Los días de gloria (69 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Por cierto, eso de la llamada del presidente del Gobierno durante una cena lo tenía repetido en mi historial, porque fue exactamente lo que sucedió cuando Juan Abelló y yo cenamos con Asiaín e Ybarra en la sede del Bilbao para charlar sobre la OPA hostil a Banesto. Es que debe de impresionar mucho eso de que llame el presidente de un país. Supongo.

Las reuniones con Txiki a partir de ese momento fueron muy numerosas. Una de las últimas se desarrolló en la casa que Antonio tiene en la sierra de Madrid. Acabamos a tan altas horas de la madrugada, atendidos por un hombre de cojera ostensible, que solo tuve tiempo de tomar el coche, llegar a casa, darme una ducha, cambiarme de ropa y salir a toda velocidad hacia el aeropuerto, en donde me esperaba el avión del banco con destino a Suiza.

No puedo ocultar que siempre he sentido simpatía por Benegas. He conversado muchas horas con él, en ocasiones en compañía de Alfonso Guerra, pero todavía muchas más junto a Antonio Navalón. Nuestro lugar habitual de encuentro era el restaurante La Dorada, en Madrid, cuyos reservados o «camarotes» —así los denominan— son testigos mudos de la intensidad y duración de nuestros almuerzos y cenas. Los camareros del establecimiento y los miembros de nuestros equipos de seguridad se hartaban de esperar a que concluyéramos nuestros largos parlamentos. Nuestras conversaciones, como es natural, giraban en torno a la situación política y económica de España, y a la tensión interna que se vivía con particular intensidad en el Partido Socialista Obrero Español.

Al menos por mi parte, llegué a sentir un ambiente de especial confianza entre nosotros, a lo que, sin duda, contribuyó el grado de sinceridad y compromiso en las afirmaciones, dudas y confianzas de las que me hacía partícipe.

Txiki mantuvo un encuentro beligerante con Solchaga. Él mismo me lo confesó. En alguna ocasión se celebró una reunión a tres entre Txiki, Solchaga y el presidente del Gobierno, Felipe González. En otra, según me relató, el encuentro tuvo lugar en un bar cercano a la sede del PSOE en la calle Ferraz. Txiki me contó que como consecuencia de esa conversación casi llegan a las manos, lo cual, por cierto, teniendo en cuenta que uno es navarro y el otro vasco y que la simpatía profunda no es precisamente el sentimiento que une a sus espíritus, no tendría nada de particular.

Según me relataba Txiki, la posición de Solchaga era tan rotunda como arbitraria.

—No se le pueden conceder las exenciones, Txiki. Te equivocas. Conde es un enemigo del PSOE, más que eso, es el verdadero enemigo y su objetivo es quitarnos el poder, al menos a nosotros. La Ley nos permite ser discrecionales en la concesión de estos beneficios. Es absurdo concedérselos a nuestros enemigos.

Benegas no se inmutaba. Siguió en sus trece. Sabía que con el navarro no gozábamos de oportunidad alguna. Su posición era irreductible, como en su día me transmitió Antonio Navalón.

—Tenemos que pasar por encima de Solchaga. No hay otra solución que Felipe González. Intento conseguirte una entrevista con él. No será fácil porque si se entera Solchaga tratará de cortocircuitarla por todos los medios. Pero la trabajaremos.

Que un presidente de Banesto tenga que utilizar esos vericuetos para conseguir una entrevista con el presidente del Gobierno cuando por en medio anda el 1 por ciento del PIB español da una idea de cómo estaban las cosas en aquella España. Pero que haya que actuar a escondidas, evitando por cualquier medio que se entere el ministro de Economía, porque si tuviera conocimiento de ello se cargaría la reunión, es pintar un cuadro con el máximo detalle posible del impresionismo pictórico. Con esos bueyes arábamos aquella tierra, así que a esperar que fructificaran las gestiones de Txiki.

No sé muy bien cuál fue la llave que, a pesar de la oposición del poderoso ministro de Economía, me abrió las puertas de la conversación con el entonces presidente del Gobierno. Fue Txiki quien la accionó, pero ignoro la razón o motivo que convenció a González de la conveniencia de recibirme.

—Por fin, Mario. Felipe accede a la entrevista. Llamarán a tu despacho para decirte la hora. Creo que es el momento clave. Si le consigues convencer, hemos ganado.

La reunión con el presidente se celebró, creo recordar, en el mes de diciembre de 1989 y debo reconocer que salí bastante aturdido del encuentro. Entré preocupado, como no podía ser de otro modo. Era demasiado lo que estaba en juego. Sabía, además, de la enemiga de González, una enemiga incomprensible, pero cierta. No en vano consentía a sus ejecutores todo lo que habían desplegado sobre nosotros. Escámez y yo le visitamos para contarle el gran proyecto de la economía española. Sus gentes en el sector privado y público lo desmoronaron, lo convirtieron en imposible. Ahora volvía con otro proyecto también capital para nuestra economía. Tenía en sus manos la llave. Yo ignoraba si la accionaría o no. Con ese hombre es difícil predecir conductas.

Desplegué todos mis conocimientos y capacidad de persuasión.

—Presidente, un país como el nuestro no puede limitarse a ser una economía de servicios. La fortaleza a largo plazo de una nación descansa en la solidez de su aparato productivo.

Felipe silente, sin asentir ni disentir, como corresponde, según dicen, a un buen político...

—España es un país capitalista sin capitales, y si la banca se aleja de la financiación del aparato productivo, tanto por la vía de créditos como por la más directa de participar en el capital de las empresas industriales, no existe solución para nosotros a largo plazo.

Específicamente le dije que la discusión sobre la banca anglosajona y la banca alemana, esto es, la banca alejada y la comprometida con el desarrollo industrial, puede ser interesante en el plano teórico, pero de lo que se trata, lo que tenemos que hacer, es, al margen de teorías, decidir lo que conviene a un país determinado, en un momento determinado y con unas características determinadas. Fuera o no una realidad esperable a corto plazo la Unión Europea —le insistía—, en cualquier caso, nuestra circunstancia nos exige ese tipo de banca. Si, además, creemos que el Mercado Único y la Unión Europea van a convertirse en realidades tangibles en un plazo de tiempo no excesivamente largo, entonces a mayor abundamiento.

Decía que salí aturdido de esa entrevista porque me encontré con un Felipe González que, después de haberme escuchado con cara de atención, tuvo una respuesta a mi discurso que para mí fue altamente sorprendente.

—No necesitas convencerme. Creo que tienes razón. Los del Banco de España apuestan por otro modelo, pero eso no tiene nada que ver. Los políticos tenemos que velar por encima de teorías académicas para resolver los problemas reales de un país. Hablaré con el ministro de Hacienda.

Prácticamente ahí se acabó una entrevista que había costado, ya que no sangre, sí al menos mucho sudor. No entendía nada. Imposible dejar de pensar, siquiera sospechar, que estaba ante una frase dicha para calmarme, pero que luego, a la hora de la verdad, se escudaría en Solchaga para decidir lo que políticamente consideraran más conveniente. Y en el altar de esa conveniencia podría fácilmente diluirse.

Al final, casi al despedirnos, me dijo que tendríamos que continuar nuestra charla y hablar sobre temas de «información».

—¿Sobre qué?

—Sobre información y comunicación...

Su tono, alargando las últimas sílabas, dejaba entrever algo raro, por lo que corté por lo sano.

—Sobre eso, sobre información, comunicación y sobre lo que quieras hablamos cuando tú lo estimes oportuno y con todo el detalle que estimes conveniente. No tengas duda, presidente.

—Bueno, ya te diremos cosas...

Entre esa conversación y la concesión efectiva de las exenciones pasó mucho tiempo, tanto que Txiki parecía perder los nervios al hablar conmigo por teléfono.

—No puedo decirte nada, Mario. Nada más puedo hacer. El asunto ya está en sus manos.

Al final fue Solchaga quien decidió. Y eso que el presidente del Gobierno me insistía en que estaba convenciendo a un convencido. Cosas del mundo de los políticos, supongo.

El final de la historia de las exenciones fiscales al mayor proyecto industrial de España se sitúa en el despacho de Carlos Solchaga, ministro de Economía y Hacienda.

Después de mi entrevista con Felipe el tiempo, como decía, seguía transcurriendo lentamente sin que se percibiera el menor movimiento que me indicara que lo prometido por González se iba a traducir en algo concreto, tangible, práctico. Presionaba a Navalón y este a Txiki, pero siempre aparecía Solchaga como el último obstáculo. Por fin, un día determinado se produce el gran evento: el ministro de Economía me cita para las cinco de la tarde en su despacho, pero no en el próximo a Banesto, sino en el edificio de la plaza de Cuzco de Madrid.

Allí me presenté cargado de incertidumbre. Solchaga me recibió muy amable, con gestos premiosos y una sonrisa algo irónica que presagiaba una conversación poco placentera. Pasamos a su despacho y nos sentamos el uno frente al otro separados por una mesa en la que se depositaron los cafés que pedimos al ordenanza del ministerio.

—Bueno, ya hemos tomado una decisión al respecto de las exenciones fiscales. Quiero que sepas que hemos manejado todos los antecedentes de casos similares y nuestra conclusión es que podríamos concederos el 50 por ciento de exención sobre una base imponible de unos treinta mil o treinta y cinco mil millones de pe setas.

Carlos Solchaga no es mal actor, porque no es mal político. Sin embargo, en esa ocasión, a pesar de la apariencia de seriedad y objetividad con la que adornaba sus palabras y gestos, no pudo evitar un ligero destello de brillo en su mirada, y un levísimo movimiento del rictus de su boca, el átomo de una sonrisa de maldad. La propuesta que acababa de escuchar era, sencillamente, la manera más sofisticada posible de decir no a nuestro proyecto. Sin alterarme lo más mínimo le miré a los ojos y, con un tono de voz muy parecido al que había utilizado conmigo, contesté:

—Bien. Eso significa que no podemos crear la Corporación Industrial. En tal caso me parece mucho mejor decirlo claramente y ahorrarnos circunloquios innecesarios, ¿no crees, ministro?

Carlos tardó unos segundos en contestar. Estaba disfrutando de su momento, exigiéndome el precio por mi atrevimiento de puentearlo, saboreando mi angustia, vengándose de mi osadía, sintetizando en segundos su rabia colérica por el fracaso de la OPA del Bilbao, la expulsión de López de Letona, mi enfrentamiento con Mariano Rubio, mi obstinación en no querer despachar obediencia a quienes son los verdaderos dueños del poder económico en España. Me miraba fijamente a los ojos aunque por un instante creí percibir su mirada perdida, como ausente, más instalada en el recuerdo que constituía el objeto de su disfrute que en mi actitud ante una propuesta tan descabellada, cuya respuesta debería ser por mi parte la súplica en la postura de máxima humillación. No le proporcioné esta última parte del placer deseado, limitándome a advertirle que me parecía más serio que directamente prohibiera la implantación de nuestro proyecto. Por fin, inclinándose ligeramente hacia adelante, rompió su silencio para preguntarme con evidente cinismo:

—¿Qué sería para ti algo que te permitiera crear la corporación?

Bueno..., pensé para mis adentros. Parece que la estrategia ha funcionado. Se ve que le molesta mucho eso de que diga que el ministro de Economía me ha impedido crear la corporación... Bueno..., parece que vamos bien. Le contesté con rotundidad:

—No lo sé, pero desde luego está muy lejos de las cifras que me proporcionas. Sinceramente, no entiendo cómo podéis frustrar un proyecto de esta envergadura.

Mantuvo silencio durante unos segundos. Clavó sus ojos en los míos con su característica mirada desafiante. Cuando creyó percibir que el mensaje telepático había sido debidamente recibido, edulcoró un poco el tono de voz y con gestos que deseaban transmitir una tremenda preocupación por la carga de tener que cumplir con un deber de servicio público a la sociedad española en general y al proyecto Banesto en particular, comentó:

—Bueno, déjame hacer una llamada y veré qué se puede conseguir.

Poco a poco me iba acostumbrando a estos eufemismos de «miraré a ver qué puedo hacer» cuando era claro como el luminario azteca que podía hacer todo lo que quisiera porque en realidad era el único que mandaba, pero, en fin, son reglas del juego, y yo también sabía algo ya de cómo jugar esas cartas.

Se desplazó hacia su mesa de trabajo y marcó un número del ministerio. No retengo en la memoria el nombre de su interlocutor, pero sí su sexo: era una mujer. La conversación fue muy corta. Colgó el teléfono y volvió a mi encuentro.

—Bueno. Lo máximo que puedo hacer es algo del orden de los 135 000 millones y una exención del 70 por ciento. Es mi última oferta.

La verdad es que la llamada resultó ser altamente productiva. En apenas segundos pasamos de 30 000 a 135 000 millones y del 50 al 70 por ciento. Estaba seguro de que con eso teníamos más que suficiente, pero tampoco quise demostrar mi alegría interior de forma tan espontánea. Contuve mis sentimientos y tratando de aparentar la mayor frialdad posible, dije:

—Bien, ministro. No sé. Si me permites, me gustaría hacer una llamada telefónica.

—Por supuesto, pero en el caso de que aceptéis, tenéis que retirar la instancia originaria y presentar una nueva solicitando estas cifras que te digo.

—Entendido.

Marqué el número de Banesto en el teléfono SATAI situado a mi derecha. Pedí hablar con Ramiro Núñez y le expliqué la situación. Como es lógico, Ramiro se quedó encantado. La nueva instancia quedó presentada muy pocos días después.

¿Por qué quería una nueva instancia? Pues evidente: para que yo no pudiera decir públicamente que me habían concedido menos de lo pedido porque eso podría afectar a su prestigio —digo yo— en instancias internacionales. A mí me daba igual porque lo que quería eran las exenciones. Lo demás, adornos veraniegos.

—De acuerdo, ministro. Así se hará.

—Bien, Mario, espero que ahora te des cuenta de quién manda en este país y dónde se toman verdaderamente las decisiones.

Cuando alguien necesita aclararte algo así, es que manifiesta debilidad. Cada vez que en mi vida he escuchado una autoafirmación de poder frente a terceros, es que quien ejecuta el guión siente debilidad frente a aquellos a los que les recuerda su poder. Pero en este caso no tenía que ponerme a construir teorías sobre la auctoritas y la potestas, sino, mucho más humildemente, hacer lo preciso para irme a casa con las exenciones en el bolsillo.

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