Los días de gloria (26 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

El primer trimestre de 1987 se dedicó a ultimar detalles de la venta. El primer punto de fricción entre nosotros, en lo que a esta operación se refiere, surgió como consecuencia de identificar quién debía ser nombrado consejero de Montedison en representación de nuestro paquete accionarial. Obviamente, Schimberni quería que fuera yo, pero a Juan le atormentaba la idea de quedarse fuera, sobre todo porque no quería dar la sensación de que el protagonismo se decantaba más de mi lado que del suyo, lo que es absolutamente comprensible. Llegamos a pensar en la posibilidad de pedir a Schimberni que en vez de una plaza nos concediera dos, pero el intento acabó en fracaso, como me temía antes de plantearlo. En ese instante Juan esbozó la posibilidad de que ninguno de los dos aceptara pertenecer al Consejo de la multinacional italiana.

La idea carecía de sentido empresarial y económico. Solo se comprendería en el plano de lo psicológico. Obviamente, lo razonable era que uno de nosotros siguiera de cerca la evolución del negocio en el que habíamos invertido tanto dinero. Por ello, esa propuesta de Juan de los dos o ninguno contribuyó a seguir cimentando en mi mente la idea del conflicto que latía en el interior de Juan. No quise contarle que cuando le expuse a Gritti la posibilidad de dos plazas en el Consejo, no solo me dijo que la petición era impensable, sino que, además, una condición para la venta exigida por Schimberni consistía, precisamente, en que yo formara parte del máximo órgano de administración del grupo italiano. Juan, en todo caso, aceptó finalmente mi postura. La verdad es que 450 millones de dólares tienen un efecto enormemente flexibilizador de posturas emocionales.

Pero lo importante no consistía en que finalmente lo aceptara, sino que inicialmente planteara que los dos o ninguno, precisamente porque tal planteamiento, al ser huérfano de razón, se preñaba de sentimiento, y de un sentimiento negativo que jamás desaparecería por el mero hecho de aceptar lo razonable. Aquí reside una clave: cuando los sentimientos laten en el fondo, aunque se disfracen de razón, siguen viviendo por sí mismos, y si han tenido que sacrificarse en ese altar de lo racional, cobran una dinámica de mucha mayor fuerza interior.

El trato concluido, las cifras pactadas, el Consejo de Administración concretado. En ese preciso instante la crisis entre Gardini y Schimberni toma un giro peligroso para nuestros intereses: el patrón de Ferruzzi consigue el control del 50 por ciento de Montedison. La guerra se decanta de manera definitiva del lado de Gardini y la prensa italiana, que publicó con todo lujo de detalles el importe de 450 millones de dólares como precio de la transacción Antibióticos, comienza a especular con la actitud de Gardini frente al negocio con nosotros. En el fondo, todo el mundo consideraba que el precio resultaba excesivo y que Schimberni lo aceptó como instrumento en la guerra contra el nuevo
padrone
. Una vez que este conseguía hacerse con el control de la empresa, la especulación periodística se dirigía hacia la ruptura del trato ordenada por Gardini como primera demostración de su nuevo poder.

Debo reconocer que me preocupó sobremanera el ambiente creado en Italia. No conocía a Raúl Gardini. Ni siquiera podía formarme un juicio aproximado de cuáles serían sus intenciones respecto de nuestro negocio. No tenía más opción que tomar el toro por los cuernos e intentar contactar con él. Conseguí su teléfono en Milán y, armándome de un valor que rozaba la osadía pura y dura, marqué su número y pregunté por él. No tenía mayores esperanzas de que atendiera mi llamada, sobre todo en un momento en el que el éxito posiblemente se le habría subido algo a la cabeza, pero lo cierto es que la secretaria, después de un educado «espere un momento, por favor», me pasó al nuevo emperador industrial de Italia.

La conversación fue breve.

—Doctor Gardini, deseo exponerle todo lo que usted precise sobre el negocio concluido con Antibióticos.

Más o menos eso fue lo que acerté a decir desde el teléfono del locutorio de Alcudia, en Mallorca, en el que conecté con Italia. De nuevo momentos de incertidumbre, de espera, de comprobar reacciones de un hombre que en ese instante pasaba por ser el empresario más potente de Italia y uno de los mayores de Europa.

Me respondió una voz dulce, suave, imprevista.

—Con mucho gusto, señor Conde. Nos vemos en París. Le hago saber el día en que podemos encontrarnos por si le viene bien a usted.

Esa frase pronunciada, como digo, con suavidad de tono y en un idioma tan dulce como el italiano me supo de maravilla. Sonó a música de Albinoni nuevamente. Me sentía feliz después del aparente éxito inicial de mi decisión. No obstante, quedaba París.

Allí me desplacé el día concertado. Desayunamos juntos. Esta vez el desayuno me parecía mucho más importante que aquel que en su día mantuve con el Rey porque aquí me jugaba un montón de dinero. No tomé nada sólido. Café y más café, para no variar mis costumbres. Raúl Gardini era un hombre de aspecto extraordinariamente agradable. Cráneo romano, ojos oscuros que transmitían una mirada llena de profunda inteligencia, pelo blanco, estatura algo superior a la media, manos gruesas de campesino y gestos nada delicados. De hecho, en Italia se le conocía con el nombre de El Campesino por referencia a las enormes posesiones de tierras agrícolas que figuraban en el patrimonio de los Ferruzzi. La química entre nosotros funcionó. Raúl no tenía la menor intención de anular el pacto de Antibióticos y se mostró encantado de que yo formara parte de su Consejo de Administración. En ese momento nació un tipo de relación especial entre nosotros que duraría hasta el momento de su muerte. Encantado de la vida regresé a Madrid. Ya solo quedaba un escollo para convertir en realidad el sueño.

Una vez cerrado el trato con los italianos, nuestras preocupaciones se dirigían hacia el Gobierno español. Teóricamente, la venta de Antibióticos necesitaba ser expresamente autorizada por las autoridades españolas y temíamos que el espejismo de constituir una multinacional española alrededor de nuestra empresa se tradujera en una negativa rotunda a aceptar la venta a Montedison. En muchas ocasiones comenté este asunto con Carlo Gritti y, curiosamente, no le concedía la menor importancia. Aseguraba de manera rotunda que ese aspecto de la negociación era algo de tono menor, un mero trámite. Nosotros, sin embargo, nos temíamos algún componente de demagogia superior que, al menos, nos complicara mucho el negocio, como, por ejemplo, exigirnos reinvertir en algún sector que le interesara al Gobierno o algo parecido. Pero, en fin, continuamos con las negociaciones de dinero y apartamos ese tema.

Pero llegó el día. No quedaba más remedio que comunicarlo a las autoridades españolas. Comenzamos, como es lógico, con el ministro de Industria, puesto que ocupaba entonces Luis Carlos Croissier, que acogió la idea con frialdad pero no con una negativa rotunda. El momento de obtener la aprobación final del Gobierno se acercaba y yo veía que, al margen de reuniones más o menos cordiales con las autoridades españolas, en el fondo estábamos avanzando muy poco, por lo que me decidí a hablar con Carlo de forma seria.

—Siempre me has dicho que no me preocupara por la aprobación del Gobierno español, Carlo. Ha llegado el momento de actuar.

—Déjalo de mi mano.

Poco después me citó en el hotel Duca di Milano, e intensificando el gesto y el tono de voz para atribuir a su postura el mayor grado de discreción que imaginarse pueda, me dijo:

—He contactado con el Partido Socialista Italiano para pedirle que negocie con el Gobierno español la compra de Antibióticos por Montedison.

—Ya —contesté.

—Para este negocio tenemos que usar a Ferdinando March di Palmstein, una persona de total y absoluta confianza de Bettino Craxi.

—Si tú lo dices, será así.

—Por supuesto. Este es el hombre. Ya he trabado contacto con él y el partido se muestra favorable a lo que le pedimos, pero quiere una compensación.

—¿Cuánto?

—Dos millones de dólares —contestó Carlo sin inmutarse lo más mínimo.

Momento clave. Era obvio que Carlo Gritti pretendía que nosotros corriéramos con el coste de tal cantidad. Era igualmente evidente que yo no estaba dispuesto a pagar ni un duro. La verdad es que no se trataba de que tuviera miedo a las posibles consecuencias judiciales si algún día se descubría el pago. En aquellos momentos ni siquiera me planteé semejante posibilidad. No. La cosa era más simple: no estaba dispuesto a detraer dos millones de dólares del precio pactado por Antibióticos, aunque solo fuera porque en ese caso a mí personalmente me costaría la nada despreciable suma de 460 000 dólares americanos. Así que aparentando la mayor firmeza del mundo contesté:

—Bien, lo que ocurre es que nosotros no nos hacemos cargo de ese pago. Siempre dijimos que se trataba de un asunto vuestro conseguir la aprobación del Gobierno español. Nosotros permanecemos al margen. Ni siquiera hemos tenido esta conversación.

Carlo no tuvo más remedio que beber ese cáliz.

¿Se pagó esa cantidad? Admito que no fui testigo de ningún pago. Nunca nadie me volvió a hablar del tema, ni para decirme que sí ni para negarlo. Incluso más: tiempo después conocí personalmente a Ferdinando e incluso mantuvimos una cierta relación amistosa, hasta el extremo de que nos acompañó en un Rocío, porque entonces su novia era María Trujillo, que previamente estuvo casada con Jaime Oriol. Pero en ningún momento, ni en el Rocío ni en Ibiza, quise preguntarle sobre el pago para carecer de la certeza.

Curiosamente años después, coincidiendo con el movimiento de la judicatura italiana de «limpieza» de la vida política en su país, Ferdinando fue procesado e incluso encarcelado en Francia por su supuesto papel de recaudador de comisiones para el Partido Socialista Italiano en general y para Craxi en particular. El líder socialista italiano tuvo que huir a Túnez para evitar caer en una prisión italiana.

En España se recibió una comisión rogatoria destinada a averiguar los posibles movimientos de Ferdinando en relación con empresas españolas, y de manera muy especial, con Antibióticos, S. A. Tuve que acudir en calidad de testigo a la Plaza de Castilla, en una de cuyas dependencias judiciales un magistrado italiano de magnífico aspecto, que contrastaba con intenso chirrido con el que lucía su homónimo patrio, me formuló una serie de preguntas destinadas a saber si nosotros dimos orden de pagar cantidad alguna al Partido Socialista Italiano, si me constaba que otros hubieran efectuado el pago.

—Yo, desde luego —aseguré al magistrado—, no pagué un dólar ni di órdenes a nadie para que lo hiciera en nuestro nombre o por nuestra cuenta.

—Pero usted conocía a Ferdinando March di Palmstein porque en la agenda de este señor hemos localizado su número de teléfono.

—Sí, señoría, lo conocía. He coincidido con él en Ibiza, en algunas ocasiones, y en otras reuniones festivas, pero no crucé una sola palabra con él referente a Antibióticos. Puedo decirle que nosotros, con nuestro dinero, no pagamos a nadie del Partido Socialista Italiano.

—¿Pero usted sabe si se pagó?

—No. No me consta.

Y era verdad. Yo no tuve nunca constancia de que se pagara. Me alegré ese día de no haber preguntado a Ferdinando en ningún momento ningún detalle.

El magistrado italiano no se quedó nada convencido con mi respuesta, pero no podía ir más allá, debiendo limitarse a transcribir mis palabras en acta y volver a su país con un trámite judicial fallido en lo incriminatorio para Ferdinando.

Bueno, pues el trato estaba cerrado a reserva de la posición de la Administración española y, dada la envergadura económica y política del asunto, decidimos solicitar una entrevista con Felipe González, pero a pesar de nuestra insistencia no conseguíamos que nadie nos fijara la fecha para su celebración.

Pocos días después de esa conversación con Gritti, Juan y yo habíamos quedado a desayunar en la Embajada italiana. El embajador, Raniero Vanni, alto, delgado, de contextura craneal típicamente italiana, esa mañana nos explicó que tenía información oficial de que Felipe González nos iba a recibir con Schimberni ese mismo día. Juan y yo nos quedamos extrañados porque a nosotros nadie nos había dicho una palabra al respecto. Por otro lado, en esa fecha Brandt, el líder socialista alemán, visitaba oficialmente Madrid y parecía raro que en un día de estas complicaciones se nos concediera la entrevista.

Pero la realidad es que oficialmente se confirmó.

Vino Schimberni, visitamos a Felipe González en un tono de gran cordialidad y la operación quedó autorizada.

No sé cuáles fueron las conexiones entre el Partido Socialista Español y el Italiano. Lo único que conozco es que Carlo Gritti me dijo desde siempre que no debía preocuparme por la autorización del Gobierno español porque sus conexiones políticas solucionarían el asunto. Y así fue. Si pagó o no, no es de mi incumbencia.

La operación se cerró y cobramos nuestro dinero. Como siempre sucede con este tipo de tratos —y con los más pequeños—, a pesar de que una nube de abogados, financieros, analistas y otros profesionales consumieron días en preparar la documentación para la firma, tuvimos que trabajar toda una noche en vela para que el notario, Félix Pastor, pudiera autorizar el documento definitivo sobre las doce de la mañana del siguiente día. Reconozco que en ese instante un punto de emoción ascendió con fuerza y necesité de un ahínco especial para controlarlo.

Apareció Salort, nuestro director financiero, asegurándome que el dinero, los cincuenta mil millones de pesetas, se encontraba en nuestras cuentas, en las designadas para recibir semejante suma.

Al día siguiente Emilio Botín nos invitó a almorzar en el Santander. En aquella mesa cuadrada en cuyos costados nos sentábamos, Jaime, Juan, Emilio y yo, el verdadero protagonista era un trozo de papel rectangular en el que escribí de puño y letra la cantidad de trece mil millones de pesetas, cifra que correspondía a la familia por sus acciones. Jaime y Emilio esbozaron unos tímidos elogios hacia la gestión de quien les proporcionaba semejante suma. Los Botín habían ganado más de diez mil millones de pesetas netos en un negocio en el que pusieron poco y para el que resultó clave el aval de tres mil millones concedido por Bankinter.

Años después me dijeron que en una reunión de Barcelona, ante un grupo de empresarios, Emilio Botín aseguró que para que España estuviera en calma era imprescindible meterme en la cárcel durante al menos cinco años. No sé si es verdad o mentira que dijo eso, pero lo cierto es que el resultado perseguido por quien fuera o fuese se consiguió. Incluso se superó, entre cárcel y derivadas. Pero España, al menos en mi opinión, sigue sin estar en calma.

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