Los días de gloria (111 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

—La verdad es que leer eso en el diario de sesiones tiene que producir una sensación dolorosa —apuntó Alfredo.

—Fijaos que incluso cuando un doliente y apesadumbrado gobernador dijo que tal vez se hubieran equivocado al intervenir.

—¿Dijo eso? —preguntó María.

—Sí, exactamente. La frase creo que es: «No sé si nos hemos equivocado o hemos acertado». Está en las actas. Me parece una burrada porque da la sensación de que la intervención de uno de los mayores bancos de España puede hacerse a «cata y prueba». Bien, pues nadie se atrevió a pedir una ligerísima, siquiera epidérmica explicación de por qué aseguraba algo semejante. No cabía duda alguna de que lo que se cocinaba aquella mañana era una ejecución política. Recuerdo que Roberto Mendoza, llegado de urgencia a España a la vista de los acontecimientos, se sentó en el hotel Villamagna a contemplar por televisión el desarrollo de la comparecencia parlamentaria. Cuando concluyó vino hacia mi casa y nada más entrar me dijo:

—Después de escuchar al gobernador ante los parlamentarios te confieso que no tengo la menor idea de por qué han decidido intervenir Banesto. Suave manera de plantear el fondo político de la cuestión.

Sangrante. Todo el espectro de medios, orales, escritos y audiovisuales, se comportaron a partir del día 30 de diciembre de 1993 como si formaran parte de una orquesta entrenada.
El País
y
La Vanguardia
llevaron la voz más hiriente. Comprendía a Jesús Polanco. Siempre ha obedecido al poder, entre otras razones por las puramente económicas. Jesús era un hombre del poder y punto y final. Además, mis deseos de crear un grupo de comunicación que pudiera competir con el suyo quedaban arrancadas del campo en el que las sembré. Por si fuera poco, buscaría por todos los medios quedarse con algunos de nuestros activos.

Así sucedió. Poco después el Grupo Prisa se apropió de los derechos de transmisión de partidos de fútbol que nosotros conseguimos a través del Grupo Dorna. Ganó en esa operación decenas de miles de millones de pesetas que pertenecían a los accionistas de Banesto.

Pero no solo Polanco sobrevoló Banesto. La «comunidad financiera», eufemismo donde los críen, se apresuró a cumplir ese llamado deber de obediencia para con el poder. Los grandes bancos suministraron los nombres de los ejecutivos bancarios que se manifestaron dispuestos a ocupar nuestras plazas en Banesto. A partir de ese instante todos pretendían hacerse con algo tangible, contante y sonante. Por ejemplo, el BBV se llevó nuestra tecnología, en la que invertimos miles de millones de pesetas, y que constituía una de las más avanzadas de Europa. Literalmente se la llevó. Al menos eso me dijeron. Ganó en la operación no solo mucho dinero, sino, además, tiempo, porque los avances tecnológicos necesitan inexorablemente de un plazo temporal para implementarse, ese tiempo que nosotros consumimos silentes, callados, mientras recibíamos críticas inmisericordes de exceso de gasto.

Y lo mismo sucedió con el Santander. Un día en el que almorzaba con María en el restaurante Los Remos, en la carretera de A Coruña, de Madrid, a la altura casi de El Plantío, al salir una vez concluido el almuerzo, un hombre de edad media se levantó de una de las mesas colindantes y vino en directo a saludarme. Ocupaba un puesto de importancia en la banca y me ratificó, como experto, que el Santander vivía de nuestra tecnología, que era, con mucho, la mejor que existía en Europa y muchos años por delante de nuestros competidores.

—Lo cierto es que el follón nacional que se organizó con la decisión de intervenir y sus derivadas tenía proporciones bíblicas. Creo que ni ellos mismos se imaginaron que las cosas podrían tener un color tan oscuro. A pesar de los pesares, aun contando con que todos los grupos políticos apoyaron sin reservas la decisión, el público permanecía expectante. Yo recibía presiones a diario para hablar, para decir algo, para contestar los argumentos, los insultos, las descalificaciones, las aberraciones que se publicaban todas las mañanas, se emitían por la ondas, se construían con las imágenes de la televisión. Decidí convocar una rueda de prensa para el día 12 de enero. La expectación era máxima.

—Yo la recuerdo —dijo Alfredo—, pero creo que os equivocasteis en el planteamiento. Al menos esa impresión recibí de todos los que algo me dijeron.

—Sin duda, Alfredo. La llamada prudencia aconsejaba reducirla a términos técnicos, evitando la confrontación política. Ese mensaje era el que nos llegaba desde todos los ámbitos que nos rodeaban. Yo, en mi interior, presentía que no era ese el camino, conociendo como conocíamos que la operación se gestó por intereses políticos. Si teníamos alguna posibilidad de sobrevivir, era plantando cara. Seguramente seríamos ejecutados, pero si nos rendíamos desde el comienzo la ejecución se presentaba como absolutamente segura.

—Yo no hubiera tenido duda de que había que actuar de esa manera —remachó Alfredo.

—Supongo que ese enfrentamiento directo asusta —puntualizó María.

—Sí, claro, pero es que yo no estaba solo. Debía contar con los demás consejeros, que en ese momento ya tenían claro que todo el espectro político actuaba contra nosotros, y eso, como dice María, asusta, y mucho. Por eso confeccioné un documento muy bueno técnicamente que demostraba, con profusión de datos y cifras, que el banco no se encontraba, ni mucho menos, en una situación que obligara la intervención. Me reuní con los consejeros de Banesto en el despacho de Gómez de Liaño y lo leí, para que todos supieran cómo me comportaría el día de la reunión de prensa. Todos estuvieron conformes con el contenido y el modo de proceder.

Llegó el día 12. Cientos y cientos de periodistas, nacionales y extranjeros, abarrotaban el local en el que tendría lugar mi comparecencia. Días antes, fruto de la tensión, comenzó un dolor de muelas que se tradujo en un flemón de cierta envergadura. Afortunadamente, el día de la comparecencia se redujo en volumen, pero las fotografías de ese día son curiosas, precisamente porque se nota el flemón. Bueno, incidencias médicas aparte, a las nueve y media de la mañana me encontraba en la habitación del hotel en la que esperaba a que llegara la hora de bajar al ruedo. Apareció Antonio Torrero con signos evidentes de preocupación en su rostro. Me pidió un aparte y dijo:

—Me ha llamado Julián García Vargas. Habla en nombre del Gobierno. Me dice que lo que está sucediendo es gravísimo y que suspendamos la rueda de prensa. Como me lo dijo te lo transmito.

—Muchas gracias, Antonio.

—¿Que el Gobierno quería suspender la rueda de prensa? —preguntó Alfredo.

—Exactamente. Bueno, eso es lo que le dijo un ministro, García Vargas, a un ex consejero, Torrero, que, además, era amigo suyo. Los acontecimientos se les podían escapar de la mano precisamente por el lío que había organizado. Pero la decisión estaba tomada. Consumí mi turno ante los periodistas explicando el documento que leí a los consejeros de Banesto. Mientras, en la calle, más de veinte millones de personas seguían en directo mi explicación. Les defraudé de manera rotunda.

—Sí, esa sensación tuve yo entonces —remachó Alfredo.

—Esa es la pura verdad. Nadie esperaba que me pusiera a desgranar cifras y conceptos técnicos. Querían que les ofreciera una versión real de lo sucedido, lo que equivalía a desvelar el fondo político de la operación. No lo hice. Silencié las llamadas del Rey y de González. Oculté el ofrecimiento de comprarme mis acciones. Callé todos los pormenores políticos del mes de diciembre que ayudaban a entender la decisión. Me concentré precisamente en lo que nadie tenía el menor interés en escuchar. La mejor prueba consistió en las felicitaciones que recibimos del lado de nuestros enemigos. Siempre que desde el bando contrario te llegue una alabanza, puedes estar convencido de que has cometido un error.

—No sé por qué pero yo tengo en la cabeza que Felipe guardó silencio a partir de ese día y que quien te azuzaba era Aznar, pero puedo estar equivocado.

—No, no lo estás. A partir de ese instante, el líder político que se encargó de azuzar continuamente la hoguera contra nosotros se llamaba José María Aznar. Sabiendo ahora lo que sabemos, es algo que tiene coherencia con sus objetivos. Miguel Martín se reunió con Arturo Romaní en el hotel Miguel Ángel. Allí le reconoció que a pesar de que mi relación con el gobernador era muy buena, las cosas indefectiblemente se complicarían mucho porque dos personas presionaban de manera constante para que nos hicieran todo el daño posible. Una de ellas era José María Aznar. La otra, Jesús Polanco.

—Pero eso concuerda con lo que te dijo Roca y con lo que has contado de esa mujer en tu casa —señaló María.

—Bueno, lógico... Es coherente con sus fines. Os dije que Montoro quería responsabilidades penales en esa sesión del Congreso del día 30 de diciembre... Pues bien, Gonzalo del Río, que trabajó conmigo en la finca de Los Carrizos, me contó que un amigo suyo, que es íntimo de Aznar, escuchó al entonces líder de la oposición decir que necesitaba mi imagen con esposas entrando en la cárcel para poder llegar a ser presidente del Gobierno.

—¿Y no te dijo su nombre?

—Pues no, pero da igual, es una cosa más... Cuadra también con lo que decían los inspectores del Banco de España: que necesitaban mi fotografía entrando en prisión aunque fuera solo un día.

—No deja de ser curioso el reparto de papeles: Felipe González asume el coste formal de decidir a través del Ministerio de Economía y del Banco de España. A partir de ese instante más o menos se calla. Por el contrario, Aznar se convierte en el encargado de mandar a la sociedad mensajes de pura y dura descalificación sobre ti...

—Pues sí, pero eso solo evidencia el pacto que tenemos comprobado hasta la saciedad. Por cierto, que el domingo 23 de enero de 1994, Pedro J. Ramírez mantuvo una larga conversación con Aznar y Rato. Me llamó para relatarme su esencia: «Me he quedado altamente sorprendido de hasta qué punto Aznar y Rato han interiorizado tu posición como competidor político. Estaban absolutamente convencidos de que su vida política dependía de ti. Consideran que González ya no es un verdadero rival político porque han llegado a un acuerdo con él para que les ceda el poder. Por ello, su rival se llama Mario Conde y su objetivo consiste en destruirte. De ahí su comportamiento en todo el tema de la intervención».

—Y dadas tus relaciones con Alfonso Guerra, ¿no hablaste con él sobre el caso? —preguntó Alfredo, que conoce bien al ex vicepresidente del Gobierno de González.

—Pues no le busqué de propósito. Surgió de casualidad. En aquellos días descendí nuevamente hacia Sevilla en el Ave. Me encontré con Alfonso Guerra, que viajaba en el mismo compartimento que yo. Pasado Córdoba, encarando el trayecto final hacia la capital hispalense, se acercó a mi sitio y se sentó para charlar un rato conmigo. Le expliqué con el detalle debido lo sucedido, incluyendo, desde luego, la oferta para comprarme mis acciones en pleno despacho del gobernador del Banco de España, a lo que Alfonso, práctico, me preguntó si existían testigos que me permitieran atacar por esa vía, y le reconocí que no. Tuvo especial interés en preguntarme si era cierto que un conjunto de personas trabajaban para mí sondeando mis posibilidades electorales, a lo que contesté con total sinceridad: en absoluto.

»En ese instante me dijo que era obvia la naturaleza política de la operación, gestada en el entorno de Mariano Rubio, Solchaga y su grupo, pero —dijo literalmente— de la que «no puede llamarse a andana el presidente del Gobierno». Por aquellas fechas, aturdido como estaba y sin saber conjugar con acierto todas las informaciones, creía que Felipe González había sido engañado y que no había sido uno de los muñidores de la intervención. Craso error, pero era mi opinión y así se lo dije a Alfonso Guerra, quien escuchó con medida paciencia, pensó unos segundos y dijo: «Es posible que el tema se lo hayan dado cocido y no lo haya estudiado, porque la verdad es que en estos momentos no se ocupa de España. Estoy seguro de que ha llegado a un acuerdo con Aznar para cederles el poder».

—Ya, pero al margen de que decidiera darle el poder a Aznar, me parece poco creíble ese papel medio victimista de González. No es creíble. Es el presidente del Gobierno y decide, y si no quiere oír a Morgan ni a ti, si no quiere enterarse de la verdad, es que la verdad no le interesa. Lo demás es música celestial.

—Pues claro que es así, Alfredo.

—Y, además, ¿por qué iba a darle el Gobierno a Aznar? Claro que lo que dice Guerra es lo mismo que decían Aznar y Rato según Pedro J. Ramírez, ¿no?

—Yo creo que esa es una apreciación equivocada de Alfonso Guerra. Es posible que Felipe le dijera algo así a Aznar, pero en ese caso le engañaba. Ellos querían seguir, necesitaban otra legislatura para terminar con asuntos como el GAL, la corrupción, etcétera. Eso fue exactamente lo que dijo Barrionuevo en una entrevista a la que asistió Santaella en Valdemorillo, pero ese es otro tema.

—Por cierto, siempre apuntas a que el GAL tuvo que ver con el triunfo de Aznar en las elecciones del 96, ¿es así?

—Sí, y es asunto de primera magnitud.

—Pues yo que tú no lo dejaría en el tintero.

—No tengo hoy por hoy esa intención. Ahora sigo para que tengáis más datos. Si Banesto tenía ese problema tan profundo, lo lógico es que sus acciones no valieran nada. Pero el problema es que cotizaba en Bolsa y tenía que volver porque no podías tener a los inversores eternamente congelados en sus dineros en acciones. Así que llegó el día de volver a cotizar.

—¿Y...?

—Pues es también difícilmente creíble. Alfredo Sáenz era entonces interventor del banco. Salió en televisión el 31 de enero. Su objetivo era intentar a toda costa reducir el precio de cotización de las acciones de Banesto que, suspendidas el mismo día de la intervención, volvían a los mercados.

—Eso no tiene sentido, es absurdo que un presidente diga eso de su compañía.

—Sí que lo tiene. Nadie sabía qué niveles de precio alcanzarían las acciones. Seguramente muy bajos, porque día tras día se había transmitido con insistencia machacona, desde ámbitos políticos y financieros, que las acciones del banco valían cero pesetas. Por ello, obligado por las circunstancias, Sáenz dijo en televisión que en ningún caso deberían pagarse más de quinientas pesetas por acción.

—O sea, limitando el precio por arriba...

—Exacto. El adefesio de un presidente de una entidad privada esforzándose en tirar a la baja el precio de las acciones de la sociedad que regenta debió de helar la sangre de algunos.

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