Los días de gloria (107 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Las cosas, sin embargo, en esta ocasión parecían muy diferentes. Narcís Serra encargó el trabajo a esa empresa extranjera, a través de Roldán, entonces director general de la Guardia Civil, y de Julián Sancristóbal, que había sido director de la Seguridad del Estado. El trabajo costó mucho dinero que fue pagado con cargo a los fondos reservados del CESID...

—Gente de esa entidad pidieron ver a Morgan, precisamente siguiendo instrucciones de vuestro Gobierno. El objetivo del encuentro consistía en relatarnos tus «andanzas» descubiertas por los agentes americanos.

—¡Qué hijos de puta, Roberto, qué hijos de puta!

Cuando los ejecutivos de Kroll pedían entrevistarse con la plana mayor de J. P. Morgan, resultaba necesario suponer que dispondrían de información de enjundia suficiente como para justificar semejante encuentro. La reunión se celebró. Así me lo relató Roberto en medio del silencio y mientras el avión del Santander, con nosotros dentro, cruzaba las aguas del Atlántico, cubiertas en aquel agitado día por un manto de espuma blanca que arrancaba de la cresta de las olas un poderoso viento del poniente.

—Lo bueno es que nos contaron que habías cobrado comisiones en los asuntos del cemento y en la adjudicación a la UBS de la colocación de acciones. Casualmente en ambas operaciones intervinimos nosotros —explicó Roberto con una mueca de tristeza en sus labios— y sabemos que nada de eso existió.

Empezaba a comprenderlo todo. Nuestros enemigos se dieron cuenta de que Morgan constituía un punto de apoyo capital para nosotros, así que el primer acto de su estrategia residía, precisamente, en romper nuestros pactos. Para ello diseñaron una estrategia bipolar: primero, un gobernador transmitiendo una imagen catastrófica de la situación del banco. Por otro, unos detectives contratados por el Estado español que, amparados en la presunción de veracidad de sus informaciones, relataban mi falta de honradez profesional. Así que si además de no ser honrado me dedicaba a cobrar dinero en operaciones del banco, lo mejor que podían hacer mis socios americanos era huir a toda velocidad de semejante basurero. Su abandono convertiría en imprescindible la decisión de intervenir.

Sentí una náusea interna. El fétido olor que desprendían actuaciones de tal bajeza ejecutadas por un Estado pretendidamente democrático y respetuoso del Derecho provocaba un asco indescriptible. Lo peor es que cuando tuve en mis manos un ejemplar de ese maldito informe, ni siquiera fui capaz de localizar en sus páginas las afirmaciones referidas a comisiones cobradas por mí...

El 23 de diciembre nos reunimos con la plana mayor de J. P. Morgan en sus oficinas de Nueva York. Confieso que me encontraba algo más que inquieto por tener que enfrentarme a cinco personajes de semejante talla para exponerles, con toda crudeza, una situación pesada, y, al mismo tiempo, el esquema de solución diseñado para superarla. Cinco horas de tensión, pero merecieron la pena. Concluida la reunión, el presidente de Morgan me aseguró:

—Entendemos muy bien la situación, estamos dispuestos a prestaros todo nuestro apoyo para superarla.

Reconozco que sentí una sincera y profunda satisfacción interior. Cuando me disponía a tomar el ascensor con el que descender al porche de entrada del gigantesco edificio, Roberto, con un brillo singular aparcado en sus ojos oscuros, me dijo:

—Has estado magnífico. Quiero que sepas que me siento orgulloso de ser socio tuyo.

Llegó la Nochebuena del 93. Nos reunimos en La Salceda toda la familia. Traté por todos los medios de que nadie percibiera el estado interior que vivía dentro de mí, cansado y agotado de pelear contra un grupo de gente que se había apoderado de un Estado y utilizaba todos los medios legales y, sobre todo, los ilegales contra una persona. Antes de que el Rey pronunciara su discurso de rigor llamé al ministro García Vargas para felicitarle las pascuas. Se encontraba en Santander con su mujer. Aproveché la felicitación para preguntarle si había detectado algo raro en contra nuestra.

—Al contrario. Ayer estuvimos en Moncloa, en la reunión que celebramos en estas fechas con el presidente del Gobierno. Hicimos un aparte Felipe, Serra, Solbes y yo. Casualmente salió de ellos decirme que no existía ningún problema especial contigo, así que puedes estar tranquilo.

Una vez más no supe calibrar tales palabras de manera adecuada. Felipe sabía que García Vargas es un ministro amigo y, además, lo había mantenido en Defensa para complacer al Rey, sabiendo que yo estaba detrás de la presión del Monarca para que continuara en su puesto. Era, por tanto, como dijo un miembro del Gobierno, un ministro de Mario Conde. Por ello, si algún plan secreto se implementaba desde el poder político, desde luego no le iban a informar a una persona de las características que ellos le atribuían, porque pensarían, con razón, que o bien él o bien su mujer, que para eso trabajaba como directora de la Fundación Banesto, me trasladarían la información de manera inmediata. Por tanto, Julián no era interlocutor. Asumiéndolo, carecía del menor sentido que Felipe, Solbes y Serra le dijeran motu proprio y casi sin venir a cuento que contra mí no existía nada especial. ¿Por qué semejante confidencia? ¿A santo de qué?

No supe, como digo, calibrar la situación porque jamás imaginé un comportamiento como el que se cernía proveniente de Felipe González. Ahora que conozco que en aquellos días, 24 y 25 de diciembre, el gobernador mantenía relaciones y reuniones con destacados personajes del BBV y del Santander para informarles de la próxima intervención de Banesto y solicitar su ayuda para digerir de la mejor manera el desaguisado, solo existe una explicación: Felipe y Serra engañaron deliberadamente a Julián, en el convencimiento de que me transmitiría esa información tranquilizadora y de esta manera conseguirían ejecutar su trabajo sin que yo sospechara que algo urdían a mis espaldas. Julián inconscientemente —eso creo— jugó el papel deseado por mis ejecutores. Debo reconocer que me sentí inquieto durante todo el fin de semana, pero no sospeché semejante villanía.

27 de diciembre de 1993. A las cinco de la tarde penetraba solitario en el despacho del gobernador del Banco de España. No albergaba esperanzas de solución porque presentía que la sentencia contra mí se dictó y el tiempo a vivir era de ejecución. Me reciben Rojo y Martín. Despacio y con buena letra les transmito el alcance, contenido y conclusiones de la reunión con la ejecutiva de Morgan en Nueva York. Pronto me di cuenta de que ni siquiera me escuchaban. Interpretaban el acto preparatorio del encendido de la luz de la silla eléctrica. Eso era todo.

—Pero bueno, ¿no tenéis nada que decir?

Nada nuevo. Silencio, absoluto silencio. Está claro que esperaban instrucciones.

Al llegar al banco lo comenté con Paulina Beato y con Enrique Lasarte. Acordamos contárselo a Roberto Mendoza. Hablé con él y me dijo que iba a tratar por todos los medios de obtener una carta oficial del banco manifestando su apoyo a nuestro plan. Creo recordar que la idea de dicha carta fue de Matías Cortés. Esperamos impacientes la llegada. A eso de las dos de la madrugada el fax reproducía los términos de la misiva enviada por los americanos al Banco de España. En ella se aseguraba que conocían los datos y las cifras de Banesto, que colaboraron en la ejecución del plan, que lo consideraban coherente y realizable, que se comprometían a ejecutar determinadas actuaciones tendentes a aumentar el nivel de recursos propios de Banesto, terminando con una frase inequívoca: «J. P. Morgan le pide al Banco de España la oportunidad de explicarles en detalle ese plan para hacerles comprender que, a juicio de J. P. Morgan, dicho plan es lo mejor para los accionistas de Banesto, para la institución y para el sistema financiero español». Permanecimos en mi despacho hasta las cinco de la mañana. Enrique y Paulina se mostraron contentísimos con el documento. El presidente de J. P. Morgan conocía y aprobó la carta enviada.

Me fui a casa lleno de profundo escepticismo. Me senté unos minutos en el sofá que mira hacia la puerta de entrada en el salón de casa. Agotado. Profundamente agotado. Pensé que ya no cabía la marcha atrás. Cuando me dormía percibí que al día siguiente mi vida en Banesto se habría terminado.

Precisamente por eso, antes de abandonar Banesto, le dije a Paloma, mi secretaria:

—Palo, retira todos los documentos de la caja fuerte y mis cosas personales. Es muy posible que mañana tengamos que abandonar Banesto.

Paloma me miró con los ojos incendiados. Llevaba viviendo conmigo todo el proceso y me conocía a la perfección, así que si le decía eso es que veía la situación límite.

—Por favor, recoge el cuadro del Rey, que es mío personal y quiero llevármelo por si sucede algo. Llévatelo a tu casa. Mira a ver qué cosas más son imprescindibles, personales mías, y, sobre todo, los documentos del Rey.

Así lo hizo. Años después, recordando ya sin dramatismo la escena, me dijo que su madre, al verla llegar a su casa con el cuadro del Rey, le dijo algo así como:

—Hija, a ver si te vas a meter en un lío trayendo cosas del banco.

—No son del banco, mamá, son de mi jefe. Son personales suyas. Y me ha pedido que se las guarde.

23

A las ocho de la mañana del día 28 de diciembre de 1993 penetraba nuevamente en mi despacho del banco. A las ocho treinta suena mi teléfono privado. Al otro lado de la línea la voz excitada del Rey.

—Me acaba de llamar el presidente del Gobierno. No entiendo nada. Me dice que van a intervenir Banesto. Le he pedido que no hagan ninguna barbaridad, que casos como este han existido siempre en la banca española, europea y mundial, y que se han solucionado siempre por métodos normales.

—¿Y qué le ha dicho, señor?

—Que no me meta en este asunto, que me mantenga al margen, que no me meta en temas políticos o algo así.

—Bueno, pues eso, señor: manténgase al margen.

—Pero es que se trata de una barbaridad...

—Por supuesto, señor, sobre todo si recuerda que hace unos días vuestra majestad me informó de que le había llamado el presidente del Gobierno para decirle que todo en Banesto iba bien.

—Sí, así es, me acuerdo perfectamente, por eso no entiendo nada.

—Sí, claro, o quizá se entiende todo con lo que le ha dicho, pero perdóneme, ya hablaremos, le tengo que dejar porque tengo por la otra línea al presidente del Gobierno.

El día anterior, a la vista de que no conseguíamos saber qué querían, qué esperaban de nosotros, qué alternativas existían, a sugerencia de Paulina Beato llamé a Felipe González. No se puso, pero dejé constancia de que quería hablar con él en cuanto le resultara posible. Ahora me devolvía la llamada. Tomé el teléfono en mis manos e inicié la conversación.

—Gracias por llamar. Quiero que sepas que estáis a punto de tomar una decisión equivocada. Sabes que J. P. Morgan es uno de los bancos más importantes del mundo y está con nosotros y nos apoya. Esta misma mañana el gobernador tendrá una carta en la que se explica hasta dónde llega ese apoyo. Por ello creo que deberías atender mi petición, que es tan concreta como lo que sigue: nos recibes a mí, a Mendoza y a la gente del Banco de España; te exponemos nuestras posiciones y tú, a la vista de todo ello, decides lo que estimes oportuno y si crees que la decisión es de intervenir, puedes contar en ese caso con que evitaré en lo posible cualquier trauma.

Su voz dejaba traslucir un ligero brote de cinismo profundo; algo escondido por algún rincón de su alma que brotaba con la suavidad de un tallo en los primeros compases de la primavera. Sus palabras tenían la textura de una sentencia.

—Mira, Mario, yo tengo que fiarme del gobernador, así que haz todos los esfuerzos posibles para ponerte de acuerdo con él. Ahora me tengo que ir al dentista.

—Sí, claro, presidente, pero es que el gobernador me dijo el día 15 que estaba todo bien.

Silencio de Felipe. La verdad es que casi no dejé espacio para que pudiera hablar y continué como una flecha.

—Ten en cuenta a Morgan. Son banqueros profesionales y los mejores del mundo. Se juegan su dinero y eso es muy importante. Creo que tienes que escuchar y después decides y te prometo que si es así, te ayudo a lo que sea, pero por lo menos escucha.

—Es que no es eso... No es eso... Haz lo que te diga el gobernador. Lo siento pero tengo que irme al dentista.

—Bueno, pues muchas gracias.

¿Qué sentido podía encontrarse en el hecho de que el presidente del Gobierno se negara a algo tan elemental como escuchar las diferentes versiones en un asunto de semejante envergadura? Se trataba ni más ni menos que de adoptar una decisión carente de precedentes en el mundo occidental. En el capital del banco, por si fuera poco, ocupaba una posición destacada un fondo de inversiones americano, apadrinado por el primer banco del mundo. ¿Qué podía leerse detrás de tal negativa? Obvio: que la cuestión no residía en los números del banco, no habitaba en sus necesidades de provisiones, no se concentraba en los problemas de la Corporación Industrial. Todo ese cúmulo de andrajos técnicos perfilaban una excusa, una mortaja para cubrir el verdadero objetivo político: echar a Mario Conde de Banesto. Ese es el primer instante en el que tomo plena conciencia de que estamos frente a una operación estrictamente política.

Mientras circulaba con destino al Banco de España, con el íntimo convencimiento de que la suerte estaba echada, me sentía tranquilo. Era perfectamente consciente de que la conspiración había funcionado a la perfección. Así son las cosas en este país, pensaba. Y en ese instante no tenía más datos que la conversación de Roca y Segurado, además, claro, de ciertos indicios. Pero sinceramente no pensaba en semejante brutalidad. Claro que tardaría años en recibir la información de lo que le dijo Aznar a Jesús Posadas en aquella cena de su casa unos días antes.

Curiosamente, en el Banco de España no habían advertido de mi llegada y tuve que buscar a un ordenanza que me condujera hasta la sala de espera del gobernador. Allí eché una ojeada a tres retratos al óleo: Mariano Rubio, López de Letona y Álvarez Rendueles. Tres enemigos que desde sus rostros ejecutados a golpe de óleo contemplaban inertes mi entrada en la sala de sentencias.

Se abrió la puerta y nuevamente me tropecé con esa mirada nerviosa, huidiza, temerosa, rezumando culpabilidad y aturdimiento, de aquel hombre llamado Ángel Rojo, profesor de Economía, transmutado en agente del poder en una operación de ejecución. Quizá más que de agente del poder deberíamos hablar de silente cómplice. Falsa la imagen de Rojo. Al final, cedió. Era también cliente de Ibercorp. A día de hoy no es profesor, sino consejero del Banco de Santander. Detrás de él vivía el aroma inconfundible de Miguel Martín.

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