Los días de gloria (94 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

—Durante estos años siempre he pensado que debía decírtelo. He visto tantas cosas... Y no sabía qué hacer con esto. Al final, mira por dónde, nos encontramos en circunstancias tan trágicas. Pero, en fin, me alegro de habértelo dicho aunque sé que tendría que haber venido antes.

—No te preocupes, mujer, lo entiendo perfectamente Aquello fue todo un Estado contra un individuo y eso es capaz de aterrorizar a cualquiera. Además, eso de que tu marido fuera consejero de Aznar en el Gobierno de Castilla y León impone un cuidado especial.

Se fue. Jaime la acompañó. Me despedí con un beso. Jaime, al regresar de su despedida, me aclaró que Jesús Posadas era el receptor directo de la información que suministraba Aznar con algo más que entusiasmo. Pero otros asistentes en aquella noche estuvieron al tanto de lo que ocurría, entre ellos Juan José Lucas, Juan Carlos Aparicio, Javier León y Fernando Zamácula, quienes disfrutaron el bufé que Ana Botella preparó y situó cuidadosamente en aquella mesa alargada que mereció los elogios de los allí presentes. Al poco de que aquella mujer dejara Triana contacté con mi hijos para preguntarles si se acordaban de un chico de ese apellido que, según su madre, había estado en la boda de Alejandra en Los Carrizos. No tardaron demasiado en identificarlo.

En pleno inicio de verano de 2010, vencida la primera mitad de julio, Alejo Vidal-Quadras, dirigente del PP catalán, que cesó en su puesto seguramente a consecuencia de un pacto entre Aznar y Pujol, el líder catalanista, ocupaba ahora el cargo de vicepresidente del Parlamento Europeo, un refugio de oro, desde luego, pero poco ajustado al espíritu combativo de Alejo, a ese espíritu que deriva precisamente de la fortaleza de las convicciones personales. Alejo se encontró con Ana Botella, la mujer de Aznar. Como si fuera el asunto más importante del mundo, le espetó con un cierto tono airado, rayano en la protesta:

—¿Me quieres decir qué hace Mario Conde en Intereconomía?

Desde octubre de 2009 venía asistiendo a un programa de esa cadena llamado
El gato al agua
. Concedí, antes de ingresar en el programa, algunas entrevistas en solitario y finalmente decidí actuar como colaborador habitual en esa tertulia política. La valentía, la honradez y la fortaleza de espíritu cimentado en valores de su propietario, Julio Ariza, lo permitió y hasta lo estimuló, creyendo en lo que yo era capaz de transmitir. Lo cierto es que la cadena en general y de modo muy singular ese programa en concreto se convertía en referente para muchos, no solo de la extrema derecha, ni siquiera de la derecha civilizada, sino que ampliaba su espectro a otros confines ideológicos. Como me dijo almorzando en A Cerca un psiquiatra de Ourense, un hombre culto, serio, sereno, proveniente del ala izquierda, galleguista:

—Os veo los jueves. No estoy de acuerdo en todo lo que decís. Pero estoy de acuerdo en que digáis todo lo que decís, porque es el único medio de tener información para configurar opinión.

Y nuestras opiniones eran escuchadas. Yo no atacaba a Aznar. Simplemente relataba hechos. Y quizá esto es lo que pudiera preocupar. Cuando el enemigo de uno son sus hechos, mal asunto.

Esa preocupación me llegaba de muchos costados de la geografía política española. Yo no le concedía importancia. Lo suponía. Pero en esos casos no se suele tener miedo a quien habla, a quien cuenta, a quien relata, sino a los hechos puros y duros, a los hechos desnudos. Por ejemplo, a que alguien pudiera relatar una conversación como la que me contó aquella mujer en mi casa. Habían pasado muchos años. Para ser más concreto, diecisiete desde 1993. Pero determinadas actuaciones permanecen vivas en la memoria. No sé si será el sentimiento de culpa el que las afianza en los circuitos mentales.

El año 1993, que sería el último de mi vida en Banesto, comenzó con augurios personales nada despreciables. Mariano Rubio había desaparecido del mapa del poder, y con él la influencia de su grupo de soporte se vio mermada hasta límites que jamás pudieron sospechar. Tocaron retirada. Mis primeros encuentros con el nuevo gobernador, Luis Ángel Rojo, no pudieron ser más fructíferos.

—No quiero hablar del pasado, Mario. Puedes estar seguro de que no estaremos en guerra con vosotros. Queremos que las decisiones que se tomen sean estrictamente profesionales, financieras, bancarias, sin componentes de otro tipo.

Confieso que creí a ese hombre. Previsiblemente él se creyera también a sí mismo. No sabía que tendría que verse sometido a desautorizar a su propio ser, o tal vez a evidenciar en qué consistía ese auténtico ser, qué se escondía detrás de la coraza de profesor de Economía, hombre respetado en su trayectoria profesional y humana. Finalmente acabó como consejero del Banco de Santander... Ironías del destino.

Aquel final de año de 1992 tomé la determinación de sustituir a Juan Belloso en su puesto de consejero ejecutivo del banco. No tengo duda de que se trata de una persona inteligente y trabajadora, pero su nombramiento fue un error. Belloso vivía en una contradicción irresoluble. Ante todo, de índole puramente intelectual, pero también personal. Sentí alivio cuando el propio Juan, con voz algo baja, seguramente percibiendo interiormente ese estado, me pidió el relevo.

Enrique Lasarte, conocedor de mis secretas intenciones, me insinuó que le gustaría ocupar el puesto y que, además, se sentía capacitado para ello. Teóricamente, visto desde fuera, podría pensarse que Enrique no era un verdadero ejecutivo bancario. Ejerció como presidente del Banco de Vitoria y su gestión se saldó con éxito. Pero no cabe duda de que entre el Vitoria, una pequeña filial nuestra, y el Grupo Financiero Banesto se levantaba una diferencia gigantesca. Sin embargo, ese extremo no me preocupaba en exceso. Al final, una organización del tamaño de un gran banco no se dirige por una persona, sino por un conjunto de ejecutivos que velan por los negocios propios de cada una de las áreas en las que necesariamente se divide el volumen de actividades de una entidad financiera semejante. Por tanto, de lo que se trata es de ser capaz de coordinar la actuación de otros profesionales bancarios, sin que para ello los conocimientos técnicos especializados constituyan la herramienta primordial. Enrique reúne las capacidades de paciencia, tesón y voluntad, junto con el imprescindible don de gentes, para llevar a cabo esa misión.

No todo el mundo entendió mi punto de vista. Cuando le anuncié a Rojo el relevo de Belloso y su sustitución por Enrique, no acogió la noticia con enorme agrado.

—Hombre, Mario, no sé si no habría sido mucho mejor escoger a una persona con más nombre en el sistema financiero...

A pesar de ello, lo propuse porque asumía que Enrique sería capaz de hacer las cosas bien. Cuando el Consejo de Banesto aceptó la propuesta sentí una gran satisfacción interior. Desde que teníamos dieciocho años nuestras trayectorias vitales habían caminado paralelas. Por ello, que Enrique ocupara la consejería delegada me llenaba de alegría. Así se lo dije a mi padre en el patio principal de La Salceda cuando nos encontramos con él, a raíz del bautizo del hijo de César Albiñana y Verónica Arroyo. Reunidos con Fernando Almansa y Enrique, le comenté:

—Como ves, las cosas no han salido tan mal desde nuestros tiempos de Deusto. Que hoy nosotros tengamos los puestos de jefe de la Casa del Rey, presidente y consejero delegado de Banesto no está nada mal, ¿no crees, papá?

Mi padre asintió, aunque seguramente en su interior seguiría almacenando la inmensa duda y hasta la zozobra que le causaba mi plena dedicación al mundo financiero. Habría preferido que me concentrara en otras actividades más propias del espíritu, pero a la vista estaba que por las razones que fuera mi vida germinaba por los mundos del dinero.

No fue el único en celebrar este nombramiento. En 1993, después de que Almansa fuera designado jefe de la Casa del Rey, el Monarca nos pidió que subiéramos a verle. Allí fuimos Enrique, Almansa y yo, y al abrir la puerta de su despacho de la Zarzuela el Rey nos dijo:

—Bueno, vaya trío...

Por fin parecía que íbamos a vivir unos momentos de calma después de tantos años de guerra sin cuartel. En el primer trimestre se culminó una obra que había encomendado a J. P. Morgan, y empezaba a fructificar aquel encuentro que había mantenido en mi casa de Triana con Matías Cortés y con Roberto Mendoza, aquel domingo de marras. Al margen de su colaboración en tratar de encontrar clientes para nuestras acciones de la Corporación Industrial, dado que en ese banco americano trabajaban especialistas en análisis de bancos, se me ocurrió una idea.

—Roberto, vosotros entendéis de bancos; sois, dicen, el primer banco del mundo. Se me ocurre que podríais hacer un estudio exhaustivo de todo cuanto hemos hecho en estos años, de las decisiones estratégicas tomadas, de las inversiones efectuadas, del modelo financiero, en fin, del banco.

—No es habitual una petición así por los ejecutivos —respondió Roberto Mendoza con aires de sentirse a la vez alabado e intrigado por mi propuesta.

—Lo sé, pero yo, aparte de presidente, soy accionista, el primero del banco, y por eso, porque tengo aquí mi patrimonio invertido, quiero saber si sigo un sendero correcto o camino con mano firme contra la escollera, como se dice en términos marinos.

Sin duda el encargo implicaba asumir un compromiso serio porque J. P. Morgan no se casa con nadie cuando de este tipo de análisis se trata. Buscan información, la analizan, procesan, digieren y hacen público su resultado. Yo suponía que un trabajo concienzudo y serio, ejecutado con la parsimonia y cuidado del detalle que en muchas ocasiones vive en la actividad bancaria profesional, arrojaría luz sobre la verdad interior de Banesto.

Roberto Mendoza aceptó el encargo. Violy de Harper se encargaría de dirigirlo. Tardarían meses en poder presentar las conclusiones, meses en los que removieron todas las tripas del banco, conversaron con auditores externos e internos, con los principales ejecutivos de cada área, reunieron miles de papeles en los ordenadores que les fueron asignados para su cometido. En fin, un trabajo serio y concienzudo.

Llegó, por fin, el día de presentarlo al Consejo de Banesto. Roberto y Violy asistieron a nuestra sala de reuniones de la calle Alcalá con la finalidad de dirigir la exposición de las filminas en las que se contenían las contundentes conclusiones de su estudio. Una frase sintetizó el resultado alcanzado:

—Habíamos comprado futuro.

Los analistas americanos se dieron cuenta del ingente esfuerzo financiero y de otro tipo que fue necesario realizar para sacar al banco del estado de postración tecnológica en el que se encontraba, como consecuencia de una política que en alguna medida derivó del consumo de fondos en absorciones bancarias que fueron «recomendadas» desde el Banco de España. Durante años invertimos para ganar el futuro. J. P. Morgan lo constató: nuestra tecnología se encontraba en la excelencia del sector. Parecía mentira que un banco como Banesto, situado millas por detrás de sus competidores en el terreno tecnológico, se colocara a la cabeza de todos ellos. Ese fue el diagnóstico. Habíamos invertido cantidades ingentes en modernización de sucursales y en tecnología. Habíamos hecho frente a provisiones del pasado. Ahora disponíamos de una plataforma que si la gestionábamos bien nos situaría a la cabeza de la banca española. La cara de felicidad de los consejeros sentados alrededor de la inmensa mesa de reuniones expresaba de manera harto elocuente su estado interior. Supongo que el mío también.

—Señores consejeros, pido permiso a J. P. Morgan para dar a la luz las conclusiones de su informe.

—Por supuesto, presidente —contestó Roberto Mendoza—. J. P. Morgan actúa con seriedad, y se responsabiliza al ciento por ciento de sus conclusiones ante quien sea y, desde luego, ante los analistas financieros.

La publicación del informe causó estragos en las líneas enemigas. Su sistemática, impenitente e interesada descalificación de nuestra gestión en Banesto desde que en las primeras luces del año 1988 asumimos el control de la casa sufría ahora las consecuencias de un disparo en la línea de flotación procedente del acorazado J. P. Morgan, el banco quizá más prestigioso del mundo. Pero a estas alturas del curso, supongo que nadie creerá que nos iban a dejar en paz.

A cualquier noticia buena referente a nosotros le correspondía una reacción de especial intensidad justo en dirección contraria. Seguramente por ello, después de tanto esfuerzo, necesitaban continuar con su ataque, y lo hicieron apelando al más grosero de los resortes. Siempre es fácil descalificar un producto de tal porte aduciendo que, en el fondo, se trata de complacer al cliente, de manera que como nosotros pagamos dinero por el trabajo de Morgan, los americanos no tenían más opción que seguir nuestros dictados y con ellos elaborar sus conclusiones. Ciertamente falso, pero algunos que se resistían a aceptar la realidad se acogieron a semejante falacia. El mercado en su conjunto, sin embargo, lo valoró de manera más que positiva. Comenzaban a recogerse los frutos de los esfuerzos pasados, ejecutados siempre en el epicentro de una tormenta política constante.

En ese instante se me ocurrió una idea. Si Banesto tenía un problema de recursos propios, de base de capital que se dice por el mundo financiero, tal vez pudiéramos cortarlo de raíz acudiendo a una gran ampliación de capital, aprovechando el momento derivado del informe de Morgan. Por otro lado, si los americanos creían en sus propias conclusiones, nos ayudarían a llevar semejante proyecto a un puerto seguro. Incluso podría resultar posible que ellos mismos invirtieran en nuestro banco.

—Roberto, se me ocurre una cosa. Conoces el banco por dentro casi mejor que nosotros. Aquí, en España, decimos que una cosa es predicar y otra, dar trigo. Una cosa es hacer un estudio y otra, poner dinero.

—¿Qué quieres decir?

—Pues fácil. ¿Por qué no abordamos una ampliación de capital que de una vez por todas solvente los problemas de recursos propios de Banesto? Evidentemente, si vosotros ponéis dinero, ya no se trata de informar, sino de dar trigo, y del más duro que se despacha, porque pondríais dólares.

A Roberto y Violy les encantó la idea. Además, por aquellas fechas comenzaban a poner en marcha un fondo de inversión llamado Corsair, destinado a situar dinero en diferentes empresas recomendadas por J. P. Morgan, que, a su vez, era uno de los principales partícipes en el fondo. Si se anunciaba públicamente que, además de estudiar nuestras cuentas, J. P. Morgan, con todo su prestigio internacional, avalaba una operación de tan cósmica envergadura, no solo cortaríamos de raíz los rumores malintencionados, sino que, además y sobre todo, situaríamos sobre el mercado el valor que incontestablemente cotiza con mayor nitidez: dinero para el banco. Si Morgan lo ponía, muchos lo harían. Además se convertirían en nuestros socios y tener en tal condición al primer banco del mundo aportaba una dimensión cualitativa profunda.

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