Los días de gloria (108 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Viscoso el silencio. Me senté a la derecha del gobernador ocupando la plaza que tantas veces sufrí en mis encuentros con su antecesor, Mariano Rubio. Martín a mi derecha, frente al gobernador. Encendí un pitillo. Tomé aliento y comencé a hablar, no sin antes percibir en el brillo de los ojos de Martín el entusiasmo que le generaba la escena que le tocaba vivir.

—Mi objetivo es deciros que ayer hablé con los de Morgan y el resultado es la carta que habréis recibido esta mañana.

Sin dejarme siquiera continuar, abalanzándose en dirección hacia Rojo, Martín tomó la palabra y con un tono festivo dijo:

—La verdad es que se trata de una carta muy meritoria pero sirve para muy poco, por no decir para nada.

Era lo que yo me imaginaba y que contrastaba con la alegría de Paulina y Enrique. Para mí un documento semejante solo servía para comprobar la fortaleza de su decisión política, pero no quise perder comba.

—¿No sirve para nada una carta en la que J. P. Morgan dice conocer el plan, aprobarlo, y estar seguro de que ejecutarlo es la mejor solución para todos, para Banesto, accionistas y sistema financiero? ¿Eso no sirve para nada? Vamos, que está claro.

—Mira, Mario —me dijo visiblemente nervioso el gobernador—, he convocado Consejo Ejecutivo para las doce de la mañana y voy a someter nuevamente tu plan. Creo que existen poquísimas posibilidades de que sea admitido. Seguramente no nos quedará más remedio que actuar y eso significa decidir una remoción de los administradores del banco. Nos queda muy poco tiempo.

Era la primera vez que pronunciaba esa palabra. La verdad es que me enteré de que pensaban intervenir Banesto en la conversación con el Rey a primeras horas de esa mañana. Hasta entonces navegábamos a ciegas. Incluso Paulina habló en la tarde del día anterior con el gobernador y no supo obtener información alguna de qué pretendían. Ella se inclinaba por una fusión obligada con otro banco, pero nunca jamás imaginó que pudiera tratarse de esa brutal decisión. Ahora, por primera vez, insisto, esas palabras acababan de ser pronunciadas. Frente a ellas solo cabía seguir conservando la calma, deglutiendo lo que fuera necesario deglutir, pero sin aspavientos ni salidas de tono, sencillamente porque en esos casos no sirven absolutamente para nada.

—Bueno, pues si es así, así será. Yo no puedo sustituiros en vuestras responsabilidades.

Mi respuesta provocó unas iras incontenibles en Martín, quien, con los ojos rezumando brillo, se puso casi de pie como impulsado por un resorte y, empleando deliberadamente un tono de rotunda autoridad y elevando la voz hasta la frontera del grito, exclamó:

—Hay tres posibilidades: primera, que seas tú mismo quien nos solicites tu remoción como presidente, caso en el que nombraremos nosotros a otro presidente de Banesto que será un banquero, quien procederá a designar un nuevo Consejo. Segunda, que tú nos pidas que cesemos a todo tu Consejo, por imposibilidad de solventar la situación por vosotros mismos, lo que haremos nombrando a las personas que tenemos previstas. Tercera, que seamos nosotros los que tomemos la decisión por imperio de la Ley. De ti depende.

Seguramente no se dio del todo cuenta precisa de lo que contenía su discurso. En el fondo las posibilidades eran una: que yo me fuera del banco y ellos nombraran un nuevo Consejo con esas personas que tenían previstas. Lo demás parecía que importaba mucho menos, por no decir casi nada. Obviamente, tenían que cambiar el Consejo porque no iban a dejar a personas que siguieran controlándolo y tuvieran profunda relación conmigo. Eso carecía de sentido. Por eso quise ser directo. En esos instante la diplomacia sirve para perder oportunidades de llamar a las cosas por su nombre, pero poco más.

—¿Por imperio de la Ley? ¿De qué Ley me hablas? Aquí no se trata de Ley, sino de... Vamos, que el problema soy yo.

—Efectivamente —contestó a voz en grito Martín ante el silencio de un aterrado Rojo—. Lo importante es que tú te vayas. En eso consiste, exactamente, esta operación.

—Bueno, bueno, pues ya está claro. Así que si se trata de eso cabe la posibilidad de que busque a un banco español que quiera cubrir el proceso, es decir, que quede claro desde el primer momento que si nuestro plan no funciona y no somos capaces de cumplirlo en un plazo razonable, ese banco se hará cargo de una parte determinante del capital de Banesto.

—¡Claro que el plan se puede cumplir! —contestó Martín mientras el silencio del gobernador se traducía en una muda elocuencia—. ¡Evidentemente! Basta con vender el Totta y Azores, pero es un gran activo de Banesto.

Supongo que debió de continuar algunos segundos más hablando pero ya no le escuchaba. Era alucinante comprobar como por un lado me penalizaban en los recursos propios por mantener el Totta y Azores en nuestros activos, y ahora que quería solucionar ese supuesto problema cortándolo de raíz, es decir, vendiendo un paquete del banco, decían que ni hablar, que el banco lusitano constituía un gran activo. La sorprendente ausencia de lógica desnudaba sus intenciones. Por eso contesté:

—En fin, que lo quieres decir, Miguel, es que no hay solución. Se trata de que busque un banco para que se haga desde ahora mismo con una participación importante en Banesto y yo me vaya del banco. ¿Es eso, verdad?

—Exactamente eso —apostilló Martín alargando cada una de las sílabas de la palabra—. Pero siempre que se trate de un banco español de los que no tienen problemas, de los bien capitalizados.

—Por ejemplo, el Central Hispano no sirve, ¿verdad?

—Por supuesto que no —señaló Martín—. Está en un proceso de digestión muy profundo y tiene unos problemas muy graves. Peores que los vuestros.

—¿Peores? ¿Vas a intervenirlo también?

—Ahora no se trata de eso. No cambies la conversación.

—No, si no la cambio. Vamos a ver, te refieres a que nos compre el BBV o el Santander, ¿es eso?

—Mi candidato es el BBV —gritó Martín con un tono que resonó como un estallido en mitad del silencio reinante en aquel despacho lleno de tensión por sus cuatro costados.

El tiempo se detuvo por un instante. El 16 de diciembre de 1987 era nombrado presidente de Banesto después de una frustrada OPA del Bilbao que pretendía comprar nuestro banco. Aquello evidenció un modo y manera de actuar el poder en relación con el sistema financiero. Curioso que ese día, ese 28 de diciembre, seis años más tarde, lo que propusiera Miguel Martín fuera volver al escenario de entonces, que fuera el BBV quien adquiriera nuestro banco. Una especie de revival convertido en venganza histórica o algo así. Parecía como si el poder no perdonara. Cambiaba de agentes, mutaba los colores de sus ojos, la textura de sus pieles, pero con idéntica encarnadura moral se pretendía lo mismo. Buena lección, desde luego.

—Bien, me doy cuenta de que soy un follón para vosotros. Siendo un accionista tan significativo de la entidad, será difícil encontrar un banco que quiera comprar acciones de Banesto y mantenerme a mí con un paquete muy importante. Por tanto, se trata de que yo venda. ¿No es eso, Martín?

Opté por dirigirme a él ignorando a un gobernador que asumía cabizbajo el terrible papel de convidado de piedra. Además le llamé por su apellido para marcar distancias.

—Por supuesto. Lo que tienes que hacer es vender tus acciones. Ya te insinué algo delante de Mendoza. Ahora te lo digo con claridad meridiana: vende tus acciones, coge el dinero y vete de Banesto.

Ese era exactamente el diseño. Eso es lo que pensaban. La intervención en realidad no la contemplaban más que como amenaza porque daban por descontado que iba a aceptar esa oferta, a coger ese dinero, a salir corriendo a buscar refugio para mis capitales lejos de los terremotos del poder. Resultaba comprensible su pensamiento. Siempre se actuaba así por parte de los empresarios y financieros. Años más tarde tendríamos ejemplos evidentes en personas nombradas por Aznar. Era la regla. Por ello mismo no necesitaban planificar la intervención. Era solo una cuestión de precio. Martín me lo dijo delante de Roberto y ahora con más claridad que nunca: vendo y me voy. Problema concluido.

—Pero, vamos a ver, Martín. Si yo vendo mis acciones, eso tiene que saberse, y no solo la venta, sino el precio. Y si se paga el precio normal por mis acciones, ¿cómo va a justificarse la intervención? Es que no tiene sentido.

—De eso nos ocupamos nosotros. Sabemos cómo decir lo que tenemos que decir.

—Mira, Martín, tu propuesta es inmoral. Yo no puedo cobrar por mis acciones ni una sola peseta más que el resto de mis accionistas. Si estáis dispuestos a plantear una OPA a todo el capital, podría considerarlo. En otro caso, no.

—No vamos a plantear esa OPA en ningún caso.

—Pero ¿puedes decirme por qué? El precio es otro asunto, pero la OPA tiene que plantearse. ¿Por qué no?

—Pues muy fácil: porque si les da a los accionistas por no vender nos quedamos colgados y el fracaso político es algo que aquí no se puede permitir. El asunto eres tú. Te tienes que ir. Dejar de controlar el banco y los medios. ¡A ver si te enteras! Además te ofrecemos la posibilidad de coger mucho dinero y largarte con él a donde te dé la gana.

—Pues lo siento, Martín. Pero vais a tener que seguir otro guión. Yo no he nacido en el seno de una familia rica, rebosante de dinero. El que tengo lo he ganado yo y si ahora lo pierdo, lo volveré a ganar algún día, pero no voy a aprovecharme de esta situación en perjuicio de mis accionistas.

El silencio se extendió sobre sus cabezas. Gestualmente entendían mi postura, al menos Rojo, porque Martín creo que pertenece a otra raza moral, pero no se atrevían a pronunciar palabra alguna. Seguramente mi respuesta había roto sus esquemas: después de anunciarme la inevitabilidad del desalojo de administradores, de mostrarme obscenamente que el problema era yo, que todo consistía en que me fuera de Banesto, se mostrarían total y absolutamente convencidos de que tomaría el dinero y saldría corriendo. Al comprobar que no me ajustaba a su diseño, les inundó el silencio y el asombro.

—Bueno, pues nada. Voy a hablar con Morgan, a ver si conseguimos reforzar algo más la operación de modo inmediato.

—Queda poco tiempo, pero, en fin, inténtalo —dijo Rojo.

—¡Ni hablar! El Consejo Ejecutivo eso no lo aprobará porque yo me opondré y votaré en contra —gritó Martín.

Se pasó treinta pueblos. No necesitaba hacer todo tan obvio. No era imprescindible humillar al gobernador. No necesitaba reducirlo a cenizas delante de mí. No era obligatorio decirme con su grito que ese hombre, al que llamaban gobernador, sería un profesor o lo que fuera, pero que allí mandaba él, que se haría lo que él dijera, que Rojo había pasado a ser un convidado de piedra porque no tuvo el valor de dimitir cuando le obligaron a romper el pacto que había concluido con nosotros. Era claro como el agua clara.

—Pero, vamos a ver, supongo que este tema lo habréis visto en el Comité Ejecutivo, lo habréis analizado en varias ocasiones, y sabréis la posición de cada miembro.

Curiosamente aquella pregunta les pilló como de sorpresa. Se quedaron algo paralizados. Noté una extraña inquietud que no sabía asignar a ningún motivo especial.

—Claro, claro, claro... —respondió Rojo con una escasísima convicción en el tono y volumen de sus palabras.

—Bueno, pues solo me queda hacer mis deberes. Me voy al banco, hablo con la Comisión Ejecutiva, después con Morgan, les digo que vengan a España e iniciamos un proceso de negociación con un banco español sabiendo que el candidato es el BBV. Para eso necesito tiempo.

—Tienes hasta el 31 de diciembre —contestó Miguel.

—Bueno, pues a eso voy.

Salí de aquel despacho con idéntica sensación a la que albergaba cuando penetré en él: todo estaba decidido de antemano. Me quedaban muy pocas horas en el banco. Desde el teléfono del coche llamé a Enrique para asegurarle que la suerte estaba echada y que iba en dirección a mi despacho.

Nada más llegar me reuní con Enrique y Paulina. Aparecieron Arturo Romaní y Ramiro Núñez. Les relaté con la mejor precisión que pude la conversación que acababa de mantener. Todos estuvimos de acuerdo en que no había nada que hacer, así que lo mejor era informar a la Comisión Ejecutiva.

La reunión comenzó a las doce de la mañana. Los miembros de la Comisión, salvo los que intervinieron de modo directo, no conocían el detalle de los planes presentados, ni mucho menos que existiera la menor posibilidad de una decisión de intervenir Banesto. Por eso mi exposición les ilustró por vez primera de lo que ocurría en el fondo. Relaté los hechos desde el comienzo y comencé a vislumbrar algunas caras de las que se apoderaba el asombro por semejante escenario.

—Acabo de llegar del Banco de España. Durante este tiempo hemos elaborado en conjunto con Morgan un Plan de Actuaciones que teníamos aprobado el pasado día 15 de diciembre pero que ahora nos dicen que ha sido rechazado. No sabíamos qué querían pero esta mañana, hace un rato, Rojo y Martín me han informado de su planteamiento. Es claro: quieren tomar la decisión de intervenir Banesto y remover a sus administradores. Así, con estas palabras, me lo dijo Rojo.

El silencio era total, pleno, y los rostros de los consejeros que se enteraban por primera vez de lo sucedido, que escuchaban las palabras «intervención» y «remoción de administradores», reflejaban, como digo, estupor.

—Me proponen varias soluciones. La primera es que yo me vaya, que venda mis acciones y ellos nombran un nuevo Consejo con las personas que, me dijo Martín, tiene previstas. No tengo ni idea de quiénes pueden ser, pero eso es lo que me dijo.

Arturo Romaní interrumpió mi parlamento.

—Quiero decir desde ya que si el presidente se va, yo me voy con él.

—Gracias, Arturo, pero déjame seguir, por favor. La segunda solución consiste en que yo les pida que renueven todo el Consejo porque no podemos por nosotros mismos solventar la situación, lo que es ridículo e inaceptable. La tercera, que busquemos un banco español que desde ya nos garantice que si fracasa el Plan de Actuaciones se haga cargo de Banesto. Vamos, que nos compre en un plazo corto, para entendernos. Para esta finalidad Rojo nos ha concedido un plazo hasta el 31 de diciembre para llegar a un acuerdo con un banco español. Martín dijo solvente y bien capitalizado. Excluyó al BCH, así que quedan Santander y BBV. Martín dijo que su preferido era el BBV. Muy corto el plazo, claro, pero es que encima he visto que a Martín no le gustaba nada esa idea del plazo... Pero, en fin, es lo que dijo.

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