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Authors: Agatha Christie

Los cuatro grandes (21 page)

Pero su comportamiento era en aquellos momentos decididamente peculiar, por decirlo del modo más suave. Inclinándose hacia adelante, me ofreció deliberadamente la sal y dejó cuatro montoncitos alrededor del borde de mi plato.

—Usted me perdonará —dijo con voz melancólica—. Dicen que servir a un extraño la sal es como ayudarle a sufrir.

Luego, rodeando su comportamiento de cierta trascendencia, repitió sus operaciones con la sal en el propio plato. El símbolo cuatro era demasiado manifiesto para que resultara inadvertido. Le miré inquisitivamente. No podía decirse que se pareciera de ningún modo al joven Templeton ni a James el criado ni a ninguna otra de las varias personalidades con que nos habíamos tropezado. No obstante, yo estaba convencido de que me hallaba ante el temible Número Cuatro en persona. En su voz pude observar un cierto parecido con la del extraño del abrigo abrochado hasta arriba que nos había visitado en París.

Miré a mi alrededor, indeciso en cuanto a lo que debería hacer. Leyendo mis pensamientos, él se sonrió y movió negativa y suavemente la cabeza.

—No se lo aconsejaría —observó—. Recuerde las consecuencias de su precipitada acción en París. Permítame asegurarle que mí retirada está bien garantizada. Si me permite expresarme así, sus ideas tienden a ser un poco toscas, señor Hastings.

—¡Es usted un canalla! —dije conteniendo mi rabia—, ¡el demonio personificado!

—Está acalorado... simplemente un poco acalorado. Su difunto y llorado amigo le habría dicho que un hombre que mantiene la calma tiene siempre una gran ventaja.

—¡Y se atreve a hablar de él! —exclamé—. El hombre a quien usted asesinó tan vilmente. Y viene aquí a...

Me interrumpió.

—He venido aquí con los mejores propósitos. Para aconsejarle que vuelva enseguida a América del Sur. Si lo hace así, habrá terminado esta cuestión en lo que a los Cuatro Grandes se refiere. Ni usted ni los suyos serán molestados en forma alguna. Le doy mi palabra.

Me reí despectivamente.

—¿Y si me niego a obedecer sus órdenes?

—No se trata de una orden. Digamos que es un aviso.

En su tono se adivinaba una fría amenaza.

—El primer aviso —dijo lentamente—. Demostrará poseer una gran prudencia si no lo desatiende.

Luego, y antes de que pudiera darme cuenta de cuál era su intención, se levantó y se alejó rápidamente hacia la puerta. Me puse en pie de un salto y cuando me disponía a perseguirle tuve la mala suerte de tropezar directamente con un hombre enormemente gordo que me cerró el paso. Cuando pude librarme del estorbo mi presa acababa de cruzar la puerta; la siguiente demora me la produjo un camarero que llevaba una enorme pila de platos y que se precipitó hacia mí sin el menor aviso. Cuando quise llegar a la puerta no había rastro del hombre delgado y de barba oscura.

Por lo visto nada había pasado, el camarero me ofreció mil disculpas y el hombre gordo estaba sentado plácidamente en una mesa ordenando su almuerzo. Nada parecía indicar que ambos sucesos fueran algo más que un simple accidente. No obstante, a mí no me pareció que aquello fuera casual. Sabía muy bien que había agentes de los Cuatro Grandes en todas partes.

No será necesario decir que no hice caso del aviso que recibí. Triunfaría o moriría por la buena causa. Entre tanto, sólo habían llegado hasta mí dos respuestas a los anuncios. Ninguna de ellas me proporcionó ninguna información valiosa. Procedían de actores que habían trabajado con Claud Darrell en una época u otra. Ninguno de ellos le conocía íntimamente, y nada nuevo pude averiguar en relación con el problema de su identidad y de su paradero actual.

Transcurrieron diez días hasta que recibí una nueva señal de los Cuatro Grandes. Estaba cruzando Hyde Park, absorto en mis pensamientos, cuando una voz, rica en persuasivas inflexiones extranjeras, me saludó.

—¿Es usted el señor Hastings, verdad?

Junto a la acera acababa de detenerse un automóvil de gran tamaño del que se asomaba una mujer. Exquisitamente vestida de negro, con unas perlas maravillosas, reconocí a la dama a quien primeramente identificamos con el nombre de condesa Vera Rossakoff. Por una razón u otra, Poirot siempre sintió una misteriosa inclinación por la condesa. Algo en su flamante extravagancia había atraído a Poirot. En los momentos de entusiasmo él acostumbraba decir que ella era una mujer como pocas. Nunca pareció influir en su opinión el hecho de que estuviera alineada contra nosotros y del lado de nuestros peores enemigos.

—¡No siga adelante! —dijo la condesa—. Tengo algo muy importante que decirle. Y no intente detenerme tampoco, pues seria inútil. Usted siempre fue un poco estúpido... sí, sí, así es. Demuestra su estupidez una vez más al empeñarse en despreciar el aviso que le enviamos. El que le traigo es el segundo aviso. Abandone Inglaterra inmediatamente. No le servirá de nada quedarse aquí. Se lo digo francamente. Nunca logrará nada.

—En ese caso —dije fríamente—, parece raro que todos ustedes tengan tanto interés en verme fuera del país.

La condesa se limitó a encogerse de hombros.

—Por mi parte, creo que lo que acaba de decir es también estúpido. Yo le dejaría aquí para que jugara un poco y se divirtiera; pero los jefes, como comprenderá, temen que una información suya pueda ser de gran ayuda a personas más inteligentes que usted. De ahí que deba ser exterminado.

La condesa no parecía valorar en exceso sus capacidades. Le oculté mi enfado. Sin duda esta actitud suya la adoptaba expresamente para irritarme y transmitirme la idea de que yo era poco importante.

—Naturalmente sería muy fácil eliminarle —continuó—; pero a veces soy muy sentimental. He intercedido por usted. Tiene una bella esposa en algún lejano lugar, ¿no es así?, y al hombrecillo muerto le hubiera gustado saber que a usted no le iban a matar. Siempre me gustó Poirot, ya lo sabe. Era inteligente... ¡verdaderamente inteligente! Si no hubiera sido un caso de cuatro contra uno, creo que habría podido con nosotros. Se lo confieso francamente... ¡él fue mi maestro! Envié una corona al entierro como símbolo de mi admiración... una enorme corona de rosas de color carmesí. Las rosas de ese color reflejan mi temperamento.

La escuchaba en silencio y con creciente disgusto.

—Tiene el aspecto de una mula cuando baja las orejas y cocea. Bien, ya le he dado el aviso. Recuerde, el tercer aviso llegará de mano del Destructor...

Hizo un gesto y el coche se alejó con gran rapidez. Anoté mecánicamente la matrícula, pero sin la esperanza de que sirviera para algo. Los Cuatro Grandes no solían descuidar los detalles. Volví a casa un poco más sereno. Sólo un hecho estaba claro entre todas las palabras de la condesa: mi vida se hallaba verdaderamente en peligro. Aunque no tenía intención de abandonar la lucha, comprendí que debía andarme con cuidado y adoptar las máximas precauciones.

Mientras repasaba todos estos hechos y trataba de encontrar la mejor línea de acción, sonó el teléfono. Crucé la habitación y descolgué el auricular.

—Dígame. ¿Quién habla?

Me respondió una voz vigorosa

—Le hablan del hospital de St. Giles. Han ingresado a un chino apuñalado en la calle. No puede vivir mucho tiempo. Le llamamos porque hemos encontrado en su bolsillo un trozo de papel con su nombre y dirección.

Aunque la llamada me sorprendió mucho, tras un momento de reflexión dije que acudiría enseguida. Sabía que el hospital de St. Giles estaba junto a los muelles y pensé que el chino podía proceder de algún barco.

Durante el camino sospeché que pudiera tratarse de una trampa. Dondequiera que estuviese el chino, podría hallarse la mano de Li Chang Yen. Recordé la aventura de la Trampa del Cebo. ¿Se trataría de un ardid por parte de mis enemigos?

Una pequeña reflexión me convenció de que en cualquier caso una visita al hospital no podría perjudicarme. Lo probable era que más que un ardid, se tratara de una «pista falsa». El chino moribundo me haría alguna revelación que me obligaría a actuar y que daría por resultado el ponerme en manos de los Cuatro Grandes. Lo que debía hacer era mantener la mente despierta y al tiempo que fingía credulidad ponerme secretamente en guardia.

Al llegar al hospital de St. Giles y dar a conocer el asunto que me traía hasta el lugar, me condujeron enseguida al pabellón de accidentados, a la cama del hombre en cuestión. El chino yacía absolutamente inmóvil, con los ojos cerrados, y sólo un débil movimiento del pecho testimoniaba que todavía vivía. Un médico se hallaba junto a la cama tomándole el pulso.

—Está casi muerto —me susurró—. Usted por lo visto le conocía, ¿verdad?

Negué con la cabeza.

—Nunca le había visto antes.

—Entonces, ¿por qué llevaba su nombre y dirección en el bolsillo? ¿No es usted el señor Hastings?

—Sí, pero no entiendo muy bien esto.

—Es curioso. De su documentación se deduce que ha trabajado en casa de un hombre llamada Ingles, un funcionario público retirado. Ah, ¿le conocía? —añadió rápidamente el ver mi gesto de sorpresa.

¡El criado de Ingles! Luego yo le había visto antes. A decir verdad, nunca me había caracterizado por mi habilidad para distinguir un chino de otro. Debió acompañar a Ingles camino de China, regresando a Inglaterra con un mensaje después de la catástrofe. Era esencial que pudiera escuchar lo que me tenía que decir.

—¿Se halla consciente? —pregunté—. ¿Puede hablar? El señor Ingles era un buen amigo mío, y es posible que este pobre individuo sea portador de un mensaje para mí. Según parece, el señor Ingles cayó por la borda de un barco hace unos diez días.

—Se halla consciente, pero dudo que tenga fuerzas para hablar. Ha perdido mucha sangre. Puede administrarle un estimulante, por supuesto; pero ya hemos hecho todo lo que estaba en nuestra mano en ese sentido.

No obstante, le administró una inyección, y yo permanecí junto a la cama esperando una palabra, o una señal, que podría ser muy valiosa. Pero pasaron los minutos y no dio señales de vida.

De pronto tuve un presentimiento siniestro. ¿No habría caído ya en la trampa? ¿Y si este chino estuviera fingiendo el papel del criado de Ingles y fuera en realidad un agente de los Cuatro Grandes? ¿No sabía que ciertos sacerdotes chinos eran capaces de simular la muerte? Yendo aún más allá, Li Chang Yen podría mandar una pequeña banda de fanáticos que fueran capaces de sacrificar sus vidas a las órdenes de su jefe. Debía estar en guardia.

Mientras cruzaban mi mente estos pensamientos, el hombre que se hallaba en la cama se agitó, abrió los ojos y murmuró algo incoherente. Luego fijó su mirada en mí. No dio muestras de conocerme, pero enseguida me di cuenta de que trataba de hablarme. Fuera amigo o enemigo, debía escuchar lo que tuviera que decirme.

Aunque me incliné sobre la cama, los sonidos entrecortados carecían de significado para mí. Creí captar la palabra inglesa «hand» (mano), pero no era dado distinguir en qué contexto la utilizaba. Volvió a pronunciarla de nuevo y esta vez pude escuchar otra palabra, la palabra «largo». Cuando comprendí la significación de la posible yuxtaposición de las dos me quedé asombrado.

—¿El Largo de Handel? —pregunté.

El chino pestañeó rápidamente en señal de asentimiento y añadió otra palabra italiana: «carrozza». Otras dos o tres palabras más murmuradas en italiano llegaron a mis oídos. A continuación el hombre cayó hacia atrás bruscamente.

El médico me apartó. Todo había terminado. El chino había muerto.

Salí del hospital completamente desconcertado.

«El Largo de Handel» y una «carrozza». Si no recordaba mal, la palabra italiana «carrozza» significaba «carruaje». ¿Qué querrían decir aquellas sencillas palabras? El hombre era chino, no italiano, ¿por qué había hablado en italiano? Si era un criado de Ingles, tenía que conocer el inglés. Todo el asunto resultaba profundamente misterioso. Durante el trayecto de regreso a casa traté de descifrar el enigma. ¡Ah, si Poirot hubiera estado allí para resolver el problema con su ingenio relampagueante!

Abrí la puerta de la calle con mis llaves y subí lentamente hasta mi habitación. Sobre la mesa había una carta que abrí con bastante indiferencia. Sin embargo, al cabo de un momento quedé clavado en el suelo.

Se trataba de una comunicación de una firma de abogados.

Distinguido señor. Siguiendo instrucciones de nuestro fallecido cliente
monsieur
Hércules Poirot, le enviamos la carta adjunta. Dicha carta nos la confió una semana antes de su muerte con instrucciones de que, caso de que él falleciera, se la entregáramos a usted en determinada fecha.

Le saludan atentamente, etc.

Examiné cuidadosamente la carta que se acompañaba. Era indudablemente de Poirot. Conocía perfectamente sus rasgos caligráficos. Con el corazón angustiado pero al mismo tiempo con gran interés, la abrí.

Mon Cher Ami Cuando reciba la presente yo habré dejado de existir. En lugar de derramar lágrimas por mí, siga mis instrucciones. Inmediatamente después de recibir esta carta, regrese a América del Sur. No sea terco y haga lo que le digo. No le pido que emprenda este viaje por razones sentimentales sino porque es necesario. ¡Forma parte del plan de Hércules Poirot! A una persona con una inteligencia como la de mi amigo Hastings, no es necesario añadirle nada más.

¡Abajo los Cuatro Grandes! Le saludo, amigo mío, desde más allá de la tumba.

Siempre suyo

Hércules Poirot

Leí una y otra vez aquella asombrosa carta. Una cosa era evidente: aquel hombre extraordinario había previsto de tal modo todas las eventualidades, que ni siquiera su propia muerte alteraba la secuencia de su plan. Yo habría de desarrollar la parte activa... La suya era la del genio director. Al otro lado del mar sin duda encontraría instrucciones completas. Mientras tanto, mis enemigos, convencidos de que mi marcha se debía a su aviso, dejarían de ocuparse de mí. Yo podría volver sin que lo sospecharan y provocar estragos entre ellos.

Ahora ya no había nada que obstaculizara mi salida inmediata.

Envié cablegramas, reservé mi pasaje y una semana después me embarqué en el
Ansonia
, con rumbo a Buenos Aires.

Cuando el barco acababa de zarpar, un camarero me trajo una nota. Me explicó que se la había entregado un caballero corpulento vestido con un abrigo de pieles que había sido el último en abandonar el barco antes de que levantaran las pasarelas.

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