Los cuatro grandes (10 page)

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Authors: Agatha Christie

«Esencial vea usted cantera diecisiete once cuatro».

Tampoco era difícil adivinar lo que significaban las tres cifras consecutivas. Diecisiete correspondía al diecisiete de octubre, que era el día siguiente; once era la hora, y cuatro la firma, que podía referirse al propio Número Cuatro o bien a la «marca», por decirlo de algún modo, de los Cuatro Grandes. También lo de la cantera era inteligible. En la finca había una gran cantera abandonada a cosa de media milla de la casa. Era un lugar solitario, ideal para una reunión secreta.

Durante unos momentos estuve tentado de llevar el asunto yo solo. Sería una gran satisfacción apuntarme un tanto, siquiera fuera por una sola vez, para poder jactarme ante Poirot.

Pero al final dominé la tentación. Éste era un gran asunto y yo no tenía derecho a actuar por mi cuenta poniendo quizá en peligro nuestras posibilidades de éxito. Por primera vez nos habíamos adelantado a nuestros enemigos. Ahora se trataba de llevar el asunto a feliz término y, aunque me costara reconocerlo, Poirot era de los dos el más inteligente.

Le escribí inmediatamente exponiéndole los hechos y explicándole lo urgente que era que escucháramos lo que se dijera en la entrevista. Si quería dejármelo a mí, santo y bueno. Pero le daba instrucciones detalladas de cómo llegar hasta la cantera desde la estación para el caso de que juzgase más prudente hallarse presente.

Llevé mi carta al pueblo y la eché al correo personalmente. Durante mi estancia me había podido comunicar con Poirot mediante el simple recurso de echar personalmente mis cartas al correo; pero acordamos que él no debía intentar comunicarse conmigo por si alguien interceptaba mi correspondencia.

Al atardecer del día siguiente yo ardía de impaciencia. No había invitados en la casa y estuve ocupado con el señor Ryland en su estudio durante todas las horas que precedieron a la noche. Había previsto que esto sería lo que ocurriría, por lo que no tenía esperanzas de poder recibir a Poirot en la estación. Sin embargo, confiaba en que podría terminar el trabajo antes de las once de la noche.

Poco antes de las diez y media, el señor Ryland miró el reloj y dijo que ya no podía más. No hice oídos sordos a su insinuación y me retiré discretamente. Me dirigí al piso superior como si fuera a acostarme, pero me deslicé silenciosamente por una escalera lateral y salí al jardín. Había tomado la precaución de ponerme un abrigo oscuro para ocultar la blancura de mi pechera blanca.

Cuando llevaba recorrido un buen trecho miré por casualidad encima de mi hombro y vi que el señor Ryland acababa de salir de su estudio por la ventana francesa que daba al jardín. Se disponía a acudir a la cita. Avivé el paso para poder tomarle una clara delantera y llegué a la cantera casi sin aliento. No parecía haber nadie por allí y serpenteando me metí en una espesa maraña de matorrales, dispuesto a esperar acontecimientos.

Diez minutos después, exactamente a las once, llegó Ryland con el sombrero inclinado sobre los ojos y el inevitable puro en la boca. Echó una rápida ojeada alrededor y a continuación se internó en las oquedades de la cantera que había más abajo. Al momento oí un bajo murmullo de voces. Evidentemente el hombre, u hombres, quienesquiera que fueran, habían llegado antes a la cita. Con precaución salí serpenteando de entre los arbustos, centímetro a centímetro, tomando las máximas precauciones para no hacer ruido y casi arrastrándome avancé por un sendero de fuerte pendiente. Tanto me acerqué que solamente una roca me separaba de los hombres que hablaban. Amparado por la oscuridad rodeé la roca y me encontré frente a la boca de una negra pistola automática dé aspecto siniestro!

—¡Manos arriba! —dijo el señor Ryland concisamente—. Le esperaba Estaba sentado a la sombra de la roca, por lo que no podía verle la cara; pero el tono amenazador de su voz era desagradable. Luego sentí un aro de frío acero en mi nuca y Ryland bajó su pistola.

—Está bien, George —dijo arrastrando las sílabas—. Tráelo aquí.

Lleno de rabia para mis adentros, fui conducido a un lugar entre las sombras en el que el invisible George (que supuse sería el impecable Deaves) me amordazó y ató hasta inmovilizarme.

Ryland habló de nuevo en un tono que me resultaba difícil reconocer de tan frío y amenazador que era.

—Éste va a ser el fin de ustedes dos. Se han interpuesto en el camino de los Cuatro Grandes más allá de lo conveniente. ¿Ha oído hablar alguna vez de los corrimientos de tierras? Aquí se produjo uno de ellos hará un par de años. Esta noche se va a producir otro. Lo he preparado todo perfectamente. Ese amigo suyo no parece llegar a las citas con mucha puntualidad.

Me estremecí horrorizado. ¡Poirot! Dentro de unos momentos entraría directamente y por su propio pie en la trampa. A mí me era imposible advertirle. Mi única esperanza residía en que hubiera preferido dejar el asunto en mis manos y se hubiera quedado en Londres. De haber venido, tendría que haber llegado ya.

Con cada minutó que transcurría, mis esperanzas aumentaban. De pronto, esas esperanzas quedaron reducidas a la nada Oí ruido de pasos, de pasos cautelosos, pero pasos al fin y al cabo. Me retorcí angustiado por mi impotencia. Procedían del sendero. Al poco Poirot en persona apareció, con la cabeza un poco ladeada y escudriñando las sombras.

Oí el gruñido de satisfacción que emitió Ryland al levantar la automática y gritar «Manos arriba». Deaves se lanzó hacia adelante de un salto y quedó a la espalda de Poirot. Se había completado la emboscada.

—Es un placer conocerle,
monsieur
Hércules Poirot —dijo cruelmente el norteamericano.

El dominio de sí mismo del que hacía gala Poirot era maravilloso. No se inmutó lo más mínimo. Pero vi que sus ojos escudriñaban la oscuridad.

—¿Y mi amigo? ¿Está aquí?

—Sí, han caído ustedes dos en la trampa: la trampa de los Cuatro Grandes —y se echó a reír.

—¿Una trampa? —inquirió Poirot.

El norteamericano no quiso perder la oportunidad de hacer un juego de palabras:

—¿Todavía no ha «caído» usted?

—Sí, he entendido que aquí hay una trampa —dijo Poirot suavemente—. Pero está usted equivocado,
monsieur
. Es usted quien ha caído en ella, no mi amigo y yo.

—¿Qué?

Aunque Ryland levantó la automática, por la expresión de su mirada comprendí que titubeaba.

—Si dispara, cometerá un asesinato presenciado por diez pares de ojos y será ahorcado por ello. Este lugar está rodeado desde hace una hora por hombres de Scotland Yard. Es un jaque mate, señor Abe Ryland.

Lanzó un curioso silbido y, como por arte de magia, aquel lugar se pobló de policías, que apresaron a Ryland y a su ayuda de cámara y los desarmaron. Tras decir unas cuantas palabras al oficial encargado de la operación, Poirot me asió por el brazo y me alejó de allí.

Una vez fuera de la cantera me estrechó entre sus brazos calurosamente.

—Está usted vivo e ileso. Es estupendo. No sabe cuántas veces me he reprochado el haberle dejado venir.

—Estoy perfectamente bien —dije zafándome de su abrazo—. Pero estoy un poco a oscuras. ¿Cayó en la cuenta de su estratagema, no es así? —¡Lo esperaba! ¿Por qué otro motivo cree que permití que viniera? Su nombre falso, su disfraz, ¡ni por un momento estaban destinados a engañar a nadie!

—¿Cómo? —exclamé—. Usted no me dijo nada.

—Como ya le he dicho muchas veces, Hastings, tiene usted un carácter tan transparente y honrado que a menos que usted mismo esté engañado, es imposible que engañe a otros. A usted le descubrieron desde el primer momento e hicieron lo que yo esperaba que harían en cuanto pusieran en funcionamiento las células grises: utilizarle como cebo. Le echaron la chica... Por cierto,
mon ami
, como dato interesante desde el punto de vista psicológico, ¿tiene el pelo rojo?

—¿Se refiere a la señorita Martin? —pregunté fríamente—. Su cabello tiene una delicada tonalidad rojiza, pero...

—¡Estos individuos son
épatants
! Hasta han estudiado la psicología de usted. ¡Oh!, sí, amigo mío, la señorita Martin estaba metida en el asunto. Ella le repite la carta junto con el cuento del ataque de ira del señor Ryland. Usted toma nota de ella, se estruja los sesos. La clave está bien preparada: es difícil pero no demasiado. Usted la descubre y me avisa para que venga.

»Pero lo que ellos no saben es que yo estoy esperando precisamente que todo esto suceda Inmediatamente voy a ver a Japp, dispongo las cosas y, como ha podido observar, ¡hemos triunfado!

Yo no me sentía especialmente complacido con Poirot y así se lo dije. A primeras horas de la madrugada regresamos a Londres en un tren que transportaba leche; como puede suponerse, el viaje no resultó especialmente agradable.

Acababa de bañarme y estaba entregado a agradables pensamientos relacionados con el desayuno cuando oí la voz de Japp en el cuarto de estar. Me puse una bata y salí corriendo.

—Bonito descubrimiento el que nos ha hecho usted esta vez —decía Japp—. Ha quedado muy mal, Poirot. Es la primera vez que le veo dar un tropezón.

La cara de mi amigo reflejaba su perplejidad. Japp prosiguió:

—Así es que nosotros tomándonos en serio todo eso de la Mano Negra y resulta que desde principio a fin fue cosa del lacayo.

—¿Del lacayo? —dije con voz entrecortada.

—Sí, James o como quiera que se llame. Parece ser que apostó en el comedor de los criados a que «su señoría», eso va por usted, señor Hastings, le tomaría por el viejo y que le haría creer un montón de majaderías sobre una banda denominada los Cuatro Grandes.

—¡Imposible! —exclamé.

—Aunque usted no se lo crea. Llevé a nuestro caballero directamente a Hatton Chase y allí resultó que el verdadero Ryland estaba acostado y dormido; el mayordomo, la cocinera y sabe Dios cuántos más, no dejaban de repetir lo de la apuesta. No fue más que una broma estúpida, eso es lo que fue. El propio ayuda de cámara se prestó a tomar parte en la burla.

—De modo que ése es el motivo de que se mantuviera en la sombra —murmuró Poirot.

Una vez que se hubo marchado Japp, nos miramos mutuamente.

—Hastings, ahora sabemos con seguridad —dijo Poirot por último— que Abe Ryland es el Número Dos de los Cuatro Grandes. La mascarada por parte del lacayo tuvo por objeto asegurar una salida en caso de apuro. Y el lacayo...

—Sí —dije en voz baja.

—Es el
Número Cuatro
—dijo Poirot muy serio.

Capítulo IX
-
El misterio del jazmín amarillo

Para Poirot era perfectamente cierta la afirmación de que estábamos adquiriendo constantemente información e hilábamos cada vez más fino en nuestros juicios sobre la forma de actuar de nuestros adversarios; pero yo opinaba que era necesario obtener algún éxito más tangible que éste.

Desde que habíamos entrado en contacto con los Cuatro Grandes, éstos habían cometido dos asesinatos, aparte de secuestrar a Halliday; por lo demás, había faltado muy poco para que mataran al propio Poirot Nosotros, en cambio, apenas si nos habíamos apuntado un tanto en este juego.

Poirot consideró con ligereza mis quejas.

—Hasta ahora, Hastings —dijo—, son ellos los que se ríen. Es la verdad, pero hay un proverbio que dice «ríe mejor el que ríe el último». ¿No es así? Y al final,
mon ami
, ya lo verá usted...

—Debe recordar, también —añadió—, que no nos enfrentamos con un criminal corriente sino con el segundo cerebro del mundo.

Me abstuve de complacer su engreimiento con la formulación de la pregunta obvia. Conocía la respuesta, o por lo menos sabía cuál iba a ser la respuesta de Poirot, y en lugar de ello traté sin éxito de obtener alguna información en relación con los pasos que estaba dando para seguir la pista del enemigo. Como de costumbre, me había tenido completamente a oscuras en lo que se refería a sus movimientos, pero deduje que estaba en contacto con agentes secretos que operaban en la India, China y Rusia; además sus ocasionales estallidos de vanagloria me hicieron pensar que por lo menos progresaba en su juego favorito de calibrar la mente de su adversario.

Había abandonado casi del todo el ejercicio de su profesión y sé que por aquel tiempo había tenido ocasión de rechazar algunos honorarios particularmente atrayentes. Aunque es verdad que investigó algunos casos que le intrigaron, los abandonaba en el momento en que se convencía de que no guardaban relación alguna con las actividades de los Cuatro Grandes.

Esta actitud suya era notablemente provechosa para nuestro amigo el inspector Japp, que ganó mucha fama resolviendo algunos casos en los que su éxito se debió en realidad a sugerencias hechas de manera casi despectiva por Poirot.

A cambio de tales servicios, Japp se comprometió a proporcionar detalles completos de cualquier caso que él considerara pudiera ser de interés para Poirot; así, cuando se le encargó el asunto que los periódicos denominaron «Misterio del
Jazmín Amarillo
», telegrafió a Poirot, preguntándole si no le importaría acercarse y echar una ojeada

Había transcurrido ya cerca de un mes desde mi aventura en la casa de Abe Ryland, cuando en respuesta a este telegrama nos encontramos solos en un compartimiento de ferrocarril, huyendo del humo y del polvo de Londres y con destino a la pequeña población de Market Handford, en el Worcestershire. Poirot estaba reclinado en su rincón.

—¿Cuál es exactamente su opinión sobre el asunto, Hastings? No respondí inmediatamente a ésta pregunta Sentí la necesidad de proceder con cautela.

—Parece todo tan complicado —dije prudentemente. —¿Verdad? —agregó Poirot, encantado.

—Supongo que el haber salido de esta forma tan precipitada es una clara indicación de que considera que la muerte del señor Paynter es un asesinato y no un suicidio ni el resultado de un accidente.

—No, no. Me interpreta mal, Hastings. Aun concediendo que el señor Paynter murió como consecuencia de un accidente particularmente terrible, quedan todavía por aclarar muchas circunstancias misteriosas.

—Eso es lo que yo quería decir cuando señalé que era tan complicado.

—Repasemos con calma y método los datos principales. Detállemelos, Hastings, de un modo ordenado y claro.

Empecé inmediatamente, esforzándome en ser todo lo ordenado y claro que me era posible.

—Hablemos en primer lugar —dije— del señor Paynter. Es un hombre de cincuenta y cinco años, rico, culto y un poco trotamundos. Durante los últimos doce años ha vivido poco tiempo en Inglaterra; sin embargo, y de una manera repentina, cansado quizá de sus incesantes desplazamientos, se compró una pequeña finca en el Worcestershire, cerca de Market Handford, y se dispuso a hechar raíces allí. Lo primero que hizo fue escribir a su único pariente, un sobrino, Gerald Paynter, hijo de su hermano menor, y sugerirle que se fuera a vivir con él e hiciera de Croftlands su propia casa (Croftlands es el nombre de la finca). Gerald Paynter, que es un joven artista sin dinero, accedió con gusto a la proposición y llevaba ya viviendo con su tío unos siete meses cuando ocurrió la tragedia.

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