Los días de gloria (20 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Cuando una empresa cotiza en Bolsa y se encuentra controlada —es un decir— por una cantidad ingente de accionistas —en realidad inversores—, el montante de acciones, dentro de un orden, es un dato de menor interés, salvo que sea muy importante, como el que llegamos a adquirir Juan y yo en Banesto. Lo importante, lo que realmente cuenta, es la cantidad de poder. Cómo acceder a ese poder es harina de costal diferente. Pero si el núcleo del poder es cerrado, si algunos pocos lo controlan de manera exclusiva, y el reparto del mismo se efectúa internamente con exquisito cuidado, una alteración, por leve que sea, provoca o puede provocar terremotos impredecibles. Ahora lo comprendo a la perfección. Entonces, a pesar de mi experiencia, la candidez de mis esquemas mentales parecía digna de otra causa.

Los gallegos del Grupo Zeltia asumieron la dirección de la batalla. Convocaron un Consejo extraordinario.

Nada más comenzar la reunión me di cuenta de la gran tensión acumulada entre sus componentes, no solo por la expresión de sus ojos, que más que preocupación transmitían una ira profunda, sino además por el tono y contenido de sus parlamentos. El primero en tomar la palabra fue José María Fernández Sousa, un hombre joven, de origen gallego, hijo del fundador de los Laboratorios Zeltia, más bien alto, con unos lentes de cristal de esos que parecen no llevar montura y que proporcionan a su usuario un aspecto de investigador distraído, lo cual, en el caso de José María, era absolutamente correcto, porque había orientado su vida hacia la investigación farmacéutica y trabajaba, precisamente, en los laboratorios de Antibióticos, S. A. José María era un hombre inteligente y bien formado. Aquel día parecía como si su personalidad hubiera sufrido una transformación mágica, de forma que, dejando a un lado la bata blanca de grandes bolsillos que constituía su uniforme de investigador y sustituyéndola por traje, camisa y corbata, se decidió a penetrar en el excitante mundo de los negocios, posiblemente en un intento comprensible de emular a su padre y reconciliarse con su conciencia de hijo mayor de un hombre que había sabido salir de la nada.

José María pareció, como decía, iniciarse en la batalla financiera, en la lucha por el poder económico, al margen de sus investigaciones sobre ingeniería genética. Su gesto cambió. Su rostro se tensó gravemente. Su voz tomó el aplomo de quien va a pronunciar un discurso de consecuencias vitales para el mundo occidental. Lo eran, quizá, aunque solo fuera para su mundo particular, que no es poco, desde luego, sobre todo para cada uno.

—Lo ocurrido es intolerable porque Mario y Juan han roto el tradicional equilibrio de poder accionarial en el seno de esta casa, por lo que no puedo seguir teniendo confianza en un consejero delegado que se decide a comprar acciones sin consultarlo con el resto de los accionistas, lo que me lleva a pedir su dimisión inmediata.

No podía creer que aquel hombre que se presentaba como un profesional de la investigación cayera tan profundamente en las garras existenciales del capitalismo de pueblo hasta el extremo de negar a un profesional cualificado el derecho a arriesgar su dinero para comprar acciones de la empresa que dirigía. Así de candorosamente románticos eran mis pensamientos en aquel Consejo.

El tono era firme y las palabras sonaban muy duras en medio de aquel silencio brumoso, sobre todo cuando, mirando de reojo, pude comprobar cómo el resto de los asistentes, aunque con cierto miedo, expresaban gestualmente su aprobación al discurso de José María. Era obvio que se habían puesto de acuerdo previamente, para actuar de consuno en el proceso de nuestra ejecución.

Comencé a darme cuenta de que nuestra situación era particularmente peligrosa y de que, si las cosas seguían por el rumbo que llevaban, podíamos haber hecho una desastrosa inversión. Mi posición como accionista solo tenía sentido si seguía al mismo tiempo como consejero delegado. O las cosas cambiaban de manera dramática o el cese en tal condición era cuestión de minutos. Recuperar el poder de Antibióticos sería prácticamente imposible. Frente a mí se alzaba el desastre, fruto de una concepción de la empresa que no entendía, pero carecía de tiempo para filosofar sobre el modelo empresarial, el sistema capitalista, la sociedad anónima o la economía de mercado. Tenía que reaccionar. Y eso solo podía hacerlo confiando en mis reflejos.

En ese preciso instante decidí algo que nunca pasó por mi imaginación con anterioridad: pelear contra ellos y tratar de hacernos con el pleno control de la empresa. Era lo que se merecían. Rechazaron una oferta absolutamente digna, sensata y merecedora de respeto y hasta de elogio. Probarían la medicina de su propia fórmula. Pero había que actuar con enorme prudencia y con astucia. La guerra la teníamos perdida, totalmente perdida. Solo alguna jugada maestra podía salvarnos. Pero ¿dónde encontrar esa magia? La intención de pelear estaba muy bien; el deseo de controlar el poder en la empresa, magnífico. El asunto era muy simple: ¿cómo? Eso, precisamente eso, era mi tormento en aquellos dramáticos momentos.

Necesitaba tiempo. No estaba preparado para un guión como el que improvisadamente tenía que vivir. Juan sudaba sentado a mi lado. Vislumbraba, olía el olor de la ruina, de su ruina, porque la de otros le importaba bastante menos. Enrique Quiralte permanecía en silencio. Paco Cano intentó protestar pero le silenciaron de inmediato. Necesitaba tiempo. Esa era la mercancía más preciada para mí. Claro de toda claridad.

—Bien, si esa es la posición del Consejo, creo que debemos reconsiderar la decisión de compra de acciones, pero para ello tenemos que hablar con los vendedores y necesitamos un plazo, por lo que pido que se nos concedan unos días y no se tome ninguna decisión hasta ese momento.

¿Tenía verdaderamente la intención de revender a Cano y Casariego? Hombre, se trataba de una solución alternativa. Lo peor era que te echaran del Consejo y quedarte con el paquete de estos dos señores que no te servía absolutamente para nada, porque quedarías en manos de una mayoría que te haría la vida imposible y el dinero improductivo. Por tanto, si conseguía encontrar la fórmula para comprar el poder, pues muy bien, pero en otro caso tenía que cubrirme las espaldas consiguiendo que Cano y Casariego se comprometieran a deshacer su negocio. Y las dos cosas se me antojaban extremadamente difíciles. En todo caso, eran productos que consumían ingentes cantidades de tiempo.

—Ni hablar —respondió tajante José María—. No necesitamos ninguna aclaración más. Como mucho estaría dispuesto a admitir que ahora mismo, en presencia del Consejo, con constancia en acta, tanto los compradores, Juan y Mario, como los vendedores, Cano y Díaz Casariego, den marcha atrás a la operación y se comprometan formalmente a restaurar la situación inicial.

La posición fue inteligente. Por un segundo pensé en las consecuencias de un documento de esa naturaleza. ¿Bastaría para anular la venta de Cano y Casariego? Tal vez sí, tal vez no. En cualquier caso, un lío muy importante y un retraso sustancial en la idea que en aquellos instantes ya acariciaba en mi interior. Claro que poco podía hacer. Juan me miraba angustiado y yo carecía de respuesta válida. El silencio se convertía en más y más incómodo cada segundo, casi cada décima de segundo. No había solución. Tenía que aceptar la propuesta de José María. Otra cosa sería el final. Pensé en la alternativa de pedir al menos unos minutos para debatir el tema en privado con Juan, Cano y Casariego. Respiré hondo, me armé de valor y decidí presentar mi oferta. La voz de Arcadio Arienza lo evitó:

—Como presidente del Consejo de Administración, creo que lo que dice Mario es sensato y, por tanto, debemos concederle el plazo que nos solicita.

Casi me da un vuelco el corazón. Arcadio Arienza me estaba proporcionando gratuitamente aquello que no sabía cómo conseguir. ¿Por qué? Mi cabeza giraba a toda velocidad. La conversación de la playa de Samil se reproducía en mi interior buscando una respuesta a la actitud del presidente. José María me interrumpió.

—¡Bajo ningún concepto y en ningún caso! —gritó—. Nosotros somos los accionistas. El problema es de accionistas, de dueños y no de empleados, así que el presidente no tiene nada que decir sobre un problema de dueños. Aquí solo hablo yo en nombre del Grupo Zeltia.

Su fervor por la causa de los dueños contra los profesionales mostraba tintes casi religiosos. El dramatismo que expuso delante de todos los demás fue el mejor de los favores que podría regalarme en aquella dramática mañana. José María ofendió a Arcadio en lo más profundo. Por ello le concedió la oportunidad de ser Arcadio Arienza. Estimuló su dignidad profesional y sobre todo humana. Se dio cuenta de que frente a todos los demás, incluso frente a mí, las palabras de José María necesitaban una respuesta. Si acataba, Arcadio Arienza se autodefiniría como un asalariado de Zeltia, no solo del padre, el viejo Fernández, el hombre hecho a sí mismo, sino también del hijo mayor, del investigador, de alguien cuyo título para mandarle, para hablarle con la dureza que lo hizo delante de los restantes consejeros, era solo la herencia, incluso en vida del todavía no difunto fundador del grupo. Si, por el contrario, se afirmaba frente a José María, Arcadio Arienza sería el presidente, el profesional y, sobre todo, se liberaría en su interior de una cadena psicológica. Mi ansiedad aumentó exponencialmente. Estaba contemplando en vivo y en directo, con cara y ojos, dos ejemplos de mis reflexiones sobre el funcionamiento del sistema capitalista. Cualquiera que fuera el resultado, el espectáculo estaba siendo apasionante. El hombre frente a sí mismo. ¿Cuánto daría de sí Arcadio Arienza? Esa era la clave: el tamaño interior de Arcadio. En pocas ocasiones de mi vida he dispuesto de una concentración mayor de todas mis facultades mentales.

Arcadio, sin mover un solo músculo de su rostro, con un tono de voz tan bajo que resultaba difícil oír sus palabras, en mitad de la tensión acumulada en el ambiente, sentenció:

—El presidente soy yo y si tú quieres, José María, mañana mismo me cesas como representante de tus empresas, pero en estos momentos cumplo con mi obligación de presidente y ella me lleva a decir que lo que Mario propone es sensato y, consiguientemente, debemos aceptarlo. Doy por concluida la sesión y dentro de unos días nos volveremos a reunir para hablar de nuevo del asunto.

Los ojos de José María rezumaban una ira incontenible, no tanto por la sensación de haber perdido una batalla, sino por la afrenta que supone para el dueño la rebelión inesperada. Cano y Casariego, inquietos por mi decisión, por si quisiera volver atrás, deshacer el trato, pero en cualquier caso mucho más relajados que minutos antes. Juan no reaccionaba. Aquello le había superado. Estoy seguro de que se estaría preguntando unas mil veces por qué había vendido su empresa, el pequeño laboratorio, con lo cómodo que se encontraba en ella... Enrique Quiralte permanecía en silencio, como buen manchego, prefería observar a comentar. Los demás consejeros comenzaron a levantarse de sus asientos. Nos envolvía una gruesa capa de un silencio denso, una sensación extraña. Habían intentado una operación de textura complicada y no les había salido bien. Por lo menos no habían rematado la pieza. Ellos me atribuían mucha inteligencia, pero, claro, en ocasiones la inteligencia no sirve para derribar un muro de hormigón. ¿Era hormigón lo que se alzaba frente a nosotros?

Aparentando una calma que para nada existía en mi interior, fui recogiendo los papeles de la mesa con movimientos deliberadamente lentos, con gesto serio, intentando transmitir un estado de ánimo en el que el profundo disgusto por lo sucedido se viera atemperado por la generosidad de Arcadio Arienza. Juan, casi fuera de control, se dirigió a mí.

—¿Qué has hecho? ¿Qué tienes en la cabeza? ¿Qué vamos a hacer? ¿No te das cuenta de que esto es el desastre? ¿Cómo vamos a salir de esto?

—No tengo ni la menor idea, Juan. Ni la menor idea. Pero de momento estamos vivos. Hace diez minutos, muertos. Así que déjame que siga peleando por sobrevivir.

Era total y absolutamente cierto. Sabía que en mis manos tenía algo de tiempo. No mucho, pero algo. Se trataba de convertir ese algo en un activo que nos permitiera seguir vivos. Tenía claro una cosa: una vez llegado a ese extremo, la convivencia entre nosotros resultaría imposible. No cabía tregua. O ganar o perder. Así que la única manera de no perder consistía en ganar. Sí, claro, pero ¿cómo? No podía construir razonamientos brillantes con los que componer una estrategia pausada, porque en estas circunstancias extremas no abunda el razonamiento, ni el tiempo para alimentarlo. Entonces, ¿cuál es la guía? El pronto, el impulso, la intuición... Que cada uno designe el atributo como quiera. Me vale también la expresión reflejos. Tenía que actuar conforme me dictara mi intuición, casi mi instinto. Como un animal en peligro de muerte. El objetivo estaba claro. El problema residía en la estrategia, en el método para conseguirlo. Y eso tenía un aspecto fatal. Esperaba un golpe de esos de la fortuna, una iluminación, un algo que me hiciera ver claro en una noche oscura, pero oscura de casi toda oscuridad.

Nos fuimos a almorzar, que a pesar de la tensión vivida hay que preservar las formas. Durante el almuerzo no podía concentrarme en nada distinto de tratar de encontrar una solución. Sentía la angustia de funcionar contra el reloj. De repente mis ojos se detuvieron en Gonzalo Urgoiti y un destello de intuición me mostró que ese hombre era el camino que debía seguir. Sin saber por qué, sin meditarlo a fondo, aquel hombre tenía todo el aspecto de solución.

IBYS, S. A., una empresa farmacéutica dedicada preferentemente al sector hospitalario, cotizada en Bolsa y tradicionalmente vinculada a la familia Urgoiti, poseía un paquete muy importante de Antibióticos, creo que algo así como el 23 por ciento. Juan Manuel Urgoiti, bilbaíno clásico, de modales educados y tranquilos, se sentaba en el Consejo con nosotros en representación de su sociedad, lo cual le provocaba cierta intranquilidad porque sabía que IBYS no marchaba bien, que generaba pérdidas y que la vida de la empresa dependía de los dividendos de Antibióticos. Su preocupación no derivaba tanto de su condición de accionista de IBYS como de su convencimiento de que un traspié de la empresa podría afectarle en su carrera bancaria. Juan Manuel se perfilaba como el número dos de Pedro de Toledo, el curioso banquero profesional presidente del Banco de Vizcaya. Por nada del mundo Juan Manuel querría ver ni una sola mota de polvo en el camino que con el paso del tiempo debería conducirle a la presidencia de uno de los grandes bancos del país. Sacrificaría cualquier cosa a ese objetivo. He aquí cómo la banca iba a cruzarse en mi destino, es decir, cómo la ambición de ser un máximo ejecutivo bancario iba a facilitarme la solución a mi dilema de Antibióticos cuando la banca, en mi horizonte personal, ni estaba programada ni se la esperaba. Para que luego no se crea en las sincronías.

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