Los cuatro grandes (4 page)

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Authors: Agatha Christie

Pasamos por la estrecha calle del pueblo y nos detuvimos para preguntar a un viejo aldeano sobre el camino que debíamos seguir.

—El Chalet de Granito —dijo el viejo reflexionando—, ¿quieren ir al Chalet de Granito? ¿eh?

Le aseguramos que eso era efectivamente lo que queríamos.

El viejo señaló un pequeño chalet gris situado al final de la calle.

—Allí está el chalet. ¿Quieren ver al inspector?

—¿Qué inspector? —preguntó Poirot bruscamente—; ¿qué quiere decir?

—Entonces, ¿todavía no se han enterado del crimen? Al parecer es un asunto muy grave. Hablan de charcos de sangre.


Mon dieu
! —murmuró Poirot—. Entonces tengo que ver enseguida a ese inspector.

Cinco minutos más tarde nos encerrábamos con el inspector Meadows. Éste adoptó al principio una actitud un tanto fría, pero ante el nombre mágico del inspector Japp de Scotland Yard sus modales se suavizaron.

—Sí, señor, fue asesinado esta mañana. Un asunto chocante. Telefonearon a Moreton y vine enseguida. A primera vista parecía un caso misterioso. El viejo, que tenía unos setenta años y por lo que he oído ora aficionado a empinar el codo, yacía en el suelo del cuarto de estar. Se le apreciaba una contusión en la cabeza y le habían cortado la garganta de oreja a oreja. Había sangre por todas partes, como puede usted comprender. La mujer que le guisaba, Betsy Andrews, nos dijo que su patrono tenía varias figuritas chinas de jade, que le dijo eran muy valiosas. Pues bien, las figuritas han desaparecido. Hasta ahí parecía tratarse de un caso de agresión y robo; pero esta solución ofrecía toda clase de dificultades. El viejo tenía dos personas en la casa. Una de ellas era la ya mencionada Betsy Andrews, una mujer de Hoppaton. Pero estaba también una especie de criado, Robert Grant. Grant había ido a la granja en busca de leche, como hace todos los días, y Betsy había salido a charlar con una vecina. Ella sólo estuvo fuera veinte minutos —aproximadamente entre las diez y las diez y media— y el crimen debe haberse cometido en ese lapso de tiempo. Grant fue el primero que volvió a la casa. Entró por la puerta trasera, que estaba abierta porque aquí nadie las cierra (al menos en pleno día); puso la leche en la despensa y se fue a su habitación a leer el periódico y fumar. No tenía ni la menor idea de que hubiese ocurrido algo inusitado. Por lo menos, eso es lo que dice. Luego llegó Betsy, entró en el cuarto de estar, vio lo que había sucedido y salió gritando como para despertar a los muertos. Y eso es todo lo que ha pasado, contado con absoluta escrupulosidad. Alguien entró mientras ellos dos estaban fuera, y mató al pobre viejo. Pero enseguida me llamó la atención el hecho de que el asesino debía ser un fulano con mucha sangre fría. Tuvo que llegar directamente por la calle del pueblo o saltar a través del patio trasero de alguna casa. Como puede ver, el Chalet de Granito está rodeado de casas por todas partes. ¿Cómo es posible que nadie lo viera?

El inspector hizo una pausa que subrayó con un ademán de triunfo.

—¡Ajá! Ya comprendo lo que quiere decir —dijo Poirot—. ¿Quiere continuar?

—Sí, señor. Aquí hay gato encerrado, me dije. Y empecé a mirar a mi alrededor. Esas figuritas de jade... un vulgar vagabundo, ¿iba a darse cuenta de que tenían valor? En cualquier caso, era una locura intentar una cosa así a plena luz del día. Suponga que el viejo hubiera gritado pidiendo ayuda —Supongo, inspector —dijo el señor Ingles—, que la contusión en la cabeza se la hicieron antes de matarlo.

—Exacto, señor. Primero el asesino lo golpeó para hacerle perder el sentido y luego le cortó la garganta. Eso es evidente. ¿Pero cómo demonios llegó o se fue? En un pueblecito como éste, los extraños llaman enseguida la atención. Examiné detenidamente los alrededores. Llovió la noche anterior y había huellas de pisadas bastante claras que iban y venían de la cocina. En el cuarto de estar sólo había dos grupos de huellas (las de Betsy Andrews terminaban en la puerta): las del señor Whalley, que llevaba zapatillas, y las de otro hombre, que había pisado las manchas de sangre. Seguí esas huellas ensangrentadas. Tenían su origen en la cocina, no más allá. Ése es el punto número uno. En el umbral de la puerta de Robert Grant había una mancha apenas perceptible, aunque sin duda se trataba de sangre. Ése es el punto número dos. El punto número tres es que cuando encontré las botas de Grant (él se las había quitado) vi que coincidían con las huellas. Esto zanjaba la cuestión: había sido un asunto interno. Así pues, detuve a Grant. ¿Y qué cree usted que encontré empaquetado en su baúl de viaje? Las figuritas de jade y un documento que demuestra que Robert Grant es en realidad Abraham Biggs y está en libertad provisional. Fue condenado hace cinco años por delito grave y allanamiento de morada.

El inspector hizo una pausa triunfal.

—¿Qué les parece, caballeros?

—Creo —dijo Poirot—, que el caso parece bastante claro... En realidad, de una claridad sorprendente. Este Biggs, o Grant, debe ser un hombre muy tonto y falto de instrucción, ¿verdad?

—En efecto, es un individuo inculto y vulgar. No tiene idea de lo que puede significar una huella.

—¡Es evidente que no lee novelas policíacas! Bien, inspector, le felicito. ¿Podemos echar una ojeada al lugar del crimen?

—Yo mismo les llevaré allí enseguida Me gustaría que viera usted las huellas de que le he hablado.

—A mí también me gustaría verlas. Sí, sí, será muy interesante.

Salimos inmediatamente. El señor Ingles y el inspector se adelantaron notablemente. Hice que Poirot se retrasara un poco para poder hablar con él de lo que nos había dicho el inspector.

—¿Qué piensa usted, Poirot? ¿Hay algo más de lo que se ve?

—Ésa es precisamente la cuestión,
mon ami
. Whalley explicaba con bastante claridad en su carta que los Cuatro Grandes andaban en su busca, y usted y yo sabemos que lo de los Cuatro Grandes no es un cuento de duendes para niños. Sin embargo, todo parece indicar que ese Grant fue quien cometió el crimen. ¿Por qué lo hizo? ¿A causa de las figuritas de jade? ¿O es un agente de los Cuatro Grandes? Confieso que esto último parece lo más probable. Por valioso que sea el jade, no es probable que un hombre como él se diera cuenta de ello... En cualquier caso, las figuritas no son lo suficientemente valiosas como para cometer un asesinato por ellas. (Eso,
par exemple
, debió ocurrírsele al inspector.) Podía haber robado el jade y haber huido a continuación en lugar de cometer un brutal asesinato. Sí, me temo que nuestro amigo de Devonshire no ha hecho uso de sus celulitas grises. Ha medido las huellas y se ha olvidado de reflexionar y estructurar sus ideas con el orden y el método necesarios.

Capítulo IV
-
La importancia de una pierna de cordero

El inspector sacó una llave de su bolsillo y abrió la puerta del Chalet de Granito. El día había sido bueno y seco, por lo que no era probable que nuestros pies dejasen huella alguna. No obstante, los limpiamos cuidadosamente antes de entrar.

De la oscuridad surgió una mujer que habló con el inspector; éste se hizo a un lado. A continuación nos dijo a nosotros:

—Eche usted un buen vistazo por ahí, señor Poirot, y vea todo lo que hay que ver. Volveré dentro de unos diez minutos. Por cierto, aquí está la bota de Grant. La he traído conmigo para que pueda comparar las huellas.

Entramos en el cuarto de estar; fuera, el ruido de los pasos del inspector dejó de oírse al poco. A Ingles le llamaron inmediatamente la atención unos objetos chinos que había en una mesa situada en un rincón y allí se dirigió para examinarlos. No pareció interesarse por la actividad de Poirot. Sin embargo, yo le observaba con profundo interés. El suelo estaba cubierto con linóleo de color verde oscuro que era el ideal para hacer ostensibles las huellas de pisadas. En el extremo más alejado, una puerta conducía a una pequeña cocina. Desde allí otra puerta daba acceso al fregadero (donde se hallaba situada la puerta trasera), y otra al dormitorio que había ocupado Robert Grant. Una vez explorado el terreno, Poirot comenzó sus observaciones con un monólogo en voz baja.

—Aquí es en donde yacía el cuerpo; esa gran mancha oscura y las salpicaduras que la rodean marcan el lugar. Se observan huellas de zapatillas y de botas del «número nueve», aunque en realidad apenas se distingan. Hay también dos grupos de huellas que van y vienen desde la cocina. Quienquiera que fuese el asesino, entró por aquí. ¿Tiene ahí la bota, Hastings? Démela.

La comparó cuidadosamente con las huellas.

—Sí, ambas las ha hecho el mismo hombre: Robert Grant. Llegó por aquí, mató al viejo y volvió a la cocina. Pisó la sangre. ¿Ve las huellas que dejó al salir? En la cocina no puede verse nada... Todo el pueblo ha pasado por aquí. Él entró en su habitación... no, primero volvió al lugar del crimen... ¿fue para llevarse las figuritas de jade? ¿o había olvidado algo que podría incriminarle?

—Quizá mató al viejo la segunda vez que entró —sugerí.


Mais non
, no se ha fijado bien. Sobre una de las huellas manchadas con sangre y producidas al salir hay otra producida al entrar. Me pregunto para qué volvió. ¿Para llevarse las figuritas de jade, en las que pensó después? Todo ello es ridículo... estúpido.

—El caso es que se ha delatado a sí mismo de un modo irremediable.


N'est-ce pas
? Le digo, Hastings, que esto va contra toda razón. Ofende a mis células grises. Entremos en su dormitorio... ¡Ah, sí! Aquí está el olor de sangre en el umbral y vestigios de huellas de pisadas manchadas de sangre. Las pisadas de Robert Grant, y solamente las suyas, cerca del cadáver. Y Robert Grant fue el único hombre que se acercó a la casa. Sí, debió ser así.

—¿Y qué me dice de la vieja? —aduje yo de pronto—. Ella estuvo sola en la casa, después de que Grant se fue por la leche. Podía haber cometido el asesinato y haberse marchado a continuación. Sus pies no tenían por qué dejar huellas si no había estado fuera.

—Muy bien, Hastings. Me estaba maravillando de que esa hipótesis no se le hubiera ocurrido a usted. Ya pensé en ella y la rechacé. Betsy Andrews es una mujer de este pueblo, muy conocida por aquí. No es posible que esté relacionada con los Cuatro Grandes; además, por lo que dicen todos, el viejo Whalley era un individuo robusto. Esto es obra de un hombre, no de una mujer.

—¿Y si los Cuatro Grandes tuvieran algún dispositivo diabólico oculto en el techo, algo que descendiera automáticamente y cortara la garganta del viejo y luego se retirara de nuevo?

—¿Cómo la escalera de Jacob? Ya sé, Hastings, que tiene una imaginación de lo más fértil; pero le ruego que la mantenga dentro de unos límites.

Me senté avergonzado. Poirot continuó yendo de un lado para otro, hurgando en las habitaciones y en los armarios con expresión de profunda insatisfacción en su rostro. De pronto profirió un aullido de emoción, que recordaba el de un perro de raza pomerana. Fui corriendo a reunirme con él. Estaba de pie en la despensa en una actitud espectacular. En su mano blandía una pierna de cordero.

—¡Mi querido Poirot! —exclamé—. ¿Qué le pasa? ¿Se ha vuelto loco de pronto?

—Mire, se lo ruego, esta pierna de cordero. ¡Pero mírela de cerca1

La miré lo más cerca que pude, pero no pude encontrar en ella nada fuera de lo común. Me pareció una pierna de cordero muy corriente y así se lo hice saber. Poirot me lanzó una mirada llena de desdén.

—Pero no ve esto... y esto... y esto...

Y mostró cada uno de los «estos» con un golpe en el inofensivo trozo de carne, desalojando de ese modo pequeños trozos de hielo.

Poirot me acababa de acusar de ser en exceso imaginativo, pero ahora era yo quien opinaba que él me superaba con mucho en imaginación. ¿Creía en serio que aquellos pedazos de hielo eran cristales de un veneno mortal? Ésa era la única interpretación que yo podía dar a su extraordinaria agitación.

—Es carne congelada —le expliqué suavemente—. Importada, ya sabe, de Nueva Zelanda.

Me miró durante unos momentos y mostró luego una extraña risa.

—¡Qué maravilloso es mi amigo Hastings! Lo sabe todo, ¡lo que se dice todo! Como se suele decir se facilitan toda clase de informaciones. Éste es mi amigo Hastings.

Arrojó la pierna de cordero sobre su plato y la dejó en la despensa. Luego miró por la ventana.

—Aquí viene nuestro amigo el inspector. Está bien. He visto todo lo que quería ver.

Tamborileó con aire distraído en la mesa como si estuviera absorto en complicados cálculos y preguntó de pronto:

—¿Qué día de la semana es hoy,
mon ami
?

—Lunes —dije bastante asombrado— ¿Qué...?

—¡Ah!, lunes, ¿no es eso?, un mal día de la semana. Es una equivocación cometer un asesinato en lunes.

Volvió al cuarto de estar, golpeó el barómetro que había en la pared y echó una mirada al termómetro.

—Tiempo estable y veintiún grados. Un día de verano inglés, como es debido.

Ingles todavía estaba examinando piezas de cerámica china.

—No parece tener mucho interés en esta investigación, ¿eh,
monsieur
? —dijo Poirot.

El buen hombre sonrió flemáticamente.

—No es mi oficio. Soy experto en algunas cosas, pero no en todo. Así es que permanezco al margen y procuro no estorbar. En Oriente aprendí a ser paciente.

El inspector llegó con prisa, excusándose por haber estado fuera tanto tiempo. Aunque insistió en que recorriéramos de nuevo la mayor parte del terreno, pronto nos marchamos.

—He de agradecerle sus muchas atenciones, inspector —dijo Poirot, cuando regresábamos por la calle del pueblo—. Sólo hay una cosa más que me gustaría pedirle.

—¿Quiere ver el cadáver quizá, señor?

—¡Oh, no! ¡Válgame Dios! No tengo el menor interés. A quien quiero ver es a Robert Grant.

—Tendrá que volver conmigo a Moreton para verle, señor.

—Muy bien, así lo haré. Pero me gustaría hablar con él a solas.

El inspector se acarició el labio superior.

—Bueno, en cuanto a eso no sé si será posible, señor.

—Le aseguro que si puede usted ponerse en comunicación con Scotland Yard recibirá plena autorización.

—He oído hablar de usted, por supuesto, señor, y sé que nos ha hecho favores de vez en cuando. Pero va contra las normas.

—No obstante, es necesario —dijo Poirot con calma—. Y lo es por una razón: Grant no es el asesino.

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