Los días de gloria (92 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Entregué a Manolo Prado las ideas, que le parecieron muy bien. Al Rey parecía que le gustaban esas ideas. Pero hay algo obvio: un mal discurso, si la prensa asegura que es muy bueno, agrada a quien lo pronuncia. La viceversa deja siempre un sabor amargo. Así que, además de trabajar en el texto, me dediqué a su parafernalia exterior. Me entrevisté con Pedro J. Ramírez y con Luis María Anson. El Rey remató la confección de su discurso, en el que acogía alguna de esas ideas. Ignoro cómo se tamiza, es decir, cuál es el procedimiento seguido, cómo el Gobierno controla esos textos, quién perfila definitivamente la redacción. Ni se lo pregunté al Rey ni él me hizo la menor confesión al respecto. El lunes 21 de diciembre, almorzando en casa de Paco Sitges, el Rey nos dio, dedicado y firmado, en tres ejemplares a Paco, a Manolo y a mí, el texto del discurso oficial, el cual guardo con enorme cariño.

A ambos directores de medios de comunicación social tan importantes en España como
ABC
y
El Mundo
les hice saber la novedad del discurso, que no solo residía en un «Europa sí, pero sin obsesiones ni precipitaciones», sino en algo sustancial y profundo: la conexión directa del Rey con la sociedad civil, de forma que la legitimidad última de la Corona arranca de la sociedad civil.

Antes de ese lunes, el nombre de Almansa se encontraba prácticamente cerrado. No fue fácil. Al contrario. Manolo Prado, al comprobar la frialdad del Rey cuando le mencioné el nombre de Almansa, sugirió otro alternativo: el marqués de Tamarón. Manolo organizó una cena en su casa sevillana, a la que asistimos su majestad y nosotros dos. En ella el Rey, sin siquiera recordar el nombre de Fernando, comenzó a exponer sus ideas sobre el candidato marqués de Tamarón, y se pronunció con reales elogios sobre la persona. Manolo asistía al discurso real con muestras inequívocas de complacencia. Yo sentí que las opciones de Almansa se difuminaban en la noche sevillana, porque una vez que el Rey se pronuncia resulta prácticamente imposible dar marcha atrás. Bueno —pensé—, quizá me evite complicaciones. En aquellos instantes no podía imaginar hasta qué punto ese pensamiento revestía realidad cubierta de lacerante crudeza.

Culminada la cena, acudimos a tomar una copa al despacho de Manolo. No recuerdo muy bien por qué pero en un momento dado el Rey pidió a su amigo, con esas maneras especiales que solo resultan tolerables en un monarca, que si, a pesar de ser el anfitrión, podía cedernos un trozo de soledad en su propia casa. Manolo, por supuesto, se ausentó y aprovechó el Rey el momento para preguntarme mi opinión sobre Tamarón.

—No tengo la menor idea, señor, no le conozco y no puedo emitir ningún juicio sobre él, pero si vuestra majestad lo propone, lo acepto encantado. Bueno, mejor dicho, yo no tengo nada que aceptar diferente a la decisión que tome vuestra majestad, que es el único con capacidad para decidir. Ocurre que, obviamente, si fuera Almansa, las posibilidades de colaborar con vuestra majestad serían mucho más fluidas, más fáciles, porque se trata de alguien a quien conozco desde hace muchísimos años.

El Rey permaneció en silencio. Seguí con mi discurso.

—En este punto, señor, quiero enfatizar. No tengo ni por asomo la menor intención, digan lo que digan, de dedicarme a la política.

El Rey rompió su silencio para decirme que a su juicio las cosas estaban bien como estaban, sin más precisiones, y pidió que entrara de nuevo Manolo Prado en el despacho.

Nuestro anfitrión, el hombre que verdaderamente tenía la confianza del Rey de manera plena y total, se reencontró con nosotros. Era rápido, inteligente y sabía que algo se cocía en aquella conversación; su postura recién llegado a la reunión fue de calma y expectación, esperando que algo o alguien le transmitiera el resultado. No tuvo que aguardar demasiado tiempo porque el Rey, casi sin venir a cuento, tomó la palabra y aclaró que el nombre de Almansa le parecía bien. Manolo, rápido de reflejos, captó el mensaje. Silencio. El Rey continuó como si nada y también casi de pasada, sin concederle ninguna importancia, dijo:

—Quiero que sepas que Mario me ha dicho claramente que no piensa dedicarse a la política y yo le he contestado que estamos muy bien así.

Manolo tomó la palabra y dijo:

—Con todo respeto, señor, todo eso me parece muy bien, pero puede ser que algún día se convierta en inevitable.

Por cierto que días después, Manolo Prado me comentó que volviendo en el coche con el Rey, su majestad le había preguntado si de verdad consideraba imprescindible el que yo tuviera que dedicarme a la política. Manolo me aclaró que hasta ese día el Rey jamás le había hablado con tal claridad sobre el asunto.

Bueno, pues el discurso de Nochebuena tratado con Pedro J. Ramírez y Luis María Anson. Solo quedaba un nombre importante: Jesús Polanco, el editor del Grupo Prisa, que, además, yo sabía que mantenía una postura algo más que reticente sobre el Rey.

Casualmente, el lunes de aquella semana de Navidad, en los últimos hálitos de vida de 1992, el Rey concedió una audiencia a Jesús Polanco, con quien yo cenaría esa noche. Ese mismo lunes Felipe González conocía las intenciones del Rey de sustituir a Sabino y el nombre del sustituto, que, según me contó el Monarca, no le dijo nada en absoluto. No puso pegas el presidente del Gobierno de entonces a la voluntad del Rey, pero pidió algo concreto: que tratara muy bien a Sabino y que retrasara el nombramiento hasta marzo, fecha en la que Sabino cumpliría 75 años. Salvo que Felipe González se dedicara a la tarea de almacenar en su memoria las fechas de cumpleaños de personajes de la política, tal petición solo podía tener un origen: el propio Sabino, quien, sorprendido por la aceptación del Rey a su renuncia pronunciada quizá con boca algo estrecha, había querido alargar la permanencia en Zarzuela y había utilizado como mensajero al propio presidente del Gobierno. Ya se sabe que alargar los tiempos es una virtud en política porque en la vida suele suceder lo impensable y desde diciembre a marzo podrían ocurrir tantas cosas que tal vez la sustitución pereciera antes de consumarse.

Sabiéndolo Felipe González, la posibilidad de que conociera el dato Jesús Polanco adquiría visos de indudable certeza. Así que le dije al Rey:

—Aprovechando que viene Jesús, yo creo, señor, que tiene que transmitirle dos cosas. La primera, el discurso de Navidad. Dígale que la esencia reside en que se explicita la idea de que la Corona alcanza su legitimidad en la sociedad civil. Luego, en tono tenue, le cuenta lo de la sustitución de Sabino y le proporciona el nombre de Almansa, poniendo especial hincapié en que solo lo saben el Rey, Felipe y ahora él.

El Rey ejecutó la ceremonia porque horas más tarde, cenando juntos, Jesús Polanco me lo comentó añadiendo:

—Por cierto que cuando el Rey me dijo el nombre de Almansa y que solo lo sabían Felipe y él, yo le añadí: «Y Mario también, ¿no, señor?». El Rey me preguntó que por qué le decía eso, y le contesté: «Hombre, señor, supongo que si Almansa es amigo de Mario Conde, algo le habrá dicho de tal nombramiento, ¿no?».

Jesús Polanco era largo, muy largo. Supo desde el primer instante de qué iba la cosa. Le gustaría o no, pero lo que no se podía hacer con él es obligarle a tragarse un cuento infumable. No sé cuál fue la respuesta del Rey a la frase de Jesús, pero la mía consistió en una ligerísima sonrisa mientras volcaba los ojos sobre el plato de mi cena.

Pasamos la Nochebuena en La Salceda. Llegó el momento del discurso real. Concentré a mi familia en torno a la televisión del cuarto contiguo a nuestro dormitorio. El Rey hablaba bien y despacio. Me gustó lo que dijo y cómo lo pronunció.

Todo salió increíblemente bien. La prensa elogió el discurso como el mejor jamás pronunciado por el Monarca, que respiraba felicidad por todos sus poros. Lo más significativo fue la postura de
El País
. Publicó un editorial con el siguiente título: «La sociedad civil y la Corona», cuya primera frase se dedicaba a afirmar que la gran novedad del discurso real consistía en que, de forma expresa, el Rey ponía de manifiesto la conexión entre la sociedad civil y la Corona.

El 26 de diciembre de 1992, después de semejante éxito, Almansa era jefe de la Casa del Rey. No solo eso, sino que, además, convencí al Monarca de que la petición del presidente del Gobierno de aplazar el nombramiento a marzo resultaba sencillamente inaceptable. Lo hizo. Fijó la fecha: el Consejo de Ministros del 8 de enero de 1993.

El 30 de diciembre el Rey quería ver a Almansa porque la aceleración de los acontecimientos lo imponía. Hasta ese momento, Fernando, después de entrevistarse con Paco Sitges y con Manolo Prado, había tenido —creo recordar— un brevísimo encuentro con el Monarca, después de que en la cena sevillana todo quedase decidido. Ahora su majestad quería concretar más detalles. Fernando no aparecía. Localicé a Enrique, quien, con su tenacidad habitual, habló con el director de Banesto en Arjona, localidad andaluza en donde la familia de María Uribe, su mujer, tenía una finca olivarera. Consiguieron localizarle y me llamó a Pollensa, en donde me encontraba. Le dije que fuera a ver al Rey. Alea jacta est.

El 5 de enero de 1993 Lourdes y yo nos fuimos a pasar la noche de Reyes —nunca mejor dicho— con Jesús Polanco y Mari Luz Barreiros en su casa de Valdemorillo. Con nosotros se juntó Plácido Arango, muy amigo de Jesús, que se encontraba particularmente triste y abatido porque, por razones que ignoro, se había producido su ruptura con Cristina Macaya. Mi objetivo era controlar en lo posible hasta el último instante la postura de
El País
porque a buen seguro conocía que a Jesús no le había hecho la menor gracia el nombramiento de Almansa, aunque había tenido que aceptar lo inevitable.

Cuando volvía a Madrid el día 6 por la noche, recibo la información de que el
Diario 16
tiene la noticia del cambio y hasta los nombres. Al Rey no le parece adecuado el momento. Me pide que llame a Jesús Polanco para que no publique nada. Consciente de lo difícil de la petición, hablo con el editor de
El País
, quien, después de averiguar en su casa el estado de la cuestión, me dice que, en efecto, en el periódico tienen los nombres y que sale en portada.

—Jesús, te pido por favor que levantes esa información.

—Eso que me pides es demasiado. Nunca se levanta una información así. Pero, en fin, veré qué se puede hacer.

Minutos después recibo llamada de Polanco:

—Hecho.

Son casi las doce de la noche. El Rey me vuelve a llamar. Ahora tiene otra opinión: es bueno que salgan los nombres y que, por tanto, llame a Jesús Polanco para que no deje de publicarlos. Me agarro un cabreo descomunal con el Rey. Mientras marco el número de Jesús Polanco a esas horas de la noche me llamo a mí mismo gilipollas unas cuatrocientas veces por meterme en semejantes berenjenales. Jesús oye de mí la nueva posición real. Su silencio es elocuente.
El País
publica al día siguiente la noticia de la mejor manera posible: dos diplomáticos sustituyen a dos generales en la jefatura de la Casa del Rey. Asunto concluido.

Viernes 8 de enero de 1993, almorzamos en mi casa de Triana 63 Enrique Lasarte, Fernando Almansa y yo. Durante el almuerzo, siguiendo el consejo de Enrique, recordé a Fernando punto a punto y coma a coma lo difícil que había resultado su nueva posición y la responsabilidad que había asumido al dar su nombre. Fernando me lo agradeció y llegó a decir que si en algún momento el Rey, por la razón que fuera, me retiraba su confianza, él dimitiría de su cargo, sin causar daño a la Monarquía, porque se sentía monárquico, pero que lo consideraba obligado porque era a mí a quien debía su puesto al haberle apadrinado ante el Rey.

El almuerzo no podía transmitir mayor felicidad. Nos habíamos conocido en Deusto hacía veintisiete años. Ahora, Enrique Lasarte era consejero delegado de Banesto. Yo, su presidente y Almansa, jefe de la Casa del Rey. No podía darse un saldo mejor.

El 14 de enero de 1993 salía de viaje por la tarde. El Rey me envió el aviso de que ese mismo día almorzaríamos en la casa de Paco Sitges en La Moraleja. Allí me presenté esperando que juntos celebráramos el éxito de la operación. La verdad es que mientras empezábamos con el caviar —una de las pasiones del Rey— que Paco mandó expresamente traer para la ocasión, comencé a percibir que algo flotaba en el ambiente, aunque reconozco que no tenía la menor idea de en qué podía consistir. El Rey, que suele querer comer en paz sin que ningún asunto escabroso pueda alterar la serenidad del almuerzo, rompió por una vez su tradición y comenzó con un largo parlamento en el que la preocupación consistía en si el nombramiento de Almansa podría afectar a las relaciones de amistad entre Fernando y yo.

Me quedé de piedra, como el que ve visiones. Mi voz debió de sonar extraña cuando, a la vista de semejante afirmación, mientras Paco y Manolo Prado permanecían silenciosos y algo rígidos en sus asientos, pregunté:

—¿Por qué dice eso, señor?

El Rey hablaba delicadamente, con mucho cuidado, sobre el modo en que Fernando parecía querer conducir las relaciones entre el Rey y yo.

Concluido el almuerzo, salí como una exhalación hacia el aeropuerto. Tomé el teléfono y llamé a Enrique. Le conté como pude trozos de la conversación. Mientras volaba me di cuenta de la tremenda responsabilidad que había asumido con el nombramiento de Almansa. ¿Qué pensaría el presidente del Gobierno? Se daría perfectamente cuenta de que además de dominar el banco y medios de comunicación social, ahora añadía una indudable capacidad de influencia sobre la Corona. Llamé a Enrique y cité a Fernando en casa. La conversación tenía que ser clara, rotunda, diáfana. Como siempre hago en ocasiones trascendentes, escribí lo sucedido en unas hojas de papel. Reflejé la conversación con el Rey con la mayor fidelidad posible. Llegaron Fernando y Enrique. Nos sentamos en la buhardilla de Triana 63. Le entregué los papeles a Fernando. Los leyó. Por enésima vez entre los tres todo quedó claro.

La proximidad borbónica es altamente peligrosa, me aseguraban impávidos los conocedores de los entresijos de la Monarquía española, a quienes no escuché por cariño al Rey. Pensaba en esto mientras recordaba el trozo de mi vida entre rejas. Paco Sitges, hombre de extraordinaria fidelidad al Rey, se vio cesado de Asturiana del Zinc, S. A., insultado, ofendido, obligado a soportar durante años un juicio oral en el que se le acusaba de delirantes supuestos delitos. Manolo Prado, fiel al Rey, quizá también a otros, se enfrentó a tres juicios en los que la acusación solicitó para él bastantes años de cárcel. Ya ha fallecido, pero fue condenado e ingresó en prisión. Lo cierto es que tres hombres que almorzábamos con el Rey, que le dimos toda nuestra lealtad, además de afecto y cariño, ninguno se ha librado de un temporal ciclónico que ha arrasado sus vidas, y si nos mantuvimos de pie, a pesar de los desperfectos, fue debido, en exclusiva, a la voluntad decidida de cada uno de nosotros y al apoyo de nuestros amigos y familias.

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