Los días de gloria (11 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

El «hombre de confianza» es un producto típico de la socioeconomía española. Unas veces recibe el nombre de administrador, pero eso tiene una connotación menos dinámica, menos empresarial. Hombre de confianza es propiamente el sujeto que ocupando un cargo de cierto nivel en la empresa familiar, siempre relacionado con las cuentas y las finanzas, es depositario de secretos que afectan a «la otra cara de la luna empresarial», a los movimientos de dinero que no pueden exponerse a la luz pública, y mucho menos a las lámparas de la voracidad del fisco. En Abelló conocí a dos: uno, un contable de los antiguos, de los clásicos de manguito, llamado Salcedo, y otro, de mayor nivel, que era Alfonso Martínez Marín, un hombre inteligente y trabajador, al cual Juan sometió a una de las pruebas más terribles: tener que asumir la responsabilidad por algo que no había hecho. Salió bien, pero podría haber terminado fatal. La historia está llena de desastres ocasionados por la verborrea de los hombres de confianza cuando, impulsados por el miedo, el resentimiento, la impericia o la fragilidad, deciden contar esos secretos que les fueron confiados. Dice el Tao: si acumulas grandes tesoros, ¿cómo evitarás en otros la tentación de robarlos?

Pero un mecanismo defraudatorio tan simple no podía pervivir en un entorno en el que la lucha contra el fraude fiscal, elevada a paradigma de la nueva «ética», se dotaba de técnicas algo más sofisticadas. Se entreveía en el ambiente que más tarde o más temprano el delito fiscal acabaría instaurándose. Franco ya no vivía. UCD, aquel magmático producto político hijo de la circunstancia, reflejaba un indudable complejo con la izquierda. Los socialistas, cuando consiguieran el poder, lo que se advertía inevitable en algún momento, podían solicitar revisión retroactiva de tales tipos de prácticas contables y financieras, al menos eso se temía en los salones españoles en los que habitó el dinero y su derivada defraudatoria. En fin, que el ambiente se tornaba cada día más incómodo y había que buscar soluciones alternativas. El socio Estado, con su famoso 35 por ciento de los beneficios empresariales, más el impuesto sobre el patrimonio y los elevados tipos del Impuesto sobre la Renta, se convertía, de facto, en un instrumento casi confiscador. En todo caso muy caro, y la búsqueda de soluciones alternativas a pagar por la realidad del beneficio se presentaba como una de las actividades más lucrativas para concentrar una potente inteligencia.

Insisto en que no es conveniente escandalizarse. Esta actitud frente a Hacienda no constituía una rara avis en nuestro sistema; al contrario: con mayor o menor énfasis y alcance es localizable en ciertas áreas de la economía mundial. Si alguien no está de acuerdo, que tire la primera piedra. Las diferencias no consisten en un código moral distinto, sino una actitud defraudatoria más o menos sofisticada en función de las consecuencias de ser descubierto. ¿Qué ética nacida de un modelo de pensar como el propio de aquellos días —quizá hoy también— puede ser algo diferente a un envoltorio de intereses subyacentes? Investigar en las vidas reales de muchos profetas de la Nueva Ética no deja de ser un paseo entre el esperpento y la inmundicia.

Lo que se estudiaba era copiar técnicas utilizadas con éxito en otros países, lo cual se ajustaba maravillosamente a la filosofía de la industria, a ese «que inventen ellos». Se necesitaba, desde luego, contactar con expertos en esta materia en la que, en aquellos días, los españoles, portadores de una cultura de fraude fiscal pueblerina, conservaban una ignorancia enciclopédica. Así fue como una de aquellas tardes con este propósito indagatorio acudí a una reunión en un despacho de la calle Almagro de Madrid. Su titular era Luis Carlos Rodrigo, un abogado peruano que algún tiempo atrás tuvo que salir de Perú a toda prisa y a escondidas, cruzando valles y montañas utilizando en ocasiones la tracción animal de un burro de carga, a consecuencia de la llegada al poder de Velasco, un individuo que —seguramente por resentimiento— arremetió contra las clases dirigentes peruanas, y la primera mujer de Luis Carlos pertenecía a una de las familias más importantes de aquel país.

Luis Carlos, huyendo de aquella quema, vino a España y montó un despacho de abogados con otros de su misma nacionalidad, copiando el modelo que hasta la llegada del revolucionario coronel peruano implantaron en su tierra y con mucho éxito, y se especializó en esta particular internacionalización de las empresas españolas que buscaran modelos de «tratamiento fiscal» más acordes con la naturaleza de los tiempos nuevos.

Luis Carlos me explicó que son muchos los que creen que los distintos territorios que existen en el mundo de los llamados paraísos fiscales tienen solo la misión de ser depositarios del dinero oculto de particulares y empresas. Desde luego, pueden ser utilizados para esta misión porque sus legislaciones garantizan la opacidad de los propietarios, pero en ocasiones su función consiste en ser instrumentos para generar dinero de coste fiscal más reducido, mucho más reducido. La técnica más común es el
transfer pricing
, como dicen los anglosajones.

Confieso que en aquellos días era un novato absoluto en estos campos y mi atención, subyugada por el encanto que emanaba de esa internacionalización, se manifestaba casi embelesada con las explicaciones del letrado peruano:

—El sistema es relativamente sencillo: se puede constituir una sociedad en Hong Kong o en Panamá o en las Antillas Holandesas solo con ponerse en contacto con uno de los despachos de abogados existentes en cualesquiera de estos lugares, con los que nosotros tenemos relación casi diaria. Las sociedades están prefabricadas y eliges las que quieras, sin que tengas que ocuparte de nada puesto que ellos, los abogados, se encargan de la administración de los negocios a que se vaya a dedicar. En Panamá, como en Curaçao y Hong Kong, las acciones de tales «empresas» son al portador, con lo que para ser dueño basta con recoger esos papeles de color rojo-anaranjado, tamaño folio, impresos de antemano, en los que figura el nombre de la sociedad que acabas de comprar y guardarlos en una caja fuerte.

Al principio casi no entendía nada. Hoy en día muchos despachos de abogados son expertos en esta materia, y lo que aquí relato es pan nuestro de cada día, tostado o sin tostar, con o sin aceite, pero de consumo diario. Ahora me estoy refiriendo al siglo pasado y en concreto a los años 1978-1979, y el clima de entonces era diferente. En realidad, más que no entender lo que ocurría, es que esos modelos de comportamiento tropezaban de manera tan frontal con lo que yo había estudiado en nuestra vieja Ley de Sociedades Anónimas que me costaba asimilar cada una de las «novedades» que me transmitía. Pero en el fondo lo que me interesaba era el verdadero funcionamiento del invento, esto es, cómo servía para ahorrar impuestos.

El modelo que diseñaba Luis Carlos era limpio y claro. Se crearía una empresa en Hong Kong que sería la compradora de las materias primas que la empresa española importara de laboratorios japoneses, singularmente de uno muy importante denominado Takeda. Este, el japonés, vendía a esa empresa de Hong Kong. La transacción entre Takeda y la empresa de Hong Kong se efectuaba a precios reales. Luego, desde España se compraba a la empresa de Hong Kong esa misma materia prima, pero a un precio muy superior. Así que la diferencia entre el precio verdadero a pagar a Takeda por la empresa de Hong Kong y el precio que desde España se pagaba a la empresa china, esa diferencia figuraba como coste en los libros de la empresa española, reducía los impuestos en España, y, además, situaba directamente esa cantidad de dinero en las cuentas de la empresa extranjera.

La teoría no podía ser más limpia, tanto que me extrañaba mucho que algo así pudiera resultar aceptable.

—Ya, Luis Carlos, pero para que algo así funcione necesitas el consentimiento de los japoneses. Además, la materia prima se importa de otros países como, por ejemplo, Suecia. ¿Crees tú que algo como lo que propones será aceptable para esos países supuestamente serios?

Luis Carlos no contestó. Se limitó a sonreír. No era la primera vez en su vida que diseñaba algo así, pero lo importante es que disponía de experiencia acerca de su funcionamiento.

—Ya veo que sonríes en señal de aprobación, pero dime una cosa. ¿Qué se hace con los suecos? ¿También hay que enviar mercancía a Hong Kong?

—No, hombre. Dentro de Europa se utiliza a Holanda.

—¿Holanda? Pero ¿Holanda puede funcionar para este tipo de cosas?

—Claro, claro que sí. Los holandeses siempre han sido muy prácticos...

—No me lo imaginaba, la verdad.

—Yo creo —me dijo sin perder la sonrisa— que lo mejor es que estudies el modelo, lo compruebes y luego ya se decidirá si se pone en marcha o no. El primer paso es el país madre de las empresas al portador. Me refiero a Panamá.

Comenzó el periplo. Un viaje dedicado a conocer el fondo del funcionamiento de las transacciones internacionales en búsqueda de una reducción de los impuestos diseñados por los países occidentales. Y la primera escala fue Panamá.

Llegamos de madrugada. Mi primer encuentro con un extraño calor, húmedo, pegajoso, a pesar de que el reloj local marcaba poco más de las seis de la mañana. Mi primera visita al trópico. La ciudad de Panamá se sitúa en el lado del istmo que da al Pacífico. La segunda impresión se produjo al subir al taxi, y no porque el color del vehículo fuera amarillo chillón plagado de letras negras, ni porque el conductor se manifestara hacia nosotros con una indiferencia grosera, sino porque nada más arrancar, una vez sentado frente al volante, accionó la radio, subió el volumen y una música de salsa, merengue o lo que sea, comenzó a ocupar todo el espacio interior, mientras el taxista se agitaba, se movía al compás y de vez en cuando recitaba la canción, que parecía conocer de memoria. Con intervalos más o menos regulares, para seguir el ritmo golpeaba con ambas manos sobre el volante de aquel coche americano, viejo, sin duda, pero enorme. En más de una ocasión sentí preocupación por si nos la pegábamos contra alguno de los vehículos que circulaban a esas horas tempranas, a la vista del entusiasmo del hombre convertido en batería en marcha... Pero afortunadamente nada sucedió. Nos dejó en el hotel y conseguimos una habitación después de esperar unas seis horas, más o menos, a que se desalojara la que habíamos reservado. El hotel estaba completo. Se ve que lo de los viajeros fiscales y financieros cundía como la espuma en el mundo.

Me encerré en mi cuarto y traté de poner sobre unas gruesas cartulinas los esquemas mentales con el fin de facilitar cualquier conversación. De la mano de Luis Carlos Rodrigo conocí a Steven Samos, un húngaro de raza judía que mucho tiempo atrás llegó exiliado al país del más famoso canal del mundo y consiguió abrirse paso utilizando, como me explicó personalmente, dos herramientas básicas: la primera, el aire acondicionado, antídoto contra un calor y una humedad difícilmente soportables. La segunda, emplear solo a mujeres. Lo cierto y verdad es que su despacho, aparte de contar con una presencia femenina abultada en número y en formas cárnicas, prestaba servicios de fiducia y casi siempre los testaferros eran mujeres panameñas. Y la temperatura física de la estancia se agradecía casi tanto como los extractos bancarios que te entregaban como pequeños mapas de tu tesoro financiero.

Casualmente el despacho de Samos se situaba en el último piso de uno de esos horrendos edificios que asolan la parte nueva de la ciudad de Panamá, y en la planta inferior, la inmediatamente contigua, la ocupaba el banco suizo Swiss Bank Corporation, lo que contribuía a hacer todo más fácil.

Un día, en las oficinas del Swiss Bank Corporation, en ese país ribereño con el Caribe y el Pacífico, nos contaron que dos empleados habían cometido un desfalco llevándose el dinero de unos clientes del banco, quien, curiosamente, había reaccionado reponiendo su capital a los afectados, lo cual, en cierta medida, me sorprendió porque no esperaba un comportamiento tan generoso de una entidad bancaria. Cuando pregunté qué sucedería con esos empleados, alguien me contestó:

—De eso no se habla. La organización internacional funciona.

Nunca más volví a oír hablar de ellos. Desaparecieron como si la tierra se los hubiera tragado. Bueno, lo más probable es que se los tragara de verdad por obra y gracia de la «organización internacional» y todavía hoy, cuando recuerdo la fría mirada de aquel funcionario bancario pronunciando unas palabras de indudable contenido amenazador, siento una especie de escalofrío, aunque mucho menos intenso que el que se produjo en aquellos años tempranos de mi juventud en los que comenzaba mi «iniciación» en el esoterismo de las finanzas internacionales.

Panamá, a pesar de ser el primer destino del viaje, en el modelo ocupaba la fase final del circuito que diseñaba el abogado peruano. Las sociedades allí constituidas se utilizarían, en su caso, para ser dueñas de las llamadas sociedades operativas, las que desde Hong Kong comprarían a los laboratorios japoneses, y las que desde Holanda harían lo propio con los laboratorios nórdicos. ¿Por qué utilizar a sociedades panameñas para ser dueñas formales de sociedades chinas o centroeuropeas? Pues para hacer más compleja la cosa, más sofisticado el circuito, nada más. Ciertamente en aquellos primeros pasos por semejantes mundos no iba a ponerme a discutir la viabilidad o incluso la complejidad de un modelo tributario (es un decir) que me enseñaba un verdadero experto en la materia. Mi misión era conocer el funcionamiento, no necesariamente ponerlo en práctica. Cuentan que en la escuela pitagórica de Samos, los iniciados aprendices debían guardar un periodo de obligatorio silencio. Bueno, pues en esta especial iniciación financiero-tributaria, la regla de oro era la misma: aprender en silencio. En algo tenían que parecerse los místicos y los banqueros: en la capital importancia que para ellos tiene el silencio. Claro que son dos tipos muy distintos de silencio, pero eso ahora es lo de menos.

Desde Panamá volamos hacia Curaçao, Antillas Holandesas, en pleno Caribe, para que un individuo llamado Carlos D’Abreu Da Paulo nos enseñara la documentación de una serie de sociedades constituidas en esa isla caribeña que podrían servir, al igual que las panameñas, como propietarias formales, pero en este caso para las sociedades operativas holandesas.

Curaçao... Nombre exótico donde los haya, famoso por su licor, que, por cierto, no probé en mi vida. Admito y reconozco algo parecido a la emoción cuando me asomé a la habitación que me correspondió en el Curaçao Hilton. Enclavado en un rincón de la isla provisto de una pequeña playa, lo más llamativo era la gruesa, muy gruesa, red metálica enclavada entre los puntales del estrecho canal por el que el mar penetraba en la minúscula rada en la que se encontraba la playa. La red se sujetaba entre esos dos extremos y se clavaba firmemente en el fondo. La razón para ese dispendio era clara: impedir la entrada de tiburones. ¡Fantástico! Saber que te bañas en una playa en la que puede haber tiburones es una experiencia que te transporta a un territorio de realidad, a un mundo hasta ese preciso instante únicamente vivido en la imaginación. Es como descubrir un tipo especial de América. Los tiburones me sacaban de la monotonía de manera abrupta y por ello mismo emocionante. Es verdad que cuando vi la capital de la isla y me sorprendió comprobar cómo habían levantado una pequeña Ámsterdam en el Caribe, las imágenes me aportaron satisfacción, aunque solo fuera por preguntarme qué motivos les llevaron a este resultado arquitectónico, pero lo de los tiburones era mucho más real, inmediato, tangible... Sin duda, mucho más emocionante.

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