Los días de gloria (70 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

—Sobre eso, ministro, la verdad es que no albergo excesivas dudas.

—Quiero que sepas que esta es una decisión política, porque el Gobierno, en materia económica, soy yo, y cuando te digo yo, es que soy yo y no otros. Yo, como ministro, tengo plena libertad para estas decisiones.

Le escuchaba en silencio. Disponía de varios argumentos jurídicos que de alguna manera contradecían su tesis, pero una vez las exenciones en el bolsillo, soportar un poco de discurso de este porte, cualquiera que fuera la opinión que me mereciera en el terreno ideológico, tampoco era un trabajo excesivo. Carlos parecía impulsado por algún resorte, ese que mueve a las personas a alargar aquellos instantes deseados desde hace tiempo en los que domina, o cree dominar, a otro ser humano, le da lecciones, le explica el ser y no ser de la vida, la cuadratura del círculo o el origen de los números de Fibonacci. Siguió imparable:

—Deberías saber que no se gana nada con acudir a estas personas del partido.

Aquello comenzaba a ser un poco excesivo. Una cosa es que yo tuviera que soportar sus críticas a mi actitud y otra bien distinta, que me hiciera partícipe de algún tipo de confidencia que yo no deseaba en absoluto. ¿El partido? ¿Por qué el partido? Pues porque Carlos tenía tesis acerca de cómo debían ser los partidos políticos de este fin de siglo y debo reconocer que no andaba desencaminado.

—El partido no funciona en su estructura actual. El mundo ha cambiado y los partidos deben acomodarse a la nueva era. No tienen el menor sentido esas organizaciones elefantiásicas. Resultaron útiles cuando eran la única manera de comunicar eficientemente con los ciudadanos. Hoy los medios de comunicación social son fuente de obsolescencia técnica para este modelo.

Sorprendente. Realmente sorprendente que Carlos Solchaga estuviera comentando conmigo sus ideas acerca del futuro de los partidos políticos. A pesar de considerarme uno de sus peores enemigos y de haber actuado en consecuencia en muchas ocasiones, no por ello me niego a reconocer que Carlos Solchaga es un individuo poco corriente y, en mi opinión, con capacidades, formación e inquietud intelectual muy superior a la media de las personas que he conocido en el partido en el que milita. Presentía que quería llegar a alguna parte y no tardé en comprobar que mi premonición no era descabellada.

—Precisamente por ello están abrumados por los gastos y hacen cualquier cosa por conseguir dinero para sufragarlos. No es que sea una organización ineficiente, es que, además, es muy cara. Personas como tú no deberíais entrar en ese juego. Primero, porque no os sirve para nada, como ya te he demostrado. Segundo, porque permitís que subsista un modelo obsoleto y caduco y una burocracia inservible. Alargáis el ajuste imprescindible a los nuevos tiempos.

Mi silencio fue absolutamente sepulcral. Carlos Solchaga acababa de insinuar, con esa delicadeza suya tan característica, que yo había contactado con personas del partido para conseguir las exenciones fiscales y que ellos, los de su partido, actuaron en mi favor por dinero, al margen de sus convicciones, y que si lo hicieron fue porque necesitaban esos emolumentos para compensar las salidas dinerarias de una organización muy cara. Me quedé realmente estupefacto. Era evidente que tenía que desviar la conversación porque el silencio se convertía en exageradamente agobiante.

—Bien, Carlos, tengo claro lo que me dices. ¿Qué vas a hacer esta Semana Santa?

Supongo que se quedaría algo desconcertado ante ese giro de conversación, pero pronto se daría cuenta de que no podía ni debía entrar a concretar nada. Entre otras razones porque yo no había pagado un duro al PSOE, ni a nadie de esa organización. Otra cosa es que él sospechara, que imaginara, que presintiera que tanto esfuerzo en mi favor sería debido a compensaciones económicas. Pero entre sus sospechas y mi realidad se levantaba una frontera que desde luego yo no estaba dispuesto a cruzar. Por eso corté. Pero al tiempo formulé una pregunta que acentuaba el tono amigable.

—Seguramente iré por Mallorca —contestó el ministro no sin cierta sorpresa en la voz y el gesto por el cambio de rumbo tan brusco.

—Hombre, yo voy a estar también allí. Si te apetece, podrías venir un día a cenar a mi casa y charlamos más despacio.

—Podría ser, podría ser.

—Le diré, si te parece, a mi secretaria que le dé a la tuya mis números de teléfono en Mallorca y si te apetece me llamas.

—De acuerdo.

—Digo que me llames porque eres el que manda y si quieres vienes y si no, pues nada. El poder no necesita dar explicaciones.

Lo dije con la menor sorna posible en voz y gesto. Solchaga creo que no interpretó lo mismo. Lo cierto es que no me llamó. Ni siquiera sé si fue o no por Mallorca, pero en cualquier caso no estuvo en mi casa.

Respiré profundamente cuando abandoné el edificio de Cuzco y me encontré en la calle. Apenas unos metros me separaban de mi coche, pero los recorrí a cámara lenta, disfrutando en cada paso, en cada movimiento del aire que llenaba mis pulmones. Sentía una inmensa alegría interior. Al fin y al cabo, el encuentro se había saldado con victoria de nuestra parte. La Corporación Industrial era una realidad. Salí algo más que contento de aquel encuentro. En síntesis había ganado.

Cumplimos los trámites ordenados por el ministro, informé a Navalón y a Txiki, a la Comisión Ejecutiva del banco y llegó el gran día. La Orden Ministerial en la que nos concedían las exenciones fiscales. El Consejo estaba radiante. Nos llegaban las primeras noticias de que la Bolsa había recibido la buena nueva con ascenso en flecha de nuestras acciones. Desde allí mismo informé a Jesús Polanco y concluida la sesión volé hacia Mallorca. Leí los periódicos del día siguiente en Can Poleta. Todo un espectáculo. Con enorme diferencia, el que dedicaba mayor extensión en espacio y mejor tratamiento informativo era
El País
. Parece ser que mi comunicación telefónica con Jesús había surtido efecto. Hasta el extremo de que recibí una llamada de Jaime Botín, presidente de Bankinter.

—Belce, de nuevo el poder en tus manos.

El ascenso en Bolsa fue rotundo. La imagen de Banesto mejoró de modo brutal. Ahora llegaba el momento de la cuenta, de pagar la factura por estos servicios. Algún tiempo después de toda esta bonanza, Antonio Navalón acudió a mi casa con un propósito más que comprensible: que hiciera efectivo el compromiso asumido por mí. Dicho de manera más ordinaria: que le pagara los mil doscientos millones de pesetas que se fijaron como precio por el trabajo.

—No me parece justo, Antonio, ante todo porque las exenciones se han concedido por la mitad de lo solicitado.

Todo el mundo tiene el derecho y hasta la obligación de negociar y tratándose de una cifra de esa envergadura no estaba dispuesto a soltar el cheque, por decirlo de manera gráfica, sin un mínimo de forcejeo.

—Eso es verdad, pero también lo es que prácticamente resulta indiferente para vosotros. A partir de una determinada cifra, lo que cuenta es el hecho de poder crear la corporación. Fíjate el subidón que pegaron las acciones de Banesto. Ha sido uno de los mejores negocios del mundo para vuestros accionistas.

Antonio tenía razón. Por ese camino mis argumentos se debilitarían enseguida. Pensé alguna estratagema para dilatar el pago completo. Seiscientos millones de pesetas me seguía pareciendo mucho dinero, y por muy importantes que hubieran sido los servicios que nos habían prestado Antonio y su lobby, su retribución alcanzaba cifras de gran envergadura, así que pensé que la mejor manera de rentabilizar nuestro dinero era pedirle algo complementario.

—Vamos a ver, Antonio. Seiscientos millones por esta primera parte me parece suficiente. Ahora bien, no quiero que pienses que no voy a cumplir mis compromisos. Lo que te propongo es lo siguiente: como sabes, vamos a salir a Bolsa y estamos adjudicando a la UBS la colocación en los mercados mundiales. Se trata de pequeños accionistas para los que tenemos una demanda brutal. Mi idea es que Banesto tenga menos del 51 por ciento de la corporación, porque no lo necesitamos. Incluso algún día quisiera bajar del 25 por ciento.

Antonio me escuchaba con atención pero el gesto de disgusto por el coste que para él había tenido el desayuno se manifestaba al exterior de manera indisimulada. Seguí con mi discurso.

—Por ello me gustaría tener algún paquete importante controlado. Inversores institucionales que estuvieran dispuestos a comprar una parte de la corporación, un 10 o un 15 por ciento, por ejemplo, de forma que se agruparan con Banesto. No creo que eso para vosotros sea especialmente difícil.

—¿Qué quieres decir, que me pagas ahora seiscientos millones y otros seiscientos si te consigo esos inversores?

—Exactamente, Antonio, exactamente, y me parece un trato justo.

No tengo la menor idea de si en esos segundos o minutos mi interlocutor puso en funcionamiento su cabeza para calcular las probabilidades de culminar con éxito un encargo como el que le estaba exigiendo para recibir la segunda mitad del trato. Como hombre práctico que es, seguramente pensó que tal asunto era un trabajo para el instante inmediatamente posterior al cobro de los primeros seiscientos millones, así que se concentró en ello con todas sus fuerzas.

—Bueno, ya hablaremos de los inversores. ¿Qué hago para que me pagues?

—Primero voy a informar a la Comisión Ejecutiva y le encargaré a Belloso que tramite el pago. Tú te pones en contacto con él y lo que decidáis está bien. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Antonio abandonó Triana 63 y yo tuve el convencimiento de que me acababa de ahorrar seiscientos millones. Nunca tuve la menor esperanza de que me colocara ese 10 por ciento de la corporación, entre otras razones porque no sabía de dónde sacaría los posibles inversores. Pero desde ese mismo instante, tal venta de acciones dejó de ser mi problema para trasladarse a Antonio. Seguramente él pensó lo mismo: al final esto se queda en seiscientos de los mil doscientos pactados.

Al día siguiente me puse al habla con Belloso. Juan estaba literalmente encantado porque la Corporación Industrial era una fuente de aguas limpias y cristalinas para los recursos propios del banco. Sabía desde el inicio que había contratado a Navalón y Selva para este cometido y conocía a la perfección el tipo de trabajo que mis llamados asesores cumplirían en este espinoso asunto: puentear a través de Txiki al intransigente Carlos Solchaga. Nunca comentamos de manera abierta y directa que detrás de ese pago alguna cantidad podría ir destinada a personas del PSOE o al propio PSOE, pero era algo que flotaba entre nosotros dos sin querer fijar ni nuestra atención ni nuestra palabra en tan escabroso asunto.

—Antonio te llamará para cobrar. Supongo que lo hará a través de la sociedad suya esa, Euroibérica de Estudios, que es la que nos pasaba las facturas al banco cuando lo de la fusión-desfusión con el Central.

—De acuerdo, hablaré con él —contestó Juan.

La idea originaria de Antonio era, en efecto, cobrar en España y en pesetas.

Curiosamente, una mañana de aquellas, Juan Belloso se me acerca y con voz de sigilo me comenta:

—Me cuenta Abad que en una sociedad nuestra que se llama Banesto Industrial Investment hemos tenido este año unos beneficios especiales de unos setecientos millones de pesetas como consecuencia de cambio de divisas y me propone que los demos como dividendo.

—Bien, no me parece mal.

—Sin embargo, yo he pensado que podríamos utilizarlos para pagar a Navalón. Teniendo en cuenta el tipo de pago de que se trata yo creo que es mejor que se pague desde el extranjero —continuó Juan.

—¿Qué más da? Si se lo vas a pagar a Euroibérica en España y en pesetas, queda el mismo rastro que se lo pague Banesto que esa sociedad que dices.

—Hombre, claro, pero lo que yo quiero es que busquen una sociedad de fuera para cobrar el dinero, que nos pasen a Banesto Industrial Investment una factura y en paz.

—¿Eso no tiene problemas?

—Ninguno, porque se trataría de un pago entre dos no residentes.

—Pero no tenemos nada que ocultar. Navalón vive aquí y si le pagamos fuera, ¿no tendremos problemas fiscales nosotros?

—Nosotros no, presidente. Él sabrá... Si la sociedad es suya, lo tendrá que declarar, digo yo. Nosotros declaramos el pago. Él, el ingreso.

—Ya..., pero tiene que ser suya la sociedad.

—Hombre, si es él el que nos dice a dónde pagar es claro que es lo mismo que pagarle a él.

—Bueno, pues hazlo como queráis.

Al cabo de unos días, Juan, de nuevo manteniendo el tono sigiloso, como si estuviéramos ocultando algo o envueltos en alguna trama prohibida, casi me susurra al oído:

—He hablado con Antonio y me ha dicho que Diego Selva ha salido ya para Suiza a buscar una sociedad para que nos haga la factura de los seiscientos millones.

—Ah. Muy bien —fue mi respuesta.

Nunca más volví a saber del asunto, salvo por un detalle. Juan, con el propósito de cubrirse, quiso que la Comisión Ejecutiva conociera el pago y hasta que lo aprobara, lo que nunca sucedía en el banco. Siguiendo su sugerencia informé a todos los miembros de la Comisión, formalmente constituida, de la necesidad de efectuar ese pago, pero, por razones de prudencia y porque, como digo, no era misión de ese órgano colegiado aprobar este tipo de gastos, yo mismo sugerí que no constara en acta. Lo que ignoraba es que Juan había preparado en su secretaría un texto de la factura con una leyenda que decía: «Aprobado en Comisión Ejecutiva. Consejero delegado».

Al no tener reflejo formal en el documento que recogía nuestras deliberaciones, Belloso se percató de que no podía enviar esa factura firmada con esa leyenda a Javier Abad, así que la abandonó, preparó otra sin nada escrito y se la envió al director general para que siguiera su curso ordinario. Nunca más volví a saber de ese pago. Ni con Navalón, ni con Diego Selva, ni con Belloso, ni con Abad, crucé una sola palabra al respecto. Únicamente, cuando presentó Juan al Consejo los resultados del banco, en el consolidado aparecía un aumento de gastos y se explicó que era debido a un pago de importancia que estaba relacionado con la Corporación Industrial. Recuerdo perfectamente la mirada de Antonio Torrero, presidente del Comité de Auditoría, además de consejero, expresiva de entender de qué iba el asunto y que pasáramos a otro tema. Ninguno de nosotros habíamos oído hablar en nuestras vidas de una sociedad llamada Argentia Trust, salvo uno: Juan Belloso Garrido.

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