el tarro y estaba allí de plantón, esperando que viniese a desayunar como todo el mundo. Podía ser que ni siquiera durmiera allí. ¿Cómo iba a encontrarla entonces?
Abatido, Zarip caminaba por la alameda del parque del balneario cuando vio en lejanía la cazadora azul celeste y la melena rubia. Se le hizo un nudo en la garganta. ¡Era ella! Olvidándose de que le estaba terminantemente prohibido abandonar no sólo el recinto del balneario sino el propio bungaló, Zarip siguió a Nastia.
Semión, el hombre de cara caballuna, pasado oscuro y documentos falsos, estaba poniendo mucha voluntad en ganar el premio que se le había prometido esa mañana. Había revisado personalmente la base de datos, encontró como mínimo diez mozas que más o menos se parecían a Kaménskaya, ordenó a los operadores comprobar escrupulosamente todos los datos biográficos con el fin de decidir si podían ser utilizadas en la categoría B. Para acceder a esta categoría era condición imprescindible no tener familia ni a nadie que, por una razón u otra, se pusiese a buscarla en caso de una ausencia prolongada. Se exigía también carecer de antecedentes penales y no haber sido fichada por la policía. Existía toda una serie de otros requisitos y restricciones para seleccionar a las futuras protagonistas de las películas de categoría B.
Tras repartir las tareas, Semión se fue al aeropuerto, donde recogería al hombre con el que tenía que llegar a un acuerdo. Semión se había puesto muy nervioso, era hábil explicando el busilis del asunto a mujeres, sabía a qué mentiras recurrir para convencerlas y cuándo era mejor decir la pura verdad. En cambio, ésta iba a ser la primera vez que mantendría una conversación de esta índole con un hombre y temía meter la pata. Quizá debería pedirle ayuda al Gatito. Suerte que en el coche había teléfono y para la llegada del avión aún faltaba poco menos de una hora.
El Gatito llegó en taxi en un abrir y cerrar de ojos y en el momento justo en que su invitado franqueaba la puerta de llegadas. El invitado se llamaba Vlad, era joven, de unos veintitrés años, diminuto, ceñudo y con dientes amarillos, estropeados por la nicotina. A decir de los expertos, Vlad era buen actor, tenía oficio, llevaba pinchándose desde los quince años y siempre andaba escaso de dinero. Para Semión era toda una oportunidad y tenía que emplearse a fondo con tal de no desperdiciarla.
—Hay algo que no me dicen —cabeceó Vlad sirviéndose un nuevo vaso de agua mineral.
Los tres estaban sentados en un pequeño café privado situado al lado del aeropuerto. Semión había pedido un café. El Gatito estaba sorbiendo cerveza enlatada, mientras que Vlad, tras atizarse dos vodkas que acompañó con pollo asado, la emprendía ahora con el Borzhomi.
—Me gustaría comprender por qué razón no pueden utilizar en su película a un niño de ocho años cualquiera. Suelen trabajar delante de la cámara pero que muy bien, no les plantearían el menor problema; además, si he entendido bien, ustedes están rodando un corto. Si se lo proponen a cualquier colegial, estará encantado de salir gratis en una película. En lugar de esto, han decidido pagarme un pastón. No voy a negarlo, necesito el dinero, pero preferiría saber con certeza por qué lo cobro.
—Se lo explicaré —dijo blandamente el Gatito acariciando a Vlad con la mirada—. No busco a un colegial cualquiera sino a un actor, a un actor verdadero, adulto, capaz de interpretar una emoción que sólo unos pocos llegan a experimentar. Esto, en primer lugar. Segundo, este actor debe tener oído musical. Verá usted, nuestro estudio se dedica al cine experimental; en concreto, exploramos las vías que permiten resaltar el efecto producido por el trabajo de un actor mediante una banda sonora adecuada. No se trata de hacer lo que hacen todos, que primero filman un episodio, luego componen la música y proceden al montaje sonoro. Nosotros empezamos por crear la música, la ponemos durante el rodaje para que alimente la emotividad del actor, gracias a lo cual su interpretación gana en fuerza expresiva y, como resultado ideal, el actor construye el episodio en consonancia con el acompañamiento musical. Piénselo y díganos, ¿acaso un niño es capaz de lograrlo? Por otra parte, me han contado que usted posee un fino sentido para la música e incluso había hecho sus pinitos como compositor.
¡Qué clase tiene!, se admiró para sus adentros Semión. ¿De dónde saca las palabras? Yo jamás podría hablar así. Lo que habría hecho, seguramente, sería tratar de convencerlo, tentarlo con pasta gansa, que le alcanzaría para un año como mínimo siempre que no aumentara las dosis. Tal vez trataría de meterle un poco de miedo, aunque no me gusta hacerlo. Eso sí, no dejaría que se me escapase. Lo llevaría al plató como fuera, aunque tuviera que llevarlo en globo. El Gatito, en cambio, trabaja pulcramente, ¡da gusto verlo!
Acompañaron a Vlad hasta el apartamento donde la noche anterior había estado haciendo la maleta una muchacha que no había superado las «oposiciones» y había sido enviada a casa con la promesa de mostrar su ficha a los clientes más importantes, y de que la suerte iba a sonreírle pronto, a más tardar el próximo mes.
—Acomódese —sugirió el Gatito abriendo la puerta—, descanse un poco. Hacia la noche le traerán el guión, léalo, estúdielo a fondo. Mañana tiene una reunión con el director y la protagonista. Pasado mañana rodamos y la noche del mismo día vuelve usted a casa. ¿Qué le parece la agenda?
—Normal. ¿Y el dinero para cuándo? Aquí puedo morirme de hambre.
—La comida corre a cuenta de la empresa. Mire en la cocina, en la nevera hay de todo. Pero quiero hacerle una advertencia. Durante los tres días que va a estar aquí, su dosis es responsabilidad nuestra. Tendrá todo lo que necesita y lo tendrá gratis. Va incluido en el acuerdo. Pero tenemos nuestros compromisos con la mafia de drogas local. Los detalles no vienen al caso, sólo le diré que no debe dejarse ver por las calles. ¿Está claro?
—No del todo pero lo tendré en cuenta. Soy un chico disciplinado.
—De acuerdo, pues. Si llaman a la puerta, no abra. La persona que vendrá a verle tiene su llave: ¿Estamos? Hasta luego.
Una vez en el coche, el Gatito se apresuró a hacer una llamada al balneario.
—¿Qué tal va eso? ¿Todo tranquilo?… ¿Adónde?… ¿Y vosotros en qué estabais pensando?… ¡La madre qué os parió, malditos gilipollas!
Volviéndose hacia Semión, le dijo, ya en tono más sosegado:
—Zarip se ha marchado a la Ciudad, va pisándole los talones a Kaménskaya, parece que ha decidido darse a conocer. A juzgar por su itinerario, la chica se dirige al locutorio, quiere llamar a alguien. Vamos a ver si nos da tiempo para interceptarla. Apresúrate, ¿quieres?
En silencio, Semión cambió de sentido y pisó el acelerador.
—¿Dónde lo han encontrado, al capullo ese? —preguntó el Gatito tras un breve silencio—. Es capaz de cargarse todo el invento. ¿Quién nos lo ha endosado?
—Es lo de siempre. Lleva cinco años en nuestros ficheros, desde la primera vez que se lo llevaron para arriba por acosar a una señora en el parque municipal. Le cayeron entonces dieciséis días de calabozo, el Jirafa le «abrió el expediente» y por lo bajini empezó a filarlo. Cuando vio que la breva estaba por caer, le proporcionó algunas revistas, primero las blandas, más tarde las duras. En una palabra, todo siguió por cauces habituales. Llamó al Doctor, se lo presentó, el Doctor nada más verlo dijo: «Esquizofrenia», y le propuso contactar con nosotros. Por supuesto, el Jirafa se plantó allí en menos de lo que se tarda en decirlo. Quién iba a pensar que de veras estaba como una chota. Ahora se le ha metido entre ceja y ceja que necesita a la quinientos trece, y no hay quien lo apee del burro.
—Habrá que ponerle las pilas al Doctor. Ha bajado la guardia. Bueno, Semión, no te angusties, tú no tienes la culpa. Ya le buscaremos la solución. ¿Tienes cerveza?
—Mira detrás, debajo del asiento, había una caja.
Pesadamente, el Gatito se giró, alargó la mano, encontró a tientas una lata de cerveza alemana y bebió con avidez.
—Jolines, lo que la cerveza hincha las carnes, ni que fuera levadura —se lamentó acariciándose la imponente barriga—. No tengo voluntad, sé que no debo beberla pero no puedo resistir. Despacito ahora, creo que es ella.
En efecto, era Nastia. Había sacado del bolso un bloc y un bolígrafo y estaba anotando los horarios del locutorio, de correos y del servicio de telegramas, situados todos en el mismo edificio. No vio cómo se levantó de un banco y lentamente se encaminó hacia ella un hombre demacrado, cargado de espaldas, que tenía las mejillas pálidas y hundidas y un brillo enfermizo en los ojos.
La capacidad de reacción del Gatito para sí la quisiera más de uno. Ordenó a Semión:
—¡Llévatelo! —le ordenó a Semión.
Se adelantó a Zarip y se colocó a espaldas de Nastia bloqueando con su mole el posible campo visual, por si se le ocurría volverse.
Pero Nastia no se volvió. Tras copiar cuidadosamente los horarios, se guardó el bloc y el bolígrafo y sin prisas enfiló por la avenida principal. De reojo, el Gatito vio a Semión situarse de un brinco al lado de Zarip, asirlo del codo con un movimiento apurado y, moviendo la cabeza en señal de censura, llevarlo hasta el coche. Se oyó el golpe de la portezuela, el ronroneo del motor, y el masajista Kostia se quedó solo.
Mártsev estaba llorando. Le repugnaba su enfermedad, la porquería en que se iba hundiendo más y más. Era ya la tercera película que estaba pagando con tal de aguantar un poco más, mantener con vida a esa mujer, no destrozar su familia, evitar el dolor a su esposa y a su hija. ¡Ellas no tenían culpa de nada! En lugar de la madre habían muerto ya dos chicas jóvenes. Mañana iba a morir la tercera. Pero ¿cuántas habían salvado la vida? Si no hubiera sido por Damir y sus películas, cada ataque habría desembocado en el asesinato de una nueva víctima inocente. ¿Tenía la culpa acaso de estar enfermo? Era la naturaleza, contra la naturaleza uno era impotente. Uno podía prevenirse contra las enfermedades del corazón, estómago, hígado, bastaba con llevar una vida sana. Uno podía evitar caer en el alcoholismo o la drogadicción. ¿Pero qué había que hacer para eludir la esquizofrenia? ¿Quién conocía la respuesta a esta pregunta? ¿Cómo protegerse contra el desdoblamiento de la personalidad? Santo cielo, ¿es que estaba condenado a pasar el resto de su vida sometido a este monstruoso ciclo? Matar a una mujer delante de la cámara y luego, para combatir el ataque, verlo una y otra vez, revivirlo todo, y más tarde, cuando la película dejaba de surtir efecto, matar de nuevo… Había vendido todos los objetos de valor que su madre conservaba y que había heredado de su abuelo y bisabuelo. Qué suerte que pertenecía a una familia noble. Tenía cosas que vender. Mejor dicho, había tenido. Ahora sólo le quedaba una. Le serviría para pagar una última película. ¿Y luego, qué?
Yuri Fiódorovich estaba mirando esta última reliquia y se maldecía por lo bajo. ¡Cuántas veces en su infancia, y también en la juventud, se había dejado embelesar por esos ojos asombrosos, tristes, capaces de perdonarlo todo, había sentido cómo le invadía una melancolía hermosa y traslúcida, cómo llegaba la serenidad! Era como si se hubiera disuelto en ellos, como si flotara en aquel océano de amor y compasión, para luego salir a la orilla renovado y lleno de fuerzas.
En muchas ocasiones le habían ofrecido comprarla, prometiendo cantidades fabulosas, pero siempre contestaba con un no rotundo. Pensaba que moriría antes que separarse de esta maravilla.
Hoy, finalmente, iba a vender su icono milagroso. Iba a venderlo para pagar un asesinato.
Después de dar un largo paseo por la Ciudad, Nastia estaba subiendo a su habitación cuando un chico alto, moreno, de cara agradable y sonrisa hechizadora le salió al paso.
—Buenos días, me llamo Pável. He visto que esta mañana no ha bajado a desayunar. ¿Se ha levantado tarde?
—No —le contestó Nastia calmosa.
Cuando no le apetecía, no había forma humana de sacarle conversación.
—¿Por qué entonces? ¿Está a régimen?
—No.
—¡No se me ocurre nada más! —Pável se llevó las manos a la cabeza con un gesto teatral—. Ah, ya lo tengo. No ha dormido en el balneario. ¿A que sí? Por favor, no me diga que es cierto, me partiría el corazón. Llevo todo el día intentando armarme de valor para acercarme a usted y hablarle, y cuando por fin me animo, ¡toma! Calle, calle, no quiero saber nada de admiradores más afortunados. La invito a comer en un restaurante. ¿Acepta?