Los días de gloria (66 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Mariano, sin sentirse contrariado, se movió muy lentamente, con intención de alargar la escena al máximo posible, porque estas cosas hay que disfrutarlas con calma, soltó las gomas de su carpeta azul y extrajo de ella un papel rectangular, lo contempló con expresión de júbilo en sus ojos y comenzó a moverlo muy lentamente mientras decía:

—Mira, déjate de tonterías. Aquí está el cheque que le entregasteis al agente de Cambio y Bolsa y, por si fuera poco, se giró contra vuestra cuenta en el Banco de España. Todo es muy claro. No hay nada que discutir.

Sonriendo por dentro mientras transmitía una cara de inmensa preocupación con el fin de excitar su disfrute para que aumentara el chasco, le pedí que me dejara echarle un vistazo al documento.

—A ver, déjamelo…

Di la impresión de que lo examinaba con mucho cuidado y transcurridos unos segundos, que a Mariano le debieron de parecer un ínfimo destello, le contesté:

—Pero, gobernador, no me fastidies. Pero ¡por Dios! Esto es una chorrada. Mira: cuando sacasteis la circular prohibiendo la venta de acciones por los consejeros, yo ya había comprado las acciones a Juan, así que, como sabes, las normas sancionadoras, como no tienen eficacia retroactiva, no resultaban aplicables a su caso.

—No me vengas con cosas jurídicas, que no estoy para tonterías.

—No son tonterías, pero en cualquier caso, como se trataba de vosotros, de ti, del Banco de España, teniendo en cuenta el inmenso respeto que os tenemos en Banesto, le dije a Juan Belloso que diera la orden de que no se pagara ese cheque. La verdad es que la Ley nos protegía, pero en las relaciones con vosotros no es la Ley lo que importa. Como es un cheque del Banco de España, puedes comprobar la verdad de cuanto te relato.

—¿Cómo que no se pagara?

—Sí, eso, gobernador, que no se pagara. Y no se pagó ni una peseta de dinero de Banesto.

Una ira encendida que surgía desde sus más recónditos adentros se desparramaba en su mirada. Se desconcertó. Encendió otro pitillo. Lo apagó violentamente contra el cenicero de su derecha. Volvió a encender otro. Aspiró fuerte. Se echó hacia atrás para, como impulsado por un resorte, volver a inclinarse hacia adelante.

Descolgó el auricular del SATAI de su derecha con tal ímpetu que casi lo tira al suelo. Esbocé un ademán de protección, lo que le crispó todavía más. Marcó un número de teléfono. Yo no me perdía ni un gesto, detalle, movimiento, suspiro, calada de cigarrillo, lo que fuera o fuese; deseaba todos los elementos de aquel decorado en el que la proyectada ejecución de Mario Conde corría el riesgo de convertirse en un nuevo fracaso, quizá próximo a la comicidad, de aquel gobernador. Alguien le informó al otro lado de la línea. No pudo contenerse y casi gritó:

—En efecto, el cheque no está pagado. Pero Juan ha cobrado. ¿Qué ocurre entonces con el agente de Cambio y Bolsa? ¿Qué pasa, que ha puesto el dinero de su bolsillo?

—Como puedes suponer, Mariano, ese no es mi problema. Supongo que el hombre decidió asumir un riesgo, pero ese, insisto, no es material de mi incumbencia. Y ahora, Mariano, si me lo permites, aclarado todo, me voy, que tengo un montón de trabajo. Por cierto, espero que algún día me dejes ver vuestra colección de arte.

Mariano no contestó. Su mirada se perdía entre las alfombras, los cuadros, los sofás, los ordenanzas, el pasillo, los ruidos característicos del Banco de España. Aquel hombre desmadejado, con apariencia de hundimiento general, distaba mucho del personaje que saboreó aquella mañana mi ejecución.

¿Y cómo lo había conseguido? Muy fácil. A la vista de la amenaza derivada de la circular, le dije a Juan Belloso que no pagáramos el cheque porque me temía algo parecido a lo que sucedió. El pobre agente de Cambio y Bolsa se quedó colgado con una gran cantidad de dinero, pero le dimos nuestra palabra de que no le dejaríamos tirado. Necesitábamos pasar el rubicón de Mariano. Lo conseguimos. Me presenté ante Mariano con el problema resuelto. Por eso no le di demasiado cortejo a la información de Luis Ducasse, porque la imaginé y me anticipé. Cuando uno vive rodeado de quienes quieren matarlo como sea, acaba agudizando el ingenio y aprende a barruntar el peligro.

A partir de ese instante empecé a diseñar soluciones. Entre ellas apareció Jacques Hachuel, un financiero judío amigo de Rafael Pérez Escolar, quien tomó una parte de lo vendido por Juan. Lo demás se consumó entre mi compra y la red comercial. Juan se fue, le compramos sus acciones y casi milagrosamente volvimos a escaparnos del cerco de Mariano.

Pero tres nombres clásicos de Banesto se alinearon con nuestros enemigos y perdieron. El precio a pagar no podía ser otro que su expulsión del Consejo. Ni uno solo de nosotros albergaba la menor duda sobre la procedencia de la pena. Un Consejo de Administración tiene que funcionar con leales a la entidad y empeñarse en operaciones de sustancia política es cualquier cosa menos lealtad. Discrepar, disentir razonadamente es una forma clave de lealtad. Pero, como digo, prestarse a operaciones de sustancia no empresarial no es leal.

El primero en recibir la mala nueva fue, precisamente, Juan Herrera. Antes de pedirle su dimisión necesitaba consultarlo. Herrera había sido, al parecer, miembro del Consejo Privado de don Juan de Borbón. Mis relaciones con el padre del Rey atravesaban un momento óptimo. Consideré imprescindible consultarle previamente la decisión, por si el señor consideraba que, dada su antigua ocupación, no era procedente el cese. Cenando en el restaurante Horcher en La Moraleja, abordé el asunto:

—Señor, quiero consultarle un tema algo delicado. Yo creo que el comportamiento de Juan Herrera no ha sido correcto en todo el proceso con el Central, por lo que nos estamos planteando su cese como consejero de Banesto.

Sabía que don Juan disponía de información privilegiada sobre todo lo sucedido, y no solo procedente de mí, sino, además, de Luis Gaitanes, consejero del Central y persona de máxima confianza del padre del Rey.

Don Juan estaba terminando la primera copa de ginebra que siempre consumía antes de cenar y al escuchar lo que yo le comentaba, sin el menor gesto indicando sorpresa o disgusto, con la expresión de quien tiene absolutamente claro lo que debe responder, contestó:

—No me extraña. Lo entiendo perfectamente y te apoyo.

El encargado de comunicar a Juan Herrera la mala nueva fue Rafael Pérez Escolar, que se desplazó a El Santo, la finca de la familia Martínez Campos, en donde mantuvo una conversación particularmente tensa con Juan y Lolín. Ambos, al conocer nuestra determinación en ese asunto, sufrieron un descalabro emocional, pero acabaron comprendiendo que no había marcha atrás. Al día siguiente Juan se presentó en mi despacho, totalmente abatido, para concretar los pormenores de su salida de Banesto. Me pidió reiteradamente que la versión pública debiera ser que abandonaba por razones de edad, que tuviera algunas palabras de elogio sobre él en la Junta General, que colaborara en que sus condiciones económicas en Petromed quedaran firmes y, por último, que nombrara a su hijo, Juan Herrera Martínez Campos, para sustituirle en el Consejo y continuar la línea de tradición familiar. Sentí decirle que su última petición no podía ser ejecutada en ese momento, porque el Consejo se negaría. Curiosamente, tiempo después mi hija Alejandra y las nietas de Juan Herrera formaron una sociedad y siguen siendo socias, además de amigas y de llevarse más que bien. A todas ellas les tengo un cariño muy especial.

Después de Juan, vino Pablo Garnica. Era, claro, un momento brutal para el apellido en la historia de Banesto.

—Siento esto, Pablo. Lo siento porque pudiste evitarlo. Por tu apellido, por la importancia, sobre todo, de tu abuelo, apelamos a tu obligación. Por eso estuvieron presentes César Mora y Ricardo. Nosotros no teníamos nada que ocultar y te lo dijimos. Pero en contra de vuestra tradición familiar te sumaste inconcebiblemente a una operación de naturaleza política. Lo siento, pero no puede haber marchas atrás.

Pablo lo comprendió, o cuando menos lo aceptó resignado. Decidió escribirme una carta como cierre de la presencia de su familia en Banesto. Me dirigió una carta de dimisión, de la que di cuenta al Consejo en la sesión del día 17 de junio de 1989, dejando constancia de que lamentaba la salida del señor Garnica por cuanto ello suponía que tras una tradición de muchos años ningún miembro de esta familia se sentaba en el Consejo del banco. Cuando conversaba con Pablo en mi despacho sobre su cese en Banesto, no pude dejar de pensar en la fragilidad de nuestra existencia y posiciones vitales.

El más complicado de todos fue, una vez más, Jacobo Argüelles, quien se negaba a atender nuestras llamadas porque no quería hablar del asunto. El día anterior a la Junta General de junio de 1989, me encontraba en mi despacho de La Unión y el Fénix hablando con un periodista, jefe de la sección de economía de los informativos de Televisión Española, cuando mi secretaria me pasó una nota en la que podía leerse: «Le llama el señor gobernador». Me chocó esa llamada y tuve un presentimiento, por lo que dije que me la pasaran al despacho, pedí a mi interlocutor que no se fuera, apreté el botón del altavoz del teléfono de forma que los dos pudiéramos oír la conversación.

—Sí, Mariano, dime.

—Oye, Mario, te llamo porque creo que queréis cesar a Jacobo Argüelles y eso a mí no me parece bien y quiero que lo sepas.

—Lo siento, Mariano, pero en este tema hay muy poco que hacer porque se trata de una decisión unánime del Consejo y mi capacidad de maniobra es prácticamente nula.

—Pues lo siento por ti, porque quiero que sepas que soy consciente de que has ganado una batalla importante, pero la guerra continúa, de forma que, si cesas a Argüelles, avisaré a la Inspección del banco y te aseguro que la guerra va a ser total.

—No entiendo por qué tienes que mezclar la Inspección con el cese de un consejero, pero tomo nota de lo que me dices.

—Bueno, pues ya estás enterado y espero que esta conversación quede entre nosotros.

—Puedes estar tranquilo porque no hace falta que la cuente.

El periodista se quedó aturdido por lo que había escuchado. Le despedí, abandoné La Unión y el Fénix con dirección a Banesto, en donde me esperaban los consejeros. Comenté con ellos la llamada de nuestro gobernador. Ni una sola fisura. Todos se mantuvieron firmes. Jacobo tenía que ser cesado.

El mismo día de la Junta General, 18 de junio de 1989, la prensa de la mañana publicaba una carta de Jacobo Argüelles en la que, además de una serie sucesiva de sandeces, decía que presentaba su dimisión. A mí aquello me sonó a estratagema porque conforme a la Ley española solo la Junta puede acordar el cese de un consejero, de forma tal que no vale con una carta de dimisión dirigida a un periódico, puesto que si la daba por buena, no pedía su remoción a los accionistas y posteriormente comprobaba que tal carta no existía, Jacobo se mantendría en su puesto y yo tendría que esperar otro año, lo cual era, obviamente, algo más que incómodo.

Llegó el momento en plena Junta de Accionistas. Comencé informando a la Junta de los ceses:

—Señores accionistas, les informo del cese como consejeros de don Juan Abelló Gallo, don Juan Herrera Fernández, don Pablo Garnica Gutiérrez, don Epifanio Ridruejo, don José Luis del Valle, don Carlos Bustelo, don Alberto Cortina...

Así uno tras otro hasta completar la lista de caídos en la guerra contra nosotros. El silencio era aterrador. Los ceses sonaban en la abarrotada sala de Juntas como sentencias de muerte ejecutadas al amanecer.

Paulina Beato se puso algo nerviosa y me pasó un papel en el que decía: «No te vayas a olvidar de cesar a Jacobo».

Por nada del mundo me habría olvidado de Jacobo. Antes al contrario, quería crear el ambiente adecuado, la tensión justa, la atención imprescindible para que aquel cese provocara historia en la banca española.

—Señores accionistas —dije en un tono solemne—. La prensa de hoy publica una carta del señor Argüelles en la que dice que presenta su dimisión como consejero de Banesto. Yo no tengo constancia de dicha carta porque hasta el momento en que tengo el honor de dirigirme a ustedes no he recibido ninguna comunicación formal al respecto. Por tanto, si es cierto que ha dimitido, les propongo que acepten la dimisión, pero si no es así, si se trata de una carta inexistente, les pido que en este momento acuerden el cese del señor Argüelles.

Al concluir mis palabras un aplauso profundo, largo, sentido, en el que muchos de los directores presentes en la sala se vengaban de las humillaciones a las que les sometía en ocasiones Jacobo. Su cese simbolizaba muchas cosas. Años de historia se cerraban con aquel aplauso.

La Junta, a pesar de anunciar a los accionistas la ruptura de la fusión con el Central, constituyó un éxito. Por fin, nos habíamos librado del acoso de los Albertos, aunque sería más justo decir del ministro de Economía y del gobernador del Banco de España a través de los primos. Los que perteneciendo a las familias se decantaron en contra nuestra ya no ocupaban ningún sillón del Consejo de Banesto. Una nueva etapa se iniciaba con un nuevo proyecto: la Corporación Industrial y Financiera de Banesto.

Sentía un sabor amargo por haber fracasado en un proyecto de esa envergadura. ¿Cómo es posible que personas de nuestra generación fueran incapaces de entenderse? ¿Hasta dónde llega el protagonismo personal como valor supremo? ¿Cómo las inmundicias, la envidia, la soberbia, la miseria moral se convierten en los principales actores de un drama en el que se dilucidaba una estructura de poder económico privado capaz de introducir dimensión, fuerza, volumen, capacidad de hacer grandes cosas en el atribulado mapa económico español?

La clase dirigente empresarial española deja mucho que desear. Teóricamente aquello era una victoria para mí. De un plumazo Abelló y los Albertos fuera de Banesto y, además, presentábamos el proyecto de creación de la Corporación Industrial. Pero en el fondo, en mi verdadero fondo, abrigaba una sensación de fracaso y no solo personal, sino en cuanto país. Era evidente que el Sistema estaba dispuesto a todo: o las operaciones se hacían con sus hombres y para sus intereses, o sencillamente se utilizaba el aparato de poder del Estado para abortarlas. Tenía entonces cuarenta años y lamentaba profundamente que en mi interior se consolidaran ideas como estas, pero la realidad, lo que vivía cada día, me enseñaba que, desgraciadamente, así estaba construida España. Eso era el Sistema en el que yo me negaría a integrarme.

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