Los cuatro grandes

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Authors: Agatha Christie

 

Hércules Poirot se enfrenta con unos criminales fuera de lo común. No son vulgares asesinos ni simples estafadores. Son líderes organizados a escala internacional, que mueven los hilos de cuanto sucede en el mundo. Se les conoce como "Los cuatro grandes" y el detective tendrá que descubrir su identidad antes de que sea demasiado tarde para la humanidad.

Agatha Christie

Los cuatro grandes

ePUB v1.0

Ormi
15.09.11

Título original:
The Big Four

Traducción: A. Soler Crespo

Agatha Christie, 1927

Edición 1994 - Editorial Molino - 191 páginas

ISBN: 8422645548

Capítulo I
-
Un huésped inesperado

Sé de personas a las que les gusta la travesía del Canal de la Mancha; hombres que se sientan plácidamente en sus sillas de cubierta y, a la llegada, esperan el amarre del barco; sin ponerse nerviosos, recogen luego sus pertenencias y desembarcan. Yo nunca he logrado comportarme así. Desde el momento en que subo a bordo tengo la sensación de que el tiempo es demasiado corto para hacer nada concreto. Traslado mis maletas de un sitio a otro, y si bajo al salón para tomar algo, me trago la comida con la molesta sensación de que el barco puede llegar a puerto inesperadamente mientras estoy abajo. Quizá todo esto sea una simple herencia de los cortos permisos que le daban a uno durante la guerra, cuando parecía muy importante conseguir un lugar cerca de la pasarela y hallarse entre los primeros en desembarcar para no desperdiciar unos cuantos y preciosos minutos del permiso de tres o cinco días.

Aquella mañana de julio a la que me estoy refiriendo, mientras permanecía de pie junto a la barandilla y observaba cómo se acercaban los blancos acantilados de Dover, sentí verdadera admiración por los pasajeros que eran capaces de estar sentados con calma en sus sillas y ni siquiera levantaban los ojos para echar un primer vistazo a su país natal. Es posible que su caso fuera distinto del mío. Probablemente muchos de ellos sólo habían cruzado el canal para pasar el fin de semana en París, mientras que yo había permanecido los últimos dieciocho meses de mi vida en un rancho en la Argentina. Las cosas se me habían dado bien y tanto mi esposa como yo habíamos disfrutado de la vida libre y fácil de Sudamérica. Sin embargo, se me hizo un nudo en la garganta al contemplar como nos íbamos aproximando cada vez más a aquella costa familiar.

Tras desembarcar en Francia dos días antes, había realizado unas gestiones indispensables en ese país. Y ahora me hallaba camino de Londres, donde me proponía pasar unos meses, el tiempo necesario para visitar a unos viejos amigos y sobre todo a uno en particular: un hombrecillo con cabeza en forma de huevo y ojos verdes. ¡Hércules Poirot!

Me proponía darle una sorpresa. En mi última carta desde la Argentina no había hecho mención alguna a mi deseado viaje: mi decisión había sido tomada precipitadamente como consecuencia de ciertas complicaciones comerciales. Y me había entretenido imaginándome su alegría y sorpresa al contemplarme.

Yo sabía que no era probable que se hallase lejos de su cuartel general. Ya había quedado atrás la época en que sus casos le llevaban de un extremo a otro de Inglaterra. Su fama se había extendido y en adelante no permitiría que un caso absorbiera todo su tiempo. A medida que pasaban los años, estaba cada vez más convencido de que lo suyo era ser considerado como un «detective asesor» tan especializado como pueda serlo un médico de Harley Street. Siempre se había burlado de la muy extendida idea del sabueso humano que se disfrazaba admirablemente para seguir la pista de los criminales y que se detiene ante cada huella para medirla.

—No, amigo Hastings —me decía—, eso se lo dejaremos a Giraud y a sus amigos. Hércules Poirot tiene métodos propios. Orden y método y «las celulitas grises». Sentados cómodamente en nuestros sillones vemos las cosas que otros pasan por alto y no sacamos conclusiones precipitadas, como el benemérito Japp.

Así pues, no era de temer que Hércules Poirot se hallara muy lejos. Al llegar a Londres, dejé mi equipaje en el hotel y me dirigí directamente a su antiguo domicilio. ¡Qué conmovedores recuerdos traía aquella casa a mi memoria! Apenas me detuve a saludar a mi antigua patrona; subí a toda prisa las escaleras de dos en dos y llamé a la puerta de Poirot.

—Pase —gritó desde dentro una voz familiar.

Entré y me encontré a Poirot frente a mí. En sus brazos sostenía una pequeña maleta que dejó caer con estrépito al verme.

—¡
Mon ami
, Hastings! —exclamó—. ¡
Mon ami
, Hastings!

Y lanzándose hacia adelante me dio un gran abrazo. Nuestra conversación, incoherente e inconsecuente, fue una mezcla confusa de exclamaciones, preguntas impacientes, respuestas incompletas, mensajes de mi esposa y explicaciones sobre el objeto de mi viaje.

—¿Supongo que habrá alguien en mis antiguas habitaciones? —pregunté por último, una vez nos hubimos sosegado un poco—. Me gustaría alojarme de nuevo aquí, junto a usted.

La expresión del rostro de Poirot cambió con una rapidez sorprendente.


Mon dieu
! ¡Pero qué
chance épouvantable
! Mire a su alrededor, amigo mío.

Por primera vez me di cuenta de lo que me rodeaba. Junto a la pared había un gran baúl de diseño prehistórico y no muy lejos estaba un conjunto de maletas ordenadas cuidadosamente por tamaños de mayor a menor. La deducción que cabía hacer era inequívoca.

—¿Se va usted?

—Sí.

—¿Adónde?

—A América del Sur.

—¿Cómo?

—Sí, es una gran casualidad, ¿verdad? Me dirijo a Río y todos los días me decía: no le diré nada en mis cartas. ¡Qué sorpresa se llevará el bueno de Hastings cuando me vea!

—¿Pero cuándo se va?

Poirot miró el reloj.

—Dentro de una hora.

—¿Pero no decía siempre que no habría nada que le indujera a hacer un largo viaje por mar?

Poirot cerró los ojos y se estremeció.

—No me hable de ello, amigo mío. Mi médico me asegura que nadie se muere por ello, y además es sólo por una vez. ¿Sabe? No volveré nunca... nunca.

Me acercó una silla.

—Siéntese, le explicaré lo que ha sucedido. ¿Sabe quién es el hombre más rico del mundo? ¿Más rico incluso que Rockefeller? Abe Ryland.

—¿Ese norteamericano rey del jabón?

—Exactamente. Uno de sus secretarios vino a verme. Hay un gran enredo en relación con una importante compañía de Río de Janeiro. Quería que investigase la cuestión sobre el terreno, pero me negué. Le dije que si me exponía los hechos le daría mi opinión como experto. Pero él no estaba facultado para hacerlo. Sólo se me facilitaría la información a mi llegada allí. Lo normal es que con esa contestación hubiese dado por terminado el asunto, pues dictar órdenes a Hércules Poirot es una auténtica impertinencia. Pero la cantidad que me ofrecía era tan increíble que por primera vez en mi vida me tentó el dinero. Lo suficiente como para vivir holgadamente el resto de mis días: ¡una verdadera fortuna! Y luego había un segundo atractivo: usted, amigo mío. Durante este último año y medio me he sentido un viejo solitario. Pensé para mí: ¿por qué no? Empiezo a sentirme hastiado de esta interminable resolución de problemas absurdos. He alcanzado fama suficiente. Voy a aceptar ese dinero y me voy a establecer en algún sitio cercano a las tierras de mi viejo amigo.

Aquella muestra de afecto por parte de Poirot me conmovió.

—Así es que acepté —continuó— y dentro de una hora debo salir para tomar el tren que me conducirá al barco. Una de las pequeñas ironías de la vida, ¿no es verdad? Pero he de admitir, Hastings, que de no haber sido tan grande la cifra de dinero que me han ofrecido quizá hubiera dudado, pues se da el caso de que últimamente he iniciado una pequeña investigación por mi cuenta. Dígame, ¿qué suele entenderse con la expresión «los Cuatro Grandes»?

—Supongo que esa expresión tuvo su origen en la Conferencia de Versalles; también están los famosos «Cuatro Grandes» del mundo del cine. Ese término se ha utilizado también para designar a personas de escasa importancia.

—Ya veo —dijo Poirot pensativamente—. He tropezado con la expresión en ciertas circunstancias en las que no es aplicable ninguna de esas explicaciones. Parece referirse a una banda de criminales internacionales o algo parecido. Sólo que...

—¿Qué? —le pregunté al ver que vacilaba.

—Que me imagino que se trata de algo en gran escala. No es más que una pequeña idea mía. ¡Ah! Pero he de terminar mi equipaje. Me queda muy poco tiempo.

—No se vaya —le dije—. Cancele su pasaje y salga en el mismo barco en que yo regreso.

Poirot se detuvo y me dirigió una mirada de reproche.

—¡Ah! Entonces no me ha entendido. He dado mi palabra, ¿comprende?, la palabra de Hércules Poirot. Ahora sólo una cuestión de vida o muerte podría detenerme.

—Y eso no es probable que suceda —murmuré con tristeza—. A menos que en el último instante se abra la puerta y entre un huésped inesperado.

De pronto nos llamó la atención un ruido procedente de la habitación interior.

—¿Qué es eso? —exclamé.


Ma foi
!—dijo Poirot—. Parece como si su «huésped inesperado» estuviera en mi dormitorio.

—Pero en su dormitorio no puede haber nadie: no hay más puerta que la que comunica con esta habitación.

—Su memoria es excelente, Hastings. Sólo cabe deducir que...

—¡La ventana! ¿Es un ladrón, entonces? Pero es muy difícil trepar hasta ahí, por no decir imposible.

Me levanté y me dirigí hacia la puerta, cuando me detuvo el ruido producido por alguien que trataba de abrirla desde el otro lado.

Se abrió la puerta lentamente y el umbral enmarcó la figura de un hombre cubierto de polvo y barro de pies a cabeza. Su cara era delgada y estaba demacrada. Nos miró durante un momento, luego se tambaleó y cayó al suelo. Poirot se precipitó hacia él y levantando la vista me dijo:

—Alcánceme el coñac, deprisa.

Eché enseguida un poco de coñac en un vaso y se lo llevé. Poirot se las arregló para hacerle beber y juntos lo levantamos y llevamos al sofá. Al cabo de unos minutos abrió los ojos y miró a su alrededor con el aspecto del que tiene la mente en blanco.

—¿Qué es lo que desea,
monsieur
? —inquirió Poirot.

El hombre abrió sus labios y habló mecánicamente con voz extraña.


Monsieur
Hércules Poirot, calle Farraway 14.

—Sí, sí. Soy yo.

El hombre no parecía entender y se limitó a repetir en el mismo tono:


Monsieur
Hércules Poirot, calle Farraway 14.

Poirot le hizo varias preguntas. Unas veces el hombre no contestaba; otras repetía la misma frase. Poirot me hizo señas para que telefonease.

—Llame al doctor Ridgeway.

Afortunadamente el médico estaba en casa, y como ésta se encontraba a la vuelta de la esquina, a los pocos minutos se presentó.

—¿Qué sucede?

Poirot le dio una breve explicación y el médico empezó a examinar a nuestro extraño visitante, el cual no parecía darse cuenta en absoluto de su presencia ni de la nuestra.

—¡Hum! —exclamó el doctor Ridgeway una vez que hubo terminado de examinar a aquel hombre—. Curioso caso.

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