Los cuclillos de Midwich (11 page)

Read Los cuclillos de Midwich Online

Authors: John Wyndham

Tags: #Ciencia Ficción

—Realmente, es una pena —dijo Janet—. ¡Nosotros que esperábamos precisamente, al saber que iba a verle, que sería usted quien podría proporcionarnos un poco de luz para ver más claro!

En aquel tiempo, la vida parecía deslizarse muy tranquilamente en Midwich, y no fue hasta un poco más tarde que una corriente hasta entonces subterránea hizo su aparición y nos precipitó en una crisis de angustia.

Tras la reunión del comité que interrumpiera tan prematuramente, la señora Leebody cesó, sin que ello nos sorprendiera demasiado, de tomar la menor parte activa en nuestro empeño de apaciguar los ánimos. Cuando, tras algunos días de descanso, reapareció, parecía haber encontrado de nuevo su equilibrio y decidió considerar todo el asunto como un tema de mal gusto.

Sin embargo, a principios de marzo, el reverendo de Santa María, en Trayne, acompañado de su mujer, la trajo a casa en coohe. La habían encontrado, informó con embarazo al señor Leebody, predicando en el mercado de Trayne, de pie sobre una caja de madera.

—¿Ha dicho usted predicando? —dijo el señor Leebody, viendo aparecer una nueva preocupación—. ¿Puede decirme usted:.. esto... sobre qué tema?

—Oh, bueno, algo más bien extraordinario, creo yo —respondió evasivamente el reverendo de Santa María.

—Pero creo que tengo derecho a saberlo. Seguramente el doctor me lo preguntará cuando llegue.

—Bien... esto... era una especie de llamada al arrepentimiento, relativo a una... esto... una cercana maldición. Las gentes de TrayIle deben arrepentirse y rezar para que sean perdonadas a fin de evitar la cólera, la venganza y el fuego del infierno. Divagaciones, ¿entiende? Algo acerca de que deben evitar tener contacto con las gentes de Midwich, que han incurrido ya en la desaprobación divina. Si las gentes de Trayne no hacen caso y no rectifican sus vidas, el castigo caerá inevitablemente también sobre ellos.

—Ah, sí —dijo el señor Leebody, cuidando de no dejar traslucir la emoción a través de su voz—. ¿Dijo algo acerca de la forma que había tomado aquí este castigo?

—Una prueba —dijo el pastor de Santa María—. Más concretamente la inflicción de una epidemia... esto... de bebés. Imaginé que debía haber un cierto simbolismo en sus palabras. Pero luego mi mujer llamó mi atención acerca de... digamos el estado de la señora Leebody, y entonces todo se hizo más inteligible, aunque por supuesto desgraciadamente más penoso. Yo... ¡Oh, ahí está por fin el doctor Willers! —el pastor dejó de hablar, aliviado.

Una semana más tarde, a media tarde, la señora Leebody se instaló en el primer peldaño del monumento a los caídos e inició una arenga. Se había vestido para aquella ocasión con un sayal, iba descalza, y llevaba la frente sucia de ceniza. Afortunadamente había pocas personas cerca, y la señora Brant logró persuadirla de que volviera a su casa antes incluso de que entrara de lleno en su discurso. Al cabo de una hora todo el pueblo estaba al corriente del hecho, pero su mensaje, fuera cual fuese, permaneció secreto.

Poco tiempo después, con más simpatía que sorpresa, Midwich acogió la noticia de que el doctor Willers la había enviado a una casa de reposo.

A mediados de marzo, Alan y Ferrelyn hicieron su primera visita a Midwich. Como Ferrelyn, mientras esperaba la desmovilización de Alan, se encontraba en un pueblecito escocés donde era una perfecta extraña, Anthea había preferido no preocuparla aún más y había evitado ponerla al corriente en sus cartas de la situación en Midwich. Sin embargo, ahora era preciso explicárselo. A medida que iba poniéndoles en antecedentes, la confusión iba creciendo en el rostro de Alan. Ferrelyn escuchó atentamente el relato, dirigiendo de tanto en tanto una rápida mirada a Alan. Fue ella quien interrumpió el silencio que siguió a la exposición.

—¿Sabes? —dijo—, siempre he tenido la sensación de que había algo extrañamente divertido en todo esto, quiero decir que no hacía falta... —se interrumpió, aparentemente dominada por un dramático pensamiento—. ¡Oh, pero eso es horrible! En cierto modo yo le obligué a Alan. Ahora todo es distinto: según todas las probabilidades nos hallamos ante un asunto de coacción, influencia abusiva o algo tan malvado como esto. ¿Crees que estas son razones suficientes para apoyar un divorcio? ¡Oh, Dios mío! ¿Piensas divorciarte, querido?

Zellaby achicó los ojos mientras miraba a su hija.

Alan puso una mano sobre la de su mujer.

—Creo que deberíamos esperar un poco —respondió—. ¿Y tú?

—Oh, querido —dijo Ferrelyn, entrelazando sus dedos con los de su marido. Al girar la cabeza tras una larga mirada, vio la expresión de su padre. Sin concederle más que una mirada voluntariamente muda, se giró hacia Anthea y le pidió más detalles sobre las reacciones del pueblo. Media hora más tarde salieron ambas, dejando solos a los dos hombres. Alan apenas esperó a que la puerta se cerrara tras ellas para exclamar:

—Por los cielos, señor, esto es realmente un sucio asunto.

—Me temo que sí —dijo Zellaby—. El único consuelo que puedo ofrecerle es que estamos constatando que los efectos del shock van disminuyendo. Lo más penoso es el duro golpe que han recibido todos nuestros prejuicios. Hablo evidentemente desde el punto de vista de nuestro sexo. Para las mujeres, desgraciadamente, no es este el mayor obstáculo que tendrán que superar.

Alan agitó la cabeza.

—Será un terrible golpe para Ferrelyn, creo... como lo será también para Anthea —se apresuró a añadir algo precipitadamente—. Por supuesto, uno no puede esperar que ella, quiero decir Ferrelyn, pueda concebir de pronto todo su alcance. Un asunto como ese precisa una madura reflexión...

—Querido amigo —dio Zellaby—, como marido de Ferrelyn tiene usted derecho a pensar de ello lo que le plazca, pero una cosa que no debe hacer, para su propia tranquilidad de espíritu, es subestimarla. Le aseguro que Ferrelyn está mucho más preparada que usted. Dudo que no haya captado ya todo el alcance del problema. En todo caso, está lo suficientemente preparada como para quitarle importancia al asunto, sabiendo que, si se mostrara excesivamente preocupada por él, usted se preocuparía a su vez excesivamente por ella.

—Oh, ¿cree usted realmente? —dijo Alan, sin demasiado entusiasmo.

—Estoy seguro de ello —dijo Zellaby—. Diré incluso más: demostrará con ello su sabiduría. Un macho roído por las preocupaciones es una auténtica calamidad. Lo mejor que puede hacer es tragarse su inquietud y enfrentarse a ella valerosamente. El macho debe ser un sólido pilar en el que poder apoyarse, cubriendo al mismo tiempo las tareas relativas a una organización práctica. Este es el fruto de una experiencia personal particularmente amplia.

»Otra cosa que debe hacer es ser la representación de la Moderna Ciencia y el Buen Sentido, pero no circunspección. No se puede llegar a imaginar usted la cantidad de venerables y proverbios, signos perentorios, remedios caseros, profecías gitanas y el montón de tonterías que han sido zarandeadas por este asunto en los últimos tiempos. Nos hemos convertido en una mina de tesoros folklóricos. ¿Sabía usted que, en las actuales circunstancias, es peligroso pasar un viernes por el aro de acceso al cementerio? ¿Que es casi un lío vestirse de verde? ¿Que es una loca imprudencia comer pastelillos de nueces? ¿Y Sabia que si un clavo o una aguja cae al suelo con la punta hacia abajo será niño? ¿No? Ya me parecía que no podía usted saberlo. No tiene importancia. Estoy reuniendo un buen flete de esos capullos de la sabiduría humana, con la esperanza de que esto consiga apaciguar la impaciencia de mis editores.

Con tardia educación, Alan se interesó por los progresos de la obra en curso.

Zellaby suspiró tristemente.

—Parece que me comprometí a entregar el manuscrito completamente revisado de
El Crepúsculo Inglés
a finales del mes próximo. Hasta ahora no he escrito más que tres capítulos de este libro, que se propone haber estudiado acerca de nuestras costumbres contemporáneas. Si recordara ahora de qué tratan, estoy seguro de que los encontraría completamente caducos. No hay nada peor para la concentración que tener un nacimiento suspendido sobre la cabeza de uno.

—Lo que más me sorprende es que haya conseguido usted mantener el asunto secreto. Hubiera apostado a que era imposible —dijo Alan.

—Yo también hubiera apostado a lo mismo —advirtió Zellaby—. Aún estoy asombrado por ello. Creo que es una especie de variación sobre el tema de la Mentira de Hitler... una verdad demasiado increíble como para ser realmente creída. Pero sepa que tanto en Stouch como Oppley están murmurando maledicencias con respecto a algunos de nosotros que han podido observar, aunque no parecen darse cuenta de la verdadera importancia de la cosa. Se me ha dado a saber que circula en los pueblos una hipótesis según la cual nos hemos dedicado a una de esas buenas ceremonias campesinas, frenéticas y libertinas, que se celebran por San Juan. En cualquier caso, algunos de nuestros vecinos se apartan cuando pasamos. Y debo decir que los nuestros han sabido contenerse sabiamente y no responder a esas provocaciones.

—¿Está usted afirmando que, a tan sólo dos o tres kilómetros de aquí, la gente no tiene ninguna idea de lo que está pasando realmente? —preguntó Alan, incrédulo.

—Tan solo en la medida en que no quieren creerlo. Tengo buenas razones para pensar que se les ha dicho casi todo, pero ellos han escogido creer que todo no era más que un cuento imaginado para ocultar algo más normal más escandaloso. Willers tenía razón al decir que una especie de reflejo de autodefensa impedía al hombre y a la mujer normales creer en cosas turbadoras, a menos que estas cosas se hallasen impresas. Evidentemente, ante la palabra de un periódico, un ochenta o un noventa por ciento caerían en el extremo opuesto y creerían no importa qué se les dijera. La actitud cínica de los demás pueblos nos es de gran ayuda. Eso quiere decir que es improbable que la historia llegue hasta un periódico, a menos que sea directamente informado por alguien de aquí.

»La tensión interna del pueblo alcanzó su punto máximo en el transcurso de las dos primeras semanas que siguieron a nuestra reunión. Muchos maridos fueron difíciles de manejar, pero cuando conseguimos sacarles la idea de que todo esto no era más que una complicada maquinación que ocultaba algo sórdido, y cuando descubrimos que ninguno de sus colegas tenía la posibilidad de burlarse de ellos, se volvieron más razonables y menos estrechos de mollera...

»La ruptura Latterly-Lamb fue reparada en los días que siguieron, cuando la señorita Latterly se recuperó del shock, y ahora la señorita Lamb es mimada con una devoción que roza la tiranía.

»Nuestro jefe rebelde fue durante un tiempo Tilly... Oh, sin duda recordará usted a Tilly Foreslham: pantalones de montar, cuello alto, chaqueta de caza, siempre arrastrada de aquí para allá por sus tres pointers de pelo rojo como si fueran la encarnación del destino. Indignada, se rebeló durante algún tiempo, gritando que no tendría nada que decir si por casualidad le gustaban los niños, pero como prefería con mucho los cachorros de perro de caza la cosa le resultaba particularmente penosa. Sin embargo, parece que últimamente ha llegado a hacerse a la idea, aunque no sin esfuerzo.

Zellaby continuó contando durante algún tiempo anécdotas acerca de las consecuencias del asunto, sin olvidar la relativa a la señorita Ogle, a quien habían tenido que impedir en el último momento que llenase un cheque para el primer pago de la compra del cochecito de niño más resplandeciente que podrá ofrecerle Trayne.

Tras un silencio, Alan preguntó:

—¿Dice usted que hay una decena de personas que hubieran podido estar implicadas en el asunto y que sin embargo no lo están?

—Oh, sí, ciertamente. Algunas de ellas se hallaban con el coche bloqueado en la carretera de Oppley y, consecuentemente, visibles durante el Día Negro. Esto al menos ha disipado la idea de un gas fecundante que algunos parecían adoptar como uno de los nuevos honores de nuestra era científica —dijo Zellaby.

C
APÍTULO XI
B
IEN JUGADO
, M
IDWICH

"Lamento infinitamente —me escribía Bernard Prescott a principios de mayo—, que las circunstancias permitan la posibilidad de una bien merecida felicitación oficial a tu pueblo por el éxito de la operación en cuestión. Ha sido llevada con una tal discreción y una tal lealtad cívica que, debo confesarlo, nos ha sorprendido; la mayor parte de nosotros, aquí, estábamos convencidos de que sería necesario tomar medidas oficiales mucho antes. Ahora, a tan solo siete semanas del día D, tenemos fundadas esperanzas de llegar al fin de todo esto sin recurrir a esas medidas."

"El asunto que nos dio mayores quebraderos de cabeza fue el que se produjo en torno a la señorita Frazer, del personal del señor Crimm, la cual era completamente extraña al pueblo".

"Su padre, un capitán de la marina retirado, de endiablado temperamento, alborotador e intransigente intentó usar toda su influencia para llevar el asunto a la Cámara a través de una interpelación con respecto a la relajación de las costumbres y a las orgías que tenían lugar en los establecimientos gubernamentales. Parecía como si estuviera haciendo esfuerzos para atraer la atención de los periódicos. Afortunadamente, pudimos actuar a tiempo y hacer que algunas personas de las altas esferas le dijeran las palabras adecuadas".

"¿Crees realmente que Midwioh podrá salir por sí mismo con bien de esta?"

La respuesta no era en absoluto fácil. Salvo algún imprevisto de importancia, creía que Midwich tenía buenas posibilidades. Por otro lado, no podía dejar de temer que en algún rincón se hallara acurrucado el pequeño detonador en espera del momento propicio para hacerlo saltar todo.

Habíamos tenido nuestras alzas y nuestras bajas pero nos las habíamos apañado. Sin embargo, intermitentemente aparecían algunos rumores que parecía no llegar de ningún lado y extenderse como una epidemia. Nuestra mayor inquietud, que por unos momentos adquirió el carácter de auténtico pánico, fue disipada por el doctor Willers, el cual se apresuró, a usar los rayos X y demostrar así que todo parecía ir por unos cauces perfectamente normales.

La actitud general durante el mes de mayo podría ser descrita como un afianzamiento de las posiciones con, aquí y allá, una cierta impaciencia por ver iniciarse la batalla. El doctor Willers, que acostumbraba a alentar a sus pacientes a que fueran a dar luz al hospital de Trayne, fue en esta ocasión de una opinión completamente distinta. En primer lugar, esto hubiera hecho absolutamente imposible cualquier tentativa de mantener la cosa en silencio, principalmente si los bebés presentaban alguna notoria particularidad. Por otro lado, Trayne no tenía suficientes camas como para estar a la altura de un fenómeno tan inesperado como la hospitalización simultánea de toda la población femenina de Midwich, y este hecho hubiera bastado por sí mismo para dar publicidad al asunto. Así que se las vio y se las deseó para tomar las medidas necesarias. También la enfermera Daniels trabajó de manera infatigable y todo el pueblo dio las gracias al destino que quiso que no estuviera en su casa durante el período crítico del Día Negro. Se supo que Willers había contratado un asistente temporal para la primera semana de junio. Una especie de comando de comadronas se inscribió más tarde. La pequeña sala de fiestas del pueblo fue requisada como almacén, y empezaron a llegar a ella enormes paquetes procedentes de laboratorios farmacéuticos.

Other books

Close Encounters by Katherine Allred
The Borrowers Afloat by Mary Norton
Egyptian Honeymoon by Elizabeth Ashton
The Promise of Peace by Carol Umberger
Sunset Tryst by Kristin Daniels
The Year of Billy Miller by Kevin Henkes
Second Intention by Anthony Venner