—¿Y qué pasó? —preguntó María—, porque yo no me acuerdo de nada.
—No me extraña porque ha pasado mucho tiempo y no sentías especial interés por esas cosas financieras. Bueno, lo que pasó es que a pesar de sus esfuerzos, el mercado no le escuchó. Las acciones de Banesto cotizaron en el entorno de las mil pesetas, y eso que el banco y sus amigos habían vendido una ingente cantidad de títulos para conseguir reducir el importe final, conscientes de que si sobrepasaba esas quinientas pesetas, el veredicto del mercado sería negar la esencia de la intervención. El conjunto de inversores dio la espalda a la versión oficial.
—Pero a ellos, después de todo lo que ya habían hecho, el mercado les daba más o menos lo mismo, ¿no?
—Sí, pero no solo el mercado. Incluso la Ley les importaba tres pepinos y si había que cambiarla se cambiaba.
—¿Qué quieres decir? —preguntó María, siempre especialmente sensible a posibles ilegalidades, que uno es tributario de su profesión...
—Pues mira. Dado que ellos aseguraban que el banco tenía un fuerte déficit de recursos propios, la única manera de restaurarlo consistía en una ampliación de capital. ¿Quién debería suscribirla? Lo lógico, lo elemental, lo que se ajusta a la disciplina de la economía de mercado es que los accionistas del banco tengan la oportunidad, si quieren, de poner su dinero para el «salvamento» de su empresa. No hay que olvidar que un banco es una empresa privada y, por tanto, si tiene un problema, real o fingido, y necesita inyección de dinero, lo elemental consiste en preguntarles a los actuales accionistas si desean arriesgar dinero en la operación, y en el caso de que la respuesta sea negativa o insuficiente, entonces, para salvaguardar el sistema financiero, podría apelarse al Fondo de Garantía de Depósitos o cualquier otra entidad pública dedicada a tales menesteres. Precisamente eso es lo que decía el decreto regulador del Fondo de Garantía de Depósitos.
—Bueno, el decreto del Fondo, la lógica, el concepto de sociedad anónima, los Principios Generales del Derecho...
—Sí, ya lo sé, María, pero tenían miedo.
—¿Miedo de qué? —preguntó Alfredo.
—Pues del mercado y de nosotros. ¿Qué ocurriría si se pide dinero al mercado y el mercado lo pone? Se frustraría la intervención, porque volveríamos a estar en el mismo sitio.
—Y no solo eso —dijo Alfredo—, sino que si estabais en el mismo sitio la finalidad de quitarte de en medio se les volvería totalmente en contra.
—Y además —añadió María— al controlar el Consejo podríais demostrar que las cifras manejadas eran falsas, o que lo que se contó no era la verdad. Y ya no seríais solo vosotros, sino vosotros y eso que llamas el mercado.
—Efectivamente, así es.
—Pero si eso es lo que decía la Ley, ¿cómo lo solucionaron?
—Por la vía de en medio; modificando el decreto con efectos retroactivos.
—Eso, lo siento, pero no me lo puedo creer. Es demasiado —dijo Alfredo.
Preferí no contestar con palabras. Me moví hacia el ordenador. Tenía archivado el decreto. Lo localicé y di orden a la impresora de que lo tradujera en papel. Con esos folios en la mano retomé mi discurso.
—El real decreto es de 15 de marzo de 1994 y modifica el decreto de 1980 sobre el Fondo de Garantía de Depósitos. ¿Queréis verlo o preferís que lo lea?
—No, no hace falta, léelo tú...
—Bien, pues la modificación consiste en lo siguiente: se añade un segundo párrafo al apartado uno del artículo 6 del Real Decreto 567/1980, de 28 de marzo, sobre Fondo de Garantía de Depósitos en Establecimientos Bancarios: «Se entenderá, en todo caso, que las ampliaciones de capital a que se refiere el párrafo anterior no son cubiertas por los accionistas de la entidad cuando la Junta General de esta haya acordado la exclusión total o parcial del derecho de suscripción preferente conforme a lo previsto en la legislación aplicable».
—Hombre, eso es distinto de lo que dices tú, porque es la Junta la que aprueba esa exclusión del derecho de suscripción —precisó María.
—Teóricamente es así, pero eso es solo la corteza. Lo que hay que ver es cómo confeccionaron esa Junta de Accionistas. Pues aunque os parezca mentira, dijeron que si no se aprobaba la exclusión de ese derecho, disolverían el banco.
—¡Joder! —exclamó Alfredo.
—Sí, así fue. Está en los libros, en la historia. Por tanto, no se trataba de que los accionistas pudieran aprobar o no. Si no aprobaban, antes de disolver el banco tendrían que darles la oportunidad de poner el dinero encima de la mesa. ¿O no?
—Claro que sí.
—Pues no. Se trataba de evitar ese efecto como fuera. Así que les amenazaron con disolver. Es imposible. No podían hacerlo, pero eso fue lo que dijo el llamado Plan de Saneamiento. Recordarlo diecisiete años después produce ciertos escalofríos por cómo trata el poder al Derecho cuando lo subordina a intereses políticos.
—¿Y qué dijeron los accionistas? Bueno, qué podían decir... —señaló María.
—Fíjate porque esto te va a interesar especialmente a ti. Sáenz acudió a la Junta como interventor del banco. En su calidad de tal, de acuerdo con la Ley, dispone de un voto cualificado, es decir, su voto vale más que el de todos los accionistas, porque puede suspender un acuerdo de la Junta si no le gusta su contenido. Además, aparecía como teórico presidente del banco y en su calidad de tal recibió las delegaciones de voto de muchos accionistas que la confieren de un modo automático, gracias a la labor de zapa que ejecutan los directores de las sucursales bancarias. A mí me pareció elemental que eso implicaba una dualidad de posiciones incompatibles: si eres representante del accionista, no puedes ser, al mismo tiempo, representante de su opositor.
—Eso es burdo. Nadie puede actuar como interventor y como representante de accionistas. Realmente no entiendo cómo un tribunal puede aceptar eso.
—Pues porque el tribunal no es tribunal. Es una pieza del Sistema. Y todos los jueces que han intervenido en cualquier parcela del asunto Banesto han sido, digamos, aleccionados.
—¿No dijo Garzón algo de eso? Me pareció escucharlo en un programa de Intereconomía —señaló Alfredo.
—Sí, así es. Le dijo a Santaella que en aquellas condiciones políticas y mediáticas ningún juez se hubiera atrevido a absolver a Mario Conde, con lo que ya tienes claro su concepto de la Justicia.
—Pero ahora se trata de mercantil, no de penal —dijo María.
—Es lo mismo. Lo que hicieron fue presionar de manera brutal. Un mínimo resquicio por el que colarse la verdad y todo estallaría. Es como una mínima grieta en una presa: puede acabar rompiendo el muro y causando un desastre.
—Pero en el fondo eso es forzar y engañar a los accionistas de Banesto, ¿o no?
—Más que eso. Lo alucinante es que muchos siguen sin enterarse. Ya lo dijo Miguel Martín: nosotros sabemos cómo presentar las cosas. Recuerdo que un día, en casa de Romaní, cenábamos los tres. Martín hablaba y hablaba de cómo iban a hacer las cosas. Yo me atrevía a decirle que no sería fácil convencer a las auditorías de que dijeran algo diferente a lo real. Martín, sin cortarse un pelo, con ese tono de autoridad forzada que despliega siempre que se pone en escena, espetó: «Las auditorías dirán lo que digamos nosotros».
—Bueno, la verdad, no me sorprende. Si los jueces dicen lo que dicen ellos, lo de las auditorías sería más fácil, ¿no?
—Pues sí, la verdad. Y al final el beneficiario fue el Santander, al que el Banesto le resultó gratis.
—¿Cómo es eso?
—El Fondo de Garantía de Depósitos suscribió una ampliación de capital de 180 000 millones de pesetas, y el propio Fondo puso en Banesto unos 200 000 millones más. Esto quiere decir que en la caja del banco existía un líquido cierto de casi 400 000 millones para paliar unas pérdidas potenciales.
—Ya. ¿Y...?
—Un momento, que voy. En tales condiciones venden el banco al Santander, que ofrece un precio por acción que ronda las ochocientas pesetas, lo que significa quedarse con el banco por menos de 400 000 millones. Es decir, se pagan 400 000 millones por una caja en la que hay 400 000 millones. Es decir, no se paga nada. Me alucina, nueve años después, que nadie se haya percatado de algo tan elemental: el Santander se hizo gratis, absolutamente gratis, con el control de Banesto.
—Ya, pero el culpable no es el Santander...
—No, claro que no. Se aprovechó de una situación dada. Otra cosa es que esa forma de actuar se ajusta a unos mínimos patrones morales, pero eso tiene poco que ver con el papel tradicional de ciertos banqueros. Es más, Sáenz en su día hizo unas declaraciones a la prensa que causaron cierto escándalo. Dijo que para ser buen banquero había que tener instinto criminal...
—Eso es increíble... —dijo María.
—¿Qué es increíble, lo del instinto criminal o lo del caso Banesto?
—Me parece imposible que estas cosas sucedan —aclaró María.
—Esa palabra no funciona en el caso Banesto. Como tampoco lo de imposible jurídicamente hablando. Cada vez que mis abogados me decían, ante una hipótesis que yo les planteaba, que era imposible jurídicamente que hicieran eso, lo que sucedía es que lo hacían y se quedaban tan tranquilos, y además tenían jueces que les daban la razón.
—El negocio del Santander fue total.
—Por supuesto, pero no solo eso, sino que, además, como demostraba la estadística de tantos años de experiencia bancaria, los créditos «malos» comenzaron a recuperarse de manera progresiva a medida que se despejó el horizonte económico. ¿En qué bolsillos se quedaría ese dinero, el de los créditos llamados malos que ahora se demostraban buenos? Evidentemente, en el del nuevo accionista, el Banco de Santander, y no en el de sus legítimos propietarios, los antiguos accionistas de Banesto.
—¿Y cómo no se ha dado cuenta nadie de esto?
—Ya te lo he explicado: controlan medios de comunicación. Años más tarde, el historiador Ricardo de la Cierva me dirigía una carta firmada por él en la que me relataba un encuentro en Andalucía con un primo de los Botín que, al parecer, mantiene una relación de confianza con Jaime y Emilio. El primo en cuestión le contó al historiador que muy poco después de hacerse con el control de Banesto, se encontraban los dos hermanos charlando sobre el tema delante de su pariente, que, como es médico de profesión, carece de especiales conocimientos en materia bancaria y financiera. Pero no es sordo y, por ello mismo, pudo escuchar con nitidez cuando los dos hermanos le dijeron: «Podemos repartir dividendo desde el día siguiente de intervenir, pero no lo haremos porque eso sería reconocer palmariamente que le hemos quitado el banco a Mario Conde para quedárnoslo nosotros».
En mitad de ese ambiente espeso y cargado me reuní con Felipe González en la Moncloa el 30 de mayo de 1994, a la una del mediodía. Se trataba de ocultar la entrevista y por ello vino expresamente a recogerme, a mi casa de Triana, el jefe de seguridad de Felipe, y en un Range Rover entré en la Moncloa por la puerta trasera. Me recibió como siempre, dando la sensación de que nada había ocurrido entre nosotros. Mi entrada en la conversación fue, nuevamente, otro error.
—Mira, presidente. Sobre el asunto de la intervención de Banesto y tu participación, no quiero entrar ahora. Es pronto. Dejémoslo pendiente para más adelante. Ahora vamos a concentrarnos en otros asuntos.
—Como quieras —fue la respuesta aliviada de González.
—Bueno, ante todo tenemos el asunto Crillón. No digo que tú tengas nada que ver pero...
El asunto Crillón era el informe que Serra había encargado a la empresa Kroll, una entidad estadounidense dedicada a estos asuntos, pagando con fondos reservados del Estado. El huido Roldán, ex director general de la Guardia Civil, declaró a la prensa el espionaje y dio todos los detalles. Más tarde ratificó punto por punto ante el juez Garzón. Yo llamé a González desde la finca La Salceda. Me negó que tuviera algo que ver. Me extrañó que se pusiera al teléfono después de los escándalos que habían organizado con la intervención del banco...
—Ya te dije por teléfono que ni yo ni Serra teníamos nada que ver —contestó González.
—Hombre, me resulta increíble que Roldán quiera involucrar a Serra porque sí. No lo entiendo, pero en fin, todo es posible en esta vida. Lo importante es que nosotros tenemos una documentación de un representante del Estado que dice haberme espiado. Al margen de que Serra esté o no detrás, se trata de un órgano del Estado y por tanto sus actos son imputables a él.
Felipe me escuchaba con una atención superlativa. Lo que le contaba le interesaba sobremanera, hasta el extremo de que él, que trata siempre de ocultar sus pensamientos, no pudo contenerse y me preguntó:
—Bueno, eso sí, pero ¿qué pensáis hacer?
—Por el momento estamos evaluando las consecuencias jurídicas, y las alternativas que nos ofrecen los abogados, pero lo que quiero que sepas es que estando en ciernes unas elecciones europeas no quiero hacer absolutamente nada que pueda perjudicarte, porque el panorama ya lo tenéis bastante complicado.
—Alguna vez habrá que perder unas elecciones, y si son las europeas, creo que es para felicitarse —fue la respuesta de un soberbio González, empachado de poder, convencido de que frente a él tenía, en el campo político, un rival al que no consideraba ni valoraba en absoluto: Aznar.
—Si Aznar gana las europeas y luego las generales, supongo que sabrás que corres riesgos muy importantes, porque el odio de Aznar hacia ti es sencillamente terrible —le dije con toda crueldad.
—Seguramente, pero hay alguien a quien odia más que a mí, que eres tú, Mario. Yo sé que el día de la intervención se descorcharon botellas de champán a todo trapo en la sede del Partido Popular.
Me acordé de aquella frase suya a propósito de Aznar. Me la dijo en uno de nuestros encuentros en Moncloa: «Aznar quiere mi puesto y es posible que lo consiga, que llegue a presidente del Gobierno por errores nuestros. Pero en realidad quiere ser tú, y eso es imposible, eso no lo puede conseguir. Por eso el odio hacia ti es muy superior que el que me tiene a mí. No lo olvides nunca».
Debo confesar que la actuación de Aznar después de la intervención abonaba esa interpretación de González de modo harto elocuente.
El triunfo del PP en las elecciones europeas encendió los ánimos de sus dirigentes, que comenzaron a mostrarse ante la sociedad española muy crecidos, hasta el punto de que Pedro J., desde sus páginas de
El Mundo
, les sugería que solicitaran elecciones anticipadas, a la vista del cambio de mapa político producido en las celebradas para el Parlamento Europeo. A mí me parecía un error y así se lo dije expresamente a Pedro J. Unas elecciones europeas —razonaba— no constituyen un verdadero termómetro de la intención de voto. Expresan cabreo. Eso desde luego. Pero teniendo la gente conciencia de que vote lo que vote eso no va a afectar a su vida diaria en España porque el Parlamento de Europa se encuentra lo suficientemente lejos como para contemplarlo a mucha distancia.